Hotel Cross, Dotonbori, Osaka.
Viernes
4:46 AM. Rellano del ascensor, 7a planta
El ascensor plateado se abre y el recepcionista se adelanta ágilmente a los dos sanitarios con maletín y mascarilla, precipitándose uno hacia la máquina de bebidas y otro hacia la zona central, cerca de una fina lámpara de cristal blanco de Kartell estratégicamente situada antes de emprender el pasillo perpendicular a un lado y a otro.
Desde el suelo sólo veo caminar hacia mí al joven de hace un rato, camisa blanca y traje negro, corbata y cabello a juego, silencioso y eficiente. Detrás los sanitarios que se me figuran de forma globosa y con múltiples instrumentos colgados, hablan entre sí antes de llegar a Sally y a mí. Yo sólo quería ver la copa del mundo de rugby y llevarla conmigo, salir de nuestra rutina y la bronca permanente, yo sólo quería…
-Sally, te lo dije, ¡no lo jodas! Sally, no me hagas esto, ¡joder!
-Tranquilo, señor. Por favor, está asustando a los clientes.
-¡Qué cojones dices!, le escupo tocándome el omoplato derecho y hundiendo mi mano en la camiseta empapada.
Me he sacado las tijeras y apenas puedo moverme pero sólo quiero ver a través de las piernas de estos entrometidos, necesito verla, no se mueve, no veo sangre pero la empujé contra la máquina de café caliente, refrescos y snacks de chocolates con sabor a té y sake o de pescado deshidratado.
Los operarios hablan discretamente y manipulan su cuerpo, apenas oigo más que el murmullo de alguien que abrió su puerta.
4:40 AM. Recepción
Debo acabar ya los estudios, no me gustan los horarios y estoy cansado de los gaijin (*), esto no merece la pena, al menos el animal ese no me ha agredido, espero que guarde silencio, esto no se supone en un hotel de esta categoría.
Voy a levantarme a por un té antes de la llegada y salida de los primeros viajeros.
No. No puede ser, no… Por favor, seguridad -eleva la voz para que el viejo Ishida Nobuhiro abandone su butaca en un lateral de la entrada, Nobuhiro está soñando con el caballo azabache de su abuelo que está ganando el Grand Prix y él extrañamente lo celebra levantando su sombrero en tribuna, viste un traje blanco de fina raya diplomática pero lo que ve cuando entreabre los ojos es el pecho sudoroso del animal, brillante y luminoso bajo el sol de atardecer, sin todavía percatarse de la presencia del joven Kenta a su lado.
– Ishidasan, observe la pantalla, hay una pareja pegándose en el pasillo, ¿llamamos a la policía? Son los mismos a los que llamé la atención hace un rato.
– ¿La atención?, – Kenta le interrumpe hundiendo la mirada avergonzado, reconociendo que no quiso molestarle.
(*) Término coloquial para referirse a los extranjeros en japonés.
Los ojos oscuros de ambos no pestañean, reflejan el horror de dos extranjeros corpulentos aparentemente gritándose en la pantalla, ella corriendo hacia los ascensores y él trastabillado, cojeando y con lo que parecen unas tijeras o una navaja en la parte alta de la espalda, no hay luz suficiente pero la lamparita de cristal blanco del rellano rápidamente deja ver el detalle de cómo él la empuja, cayendo la señora contra la esquina de la máquina de refrescos, pretendiendo él extender la mano para evitar el golpe. Los dos hombres se miran. Ella no se mueve. El se revuelve en la moqueta gris.
Con la eficacia que se presume al servicio japonés, uno pide una ambulancia y otro sale lo rápido que le permite su edad a la estación de policía dos manzanas abajo, sin reparar en llamar. Seis minutos después los sanitarios están atendiendo a la pareja y el todavía somnoliento Nobuhiro tomando el tercer ascensor con un agente de policía.
4:20 AM. Puerta de la habitación 745
– Disculpen, pero debo insistir en que se han quejado de otra habitación por ruidos y deben comprender…
– ¿Comprender qué?, creo que es un error, debe tratarse de otro huésped -sentenció Ethan todavía embutido en su ceñida camiseta aussie.
– Cariño, ¿quieres venir de una vez o me echo a dormir?
– Jeje, ¿has visto?, aquí no es.
– Señor, les vi salir del ascensor discutiendo. La política de este establecimiento es muy respetuosa con los clientes, incluso hay familias con niños.
– Entiendo, Takashi.
– Perdone, no me llamo Takashi.
– Es igual, Yuko.
– ¡Señor!
– ¡Cariño!, ¿por qué no le dices que pase? -interrumpe Sally dejándose ver ya en bragas y camiseta entre la cama y la esquina del pasillo antes de llegar a la televisión acristalada en la pared contraria, de esas que no incorporan ni mueble sino que componen la parte central de un espejo gigante extendido frente a la cama, minimalismo y reflejos para tiempos en los que nadie conecta la BBC ni HBO ni los concursos luminosos y casi ácidos japoneses. Ni siquiera los anuncios de hot lines repetitivos del amanecer con supuestas modelos en ropa interior y teléfonos a los que no llamar pero sin duda reclamo para algún decadente onanista desfogado tras un largo día en diferente uso horario.
– ¿Qué haces, estúpida?
– Vaya, el joven es apuesto -le espeta haciendo una liaison con una estruendosa carcajada-, ¡ho, ho, ho!
– Señores, yo sólo les pido que tengan en cuenta la hora -a estas alturas el pobre Kenta se pregunta qué hace con un pie dentro de la habitación mientras el fornido australiano hace un gesto hosco para que su mujer, todavía riendo, desaparezca.
– Maldita sea, Sally, ¿estás borracha?, ¿quieres que entre?
– ¿Pero qué dices, imbécil?
– Señores, por favor.
– Tranquilo, Takumi -Dios, que sonrisa más necia luce ahora el individuo sobre su barbilampiña mandíbula de héroe, si estuviera en un juego de realidad virtual lo sacudiría.
– Joder, Ethan, llevas toda la noche pasando de mí, ¿es que no me escuchas?
– ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? -en ese momento se le vuelve a oír en las habitaciones contiguas e incluso más allá del rellano del ascensor.
– Lo siento, señores, debo llamar a seguridad.
– Espera, hijo, perdona la impertinencia, te daré una buena propina aunque quizás desearías otra cosa.
– ¡Eres un cerdo y estoy harta de que te bebas toda la cerveza del local!
– Cállate que yo sé lo que quieres. Mira, chaval, toma y disculpa -le extiende un billete de mil yenes.
– Se lo agradezco pero no debo aceptarlo, sólo les pido por favor que sean cuidadosos.
– No te preocupes, ahora ya nos entendemos -se agacha sonriente el seguidor número uno de Canberra, el que siempre viaja siguiendo a los aussies en espera de la gran sorpresa.
Por un instante se miran a los ojos en silencio, la incipiente barba rojiza del australiano le llama la atención a Kenta que también sonríe tímidamente.
– Vamos, al demonio con el chino -fue lo último que escuchó tras la puerta el joven embocando ya el pasillo de vuelta.
4:04 AM. Habitación 711
El colchón es duro pero no me incomoda, tengo tanto sueño acumulado de las veintitrés horas de viaje, a pesar de la siesta de media mañana al hacer el check in, que dormiría durante días, ayer estuvo bien verme con los amigos de Luis, son una pareja encantadora, parece mentira que él tenga ochenta y cinco años, recuerdo cuando vinieron a nuestra boda, tenían tanta vitalidad… Doy la vuelta sobre mí misma intuyendo la luz nocturna azul led de debajo de las mesillas flotantes, esa iluminación acertada que te hace sentir que sigues sobrevolando Siberia durante días, moviendo el cuello sobre la butaca turista mientras escuchas una y otra vez Radiohead e intuyes el sigilo de las azafatas ofreciendo zumo y agua en la oscuridad. Dormiría y dormiría durante toda la semana más allá del lago Baikal y Katerinburgo, que a veces sobrevolamos y a veces dejamos al sur deslizándonos entre el mar Blanco y el mar de Barents y el mar de Kara hasta perdernos en la Siberia interior camino de Corea y el norte de China. La voz de Thom Yorke es envolvente, sus sonidos electrónicos tras abandonar las guitarras, ¿por qué cayó Thom en la nostalgia?, ¿por qué es bella y peligrosa la nostalgia?
Dormiría en un bucle de una semana sobre Siberia camino del este y me temo que el bucle está en marcha. El móvil marca las 4:06 y no sé si después de hacer pis podré dormir o empezará el penar de varios días en Japón. Estoy con los pies colgados sobre la moqueta, la cama es alta y yo no demasiado, por curiosidad he visto que me ha escrito Luis “me tienen cansado, no respetan nada, llevo treinta minutos llamándolos a cenar y no hay manera, la pequeña en su habitación como quien oye llover y no tengo ganas de perder los nervios”. “Quítales los móviles que aquí son las cuatro”. “Desconéctalos tú desde la aplicación que al menos no tendrás que oírlos”. Yo soy leísta y él no, en algo teníamos que coincidir y ni siquiera en esto, le quiero pero me desespera y es tan débil con los niños, estoy cansada, parece que me culpara por viajar y tuviera que recordarme dónde se queda, ¿qué culpa tengo yo?
Me llama la pequeña. Al privado. Lo dejo sonar. Al de empresa. Igualmente. Otra vez al privado… Está en shock como el yonkie al que le quitaran la dosis justo en mitad del acto. “Dile a tu hermana que cene y se vaya a dormir, por hoy no hay más internet”, sentencio al mayor de los tres y vuelvo a recostarme a oscuras bostezando antes de ver los stickers jocosos con los que pretenden provocarme.
Este es un país tranquilo, he venido muchas veces y quizás por ello me sorprende y asusta sobremanera escuchar esa voz grave, ruda, fibrosa, de hombre ajado o quizás sólo bebido, de hombre poderoso y cobarde que sin gritar parece que grita, sin disimularlo ofende. Y ella, que sin duda es rubia y delgada y de mediana edad ya trabajada por el cansancio, apostilla y habla con miedo, intercalando palabras en las casillas del barco hundido, se alejan, afino el oído, no parece que hoy vaya a recobrar el sueño fácilmente, no los entiendo -tampoco mi conocimiento del inglés me permite siquiera distinguir si son anglosajones o no- y están lejos, parecen alejarse según él eleva la voz y ella empieza a quejarse como un pajarillo, él interrumpe, ella mueve las alas y emite pequeños sonidos agudos sin gritar, guardando la compostura o quizás sin que se le permita hacerlo.
Enciendo la luz, uno de los muchos interruptores sobre el cabecero, resulta ser la cenital de lectura, todavía acogedora. Cojo el teléfono, me pongo las gafas y busco el número de recepción.
– Buenas noches, perdone, hay una pareja que está haciendo ruido, salieron del ascensor hace un par de minutos él hablando alto, parecían discutir, y en un momento ella ha empezado a quejarse.
– ¿Es en su habitación?, ¿qué habitación es? -, inquiere Kenta al que he pillado dormido y que extrañamente piensa que yo estoy detallando cómo me están agrediendo.
– No, mi habitación es la 711 pero creo que han ido hacia el otro lado del pasillo al salir del ascensor. Por favor, llame a seguridad y suban a ver qué pasa. Por favor.
– De acuerdo, señora, subiremos ahora.
– Gracias.
Los siguientes minutos sigo pendiente de los ruidos pero deben estar dentro de su habitación, oigo rumores no sé si de voces o voces y golpes, intento agudizar mis capacidades auditivas preocupada y nerviosa no ya por lo que está ocurriendo sino por si el recepcionista ha dejado o va a dejar caer el número de mi habitación y se abalanza sobre mi puerta algún tipo de ser prehistórico irracional y con los ojos inyectados en sangre, profiriendo aullidos ininteligibles y dando patadas para que abra. Sin embargo, el ser diabólico no aparece, al menos no a mí esta noche, y tras pensar en todo ello caigo dormida poco antes de que la bestia babeante encuentre otra presa en sus mismas sábanas. Sally Anne. Este es su nombre aunque yo no la conozco y sólo la intuyo por sus tímidos graznidos de antes.
9:15 AM. Comedor
Gyozas, baked beans, bacon, noodles, pasteles, té, café, patatas cocidas, verduras, algo de sushi, sopa de miso, jugo de arándano, jugo de pepino, jugo de naranja…, tiraré por lo occidental, dentro de veinticuatro horas regreso y echo de menos el cuchillo y tenedor, creo que me serviré unas alubias cocidas en salsa bien escondidas en un lateral. Nunca tuvieron prestigio las baked beans pero aquí no serán de lata.
Me pregunto si esa joven pareja podría ser la de ayer. No. Demasiado enamorados y bellos, él parece un efebo milenario, nada que ver con el animal de ayer, posiblemente sea la pareja del fondo que apenas habla, también anglosajones pero mayores, no intercambian ni miradas pero ayer… Ayer.
Ayer no sé lo que ocurrió porque no me atreví a salir al pasillo y caí rendida poco después, desconozco si la pareja a la que denuncié por ruidos acabó en el hospital, quizás heridos, quizás ella muerta o quizás son todo conjeturas mías y lo solucionaron follando como leones.
No sé nada de ellos y nunca conoceré más que el miedo que aquella voz me transmitió al salir del ascensor. Más que el egoísmo de una llamada anónima que al menos hice.
Si ellos no hubieran bebido demasiado no habrían discutido, es posible que todo viniera de lejos y se hubiera evitado si se hubieran decidido a separarse en una de sus muchas crisis.
Y si no hubieran bebido y no me hubieran asustado yo no habría llamado a seguridad.
Y si yo no hubiera bebido tanto té en la cena o hubiera aterrizado un día antes, no me habría levantado al baño y mi hija no me habría desvelado con su adicción al móvil y mi marido con su incapacidad para dejarme tranquila y yo nunca les habría oído y no habría llamado a recepción y habría metido un extraño en su problema, posiblemente enfadándoles más.
Y si el recepcionista no hubiera sido tan cuidadoso con el anciano de seguridad, éste habría puesto orden.
Y si el anciano hubiera subido, Sally Anne no se habría dejado ver para incomodar a su marido.
Y si éste no hubiera sido un mastuerzo no se habría incomodado.
Y si alguien más hubiera hecho algo cuando escuchó ruido en su zona podría haberse evitado lo que ignoro que ocurrió porque los japoneses son discretos y el pasillo está impoluto, la moqueta gris limpia, la lámpara de cristal blanco de Kartell en su esquina entre el rellano de los ascensores y el pasillo transversal, la máquina de bebidas sin restos de sangre ni piel, las ancianas de la limpieza flexionándose lentamente al son de “ohayo gozaimasu” y la vida tranquila que continúa una mañana más en el productivo imperio del sol naciente.
Como, bebo café y disfruto del zumo, siempre en ese orden. Veo correos del trabajo, redes personales y whatsapp en ese orden. Me levanto y tomo el ascensor hacia el lobby con el paraguas plegado en el bolsillo de la gabardina beige, hoy no queda tiempo para lavarme los dientes pero desayuné poco y llevo caramelos. Una joven me ve dudar entre abrir el paraguas y abalanzarme sobre el taxi estacionado enfrente, se acerca amable y me acoge en su paraguas. Desde su asiento el taxista presiona la palanca y abre la puerta trasera, se cierra y una vez más me fijo en los guantes blancos sobre el volante y el ganchillo también blanco que cubre los asientos delanteros de todos los taxis del país, del mismo taxi y el mismo conductor prudente que no te observa por el retrovisor. Certeza y gestos mecánicos. Seguridad.

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