Sorogoyen nos va introduciendo en esa densa y brumosa historia de rivalidad, odio y muerte. No hay maniqueísmo en las posturas. Por un lado, la aldea ideal, donde Ménochet y Föis cultivan productos ecológicos y sueñan con restaurar casas abandonadas para una utópica repoblación. Por otro, es también el espacio para ensañarse y vengar las frustraciones locales, una vida de desgracia, de mierda, como le escupe Luis Zahera a Menochet en uno de los diálogos trascendentes de la película, al confesarle que su paraíso se llama conducir un taxi a medias con su hermano en Orense.

Señales de golpes en la espalda, un sujetador azul, la mirada entre triste y perdida, un rouge de labios que acentúa la tristeza, el beso a una niña pequeña que duerme, la puerta que se cierra y la oscuridad de la noche. La noche de la ciudad santa de Mashhad, la noche del bullicio en la calle, la noche solitaria en la periferia, la noche que augura un destino maldito mientras ruge una moto.

Al comienzo de la Gran Guerra, con veinte años de edad, Joseph Roth se enlistó en el cuerpo de voluntarios. Estuvo en el frente durante ocho meses y formó parte de las fuerzas de ocupación en Ucrania. Después de ser apresado y pasar un tiempo en la cárcel logró escapar y viajó a Viena. Ahí comenzaría la vida errante de Roth.

¿Por qué alguien deja de ser quién es? ¿Es la amnesia un castigo o puede ser una oportunidad? ¿Salir de uno mismo es una huida voluntaria o la consecuencia de una escapada provocada? Estas son algunas de las preguntas que Agnieszka Smoczynska plantea en su película Fuga (presentada en la Semana Internacional de la Crítica en Cannes en el año 2018 y ganadora del Méliès d’Argent en el Festival de Sitges del mismo año).

Libro al margen de la trama, que a mi juicio no busca tanto un viaje por la historia de la violencia en México (desde el exterminio indígena bajo corona española en el siglo XVIII, hasta las atrocidades de los cárteles de la droga y, especialmente, los desaparecidos contemporáneos -más de 52.000 según la ONU que requerirían 120 años para proceder a sus identificaciones, una cifra tan mareante como inasumible-) sino una sensación…

Cuesta admitir, con el hígado y todas las neuronas, que un ser no pueda expresar su íntimo desahogo con la vida y el mundo. Que unos pocos, esos que acusan y llevan a la hoguera del menosprecio, de la burla interesada, de la autoafirmación de una masculinidad de caverna, puedan silenciar de golpe el derecho a ser distinto y bueno y noble y sagrado. Por eso, hoy recuerdo ese verso de Federico, que la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.