Durante tres años estuve trabajando todos los domingos y festivos del año en una empresa de oxígeno y aerosolterapia a domicilio, no cargaba botellas a los hombros pero pasaba diez horas recibiendo pedidos, quejas y haciendo albaranes infinitos para todo Madrid. Fueron días de libros de Cortázar, apuntes de derecho procesal, bocadillos de ternera con pimientos verdes y almacenes en un polígono al final de la calle Embajadores…

Cientos de chalets acosados : acosado por el vecino, por la pareja, por los hijos, por los suegros y cuñados, por la música y la barbacoa cercana, por la bronca de madrugada, por algún polvo veraniego escandaloso con las ventanas abiertas, que nos mete presión y hace pensar si ya pasaron dos semanas, por los coches aparcados sobre las aceras obligando a pasear por el arcén, por el Mercedes de cuatro casas más arriba y por los perros que ladran a las 7:15 aunque haya vacaciones.

—Ah, pero para que veas tú cómo son las cosas, el día después del ataque a las torres, justo cuando estaba preparando mis maletas para venir, tuve una revelación, un satori. En medio del olor a humo y a carne humana vuelta chicharrón que lo impregnaba todo, comprendí que estaba viviendo de prestado. Me dije que cualquier día podía caerme en la cabeza un avión o un cohete espacial o un asteroide y que no valía la pena seguir esperando para satisfacer los dictados de mi vagina, o los anhelos de mi corazón. Y me sentí dispuesta a apostar por la relación. A comprometerme. A llevarme a Maiviz de aquí, para empezar una nueva vida, juntas en Nueva York. Si me deja luego, al carajo, que me quiten lo bailao. Pero yo sé, lo sé en el fondo de mi pecho, o en las bolsas de mis ovarios, donde se saben bien las cosas, que no me va a dejar.

Carreño tiene la cara angulosa, morena y agujereada. Su dentadura amarilla es como un piano maltratado por el tiempo y su risa es escandalosa y febril. No le importa tener pocos dientes a su edad: unos treinta y cinco. Sin duda, el tahúr repartió las cartas y los ases fueron a las manos de siempre.
– Estaba en Las Ramblas de Barcelona y me echaron las cartas. El de Marsella no; el brasileño, que es el bueno aunque más peligroso. Me dijo: ” Muchacho, nunca he visto a nadie que me saque tres comodines. Tú vas a tener estrella, victoria y luz pero el dinero no lo verás. El poder no está hecho para ti “. Y aquí estoy, sin un duro porque no lo quiero. Yo he prescindido de los bienes terrenales. Sólo necesito tabaco, café, mis walkman y un saco de dormir.

Sorogoyen nos va introduciendo en esa densa y brumosa historia de rivalidad, odio y muerte. No hay maniqueísmo en las posturas. Por un lado, la aldea ideal, donde Ménochet y Föis cultivan productos ecológicos y sueñan con restaurar casas abandonadas para una utópica repoblación. Por otro, es también el espacio para ensañarse y vengar las frustraciones locales, una vida de desgracia, de mierda, como le escupe Luis Zahera a Menochet en uno de los diálogos trascendentes de la película, al confesarle que su paraíso se llama conducir un taxi a medias con su hermano en Orense.