Hotel Cross, Dotonbori, Osaka.
Viernes
4:46 AM. Rellano del ascensor, 7a planta
El ascensor plateado se abre y el recepcionista se adelanta ágilmente a los dos sanitarios con maletín y mascarilla, precipitándose uno hacia la máquina de bebidas y otro hacia la zona central, cerca de una fina lámpara de cristal blanco de Kartell estratégicamente situada antes de emprender el pasillo perpendicular a un lado y a otro.

Ella devuelve las pelotas con parquedad y esa cortesía que permiten los monosílabos. Se entretiene observando el extrarradio anaranjado de la ciudad, los edificios lejanos y las planicies de tierra, margaritas y basura próximas a la M-40.

Una furgoneta amarilla conduce muebles a alguna parte, unas cuerdas sujetan la puerta, el conductor sacude la cabeza rítmicamente. Le dejan atrás y el taxi alcanza velocidad, en la radio resucita una copla.

Otra vez y con poco aire en los pulmones daba pasos erráticos en la penumbra, rogaba por la salida, sabía que estaba a metros y parecían kilómetros. La luz seguía apagada, nadie salió pues era madrugada, dormían plácidamente  ignorando mi desesperación; dejaba atrás, en el departamento de dos ambientes que de golpe se volvió una caja diminuta,  a mis dos hijos que también dormían.

Año 1996, frontera colombo-panameña, un estrecho pedazo de tierra muy codiciado por su posición geoestratégica denominada estrecho de Darién, tapón de Darién o sencillamente selva del Choco. Uno de esos sitios fronterizos donde bandidos, guerrilleros, colonos y retenes del ejército se enfrentan cada día en una lucha por la supervivencia muy alejada de nuestros valores occidentales de sociedad de bienestar.

Debian ser las cinco de la mañana y nuestro pequeño grupo fue interceptado en el parque de Laureles de la capital Antioqueña. Nosotros éramos tres, ellos al menos una decena. Nos cortó el paso un tipo grande con sombrero de finquero y bigote de galán; pistola al cinto, camisa a medio abotonar, el perfecto protagonista para una telenovela de grandes terratenientes y verdes pastos.