Ciudad muerta, miedo y asco en New Jersey

New Jersey. Años 70. Mafia, violencia, asesinatos, extorsión.

Y sexo. Y alcohol. Y traiciones.

Y brutalidad. Y sordidez. Y salvajismo.

Todo ello es Ciudad muerta, la novela escrita por Shane Stevens (Nueva York, 1941-2007) en el año 1973, de la que destaco la fecha de publicación original ante cualquier paralelismo con Los Soprano o The wire, ya que es de justicia señalar que el antecedente (si se quiere buscar) es esta novela y no al revés.

Hemos leído y visto suficientes novelas y películas sobre el mundo del hampa como para saber que la mafia sólo tiene un objetivo: el poder. Y en Ciudad muerta el poder en New Jersey se lo disputan dos capos: Joe Zucco y Alexis Machine. Zucco es un mafioso “a la antigua”: el sindicato tiene unas normas y él no las rompe. Machine, por el contrario, es el arribista capaz de saltar por encima de cualquier código para saciar su ansia de (más) poder. ¿Dos capos enfrentados? Violencia, violencia y violencia. Y en la descripción del impresionante catálogo de violencias que se despliegan en Ciudad muerta, Stevens es un maestro. A medida que leía la novela, y cuanto más se retorcían el argumento y los muertos, mi fascinación por el qué y el cómo aumentaban tanto que pasé de lectora a casi hooligan exigiendo más y más. Y el más y más llega. Y el más y más no decepciona. Y el más y más es más y más monstruoso y cruel que la monstruosidad y crueldad anteriores. Y más y más en un in crescendo hasta un final que cierra la historia de manera rotunda y coherente y ante el que me puse (literalmente) a aplaudir.

En Ciudad muerta hay tres tipos de mafiosos: los capos, los “alumnos aventajados” y los pobres esbirros. Y son estos últimos, los del escalafón más bajo, los subalternos que quieren ganarse “un buen puesto” en la organización, en los que Stevens se detiene provocándome una extraña adicción-fascinación. Charley Flowers es el paradigma de lo que pudo ser y no fue. Entró con buen pie a trabajar para Zucco, se le presumía una carrera ascendente (“había liquidado a su primera víctima a los diecisiete años”), pero cuando nos topamos con él malvive en un maloliente hotel con vistas a “callejones sembrados de basura”. Matón del sindicato lleva dos años sin recibir “buenos” encargos tras cometer un par de errores de principiante: no quitar el seguro al arma con la que iba a disparar a su objetivo, petrificarse ante él y recibir un balazo a cambio y no inspeccionar bien el terreno del siguiente asesinato por encargo y recibir un segundo disparo. Adiós expectativas, adiós “ascensos”, adiós fiabilidad, adiós reputación. De pistolero, a matón; de subalterno a sueldo, a cobrar por horas por pelarse los nudillos. Charley Flowers, caído en desgracia, incapaz de aceptar su descenso al purgatorio de los matones (el infierno hubiese sido una bendición), y esperando (¿infantilmente?) una nueva oportunidad.

Retrato del mafioso norteamericano Lucky Luciano
Lucky Luciano (Foto: ABC)

Harry Strega, por su parte, es el violento per se que toda organización mafiosa necesita. Huérfano de padres desde los cinco años y acogido en el hogar de una tía estoica que regentaba una pensión. Tras iniciarse en el “amor” y el sexo con una maestra de su instituto y ser abandonado por esta escogió ser “depredador, dejándose llevar por el imperativo biológico en vez de por la necesidad emocional, por lo que raras veces se vió conmovido y nunca afligido”. Desató su violencia innata en Vietnam (“cuando volvió a casa había sido tanto cazador como presa y sabía a qué lado de la barrera quería encontrarse en el futuro”): asesinatos, violaciones a menores, deshumanización, y su currículum y amoralidad visible le valieron para ganarse un puesto a las órdenes de Zucco (“abrió fuego una y otra vez, un solo tirón de gatillo por cada disparo. No sintió nada ni pensó en nada. Su voluntad se había disuelto y su intelecto, borrado. Era pura acción, una extensión de su ser atrapada en el tiempo”).

Los ingresos de Joe Zucco, mafioso y hombre de negocios “respetable”, proceden de la usura, la extorsión y el contrabando de tabaco, además de participaciones en clubs locales y de su negocio estrella: una empresa de pompas fúnebres con entierros “de dos por uno”, un método de inhumación infalible para cadáveres incómodos (“ataúdes con doble fondo en los que un difunto legítimo compartía espacio con el occiso”). Como buen potentado tiene esposa (inválida y muy bien cuidada), amante oficial y amantes de una noche a las que folla, veja, pega y mea para acto seguido enviar a los negocios de artisteo que derivan en prostitución de alguno de sus aliados en Nueva York o Las Vegas. Zucco tiene amigos que lo veneran como apóstoles al profeta (y, recordad, hace mucho, mucho, mucho ya hubo un Judas) y amigos con los que los negocios más descabellados son posibilidad de money, money, money (desde la “fabricación” (sic) de antigüedades a cobrar por la destrucción de libros nunca impresos). Y, sobre todo, Zucco tiene una reputación incólume de hombre rudo, violento, tiránico y efectivo, especialmente desde que años atrás, tras la traición de un asociado, convocó a la organización para exhibir su autoridad comiéndose (sí, comiéndose) ante ellos los sesos del cráneo del ya finado tras enviar su torso a la familia y sus extremidades a sus enemigos. ¿Dudas sobre las capacidades violentas de Zucco? Ninguna. ¿Dudas sobre la forma de alcanzar la gloria mafiosa? Tampoco (“el éxito en los negocios, según Joe Zucco, solo era posible mediante una combinación de miedo y respeto: miedo a la traición y respeto a las consecuencias”).

El por qué se desata la guerra entre Zucco y Machine es el de siempre: alguien quiere más, alguien se pasa de listo, alguien traiciona, alguien roba, (“la traición era antinatural y debía ser castigada. La avaricia era natural y debía ser contenida”) alguien mata, alguien tortura… Y para ganar la guerra sólo hay un método: ser más listo, golpear antes, robarlo todo, torturar más y de la forma más larga y cruenta posible (“manejando el cuchillo como si fuera el escarpelo de un cirujano, fue retirando rodajas de sus costados, de la espalda y los brazos, del abdomen. Apilaba cuidadosamente cada loncha de carne en el suelo, sobre la precedente”: sí, como si estuviésemos ante Hannibal Lecter preparándose una cena delicatessen) y asesinar sin que la conciencia se interponga ni en el lugar ni el momento (digna de El Padrino la escena de la ejecución). Y para ayudar a Zucco a ganar la guerra quién mejor que sus dos secuaces más motivados: Flowers, el de la última oportunidad (“-He tenido una mala semana. -Has tenido una mala vida”), y Strega, el cegado por la megalomanía, el convencido del ascenso meteorítico (“era una guerra y él era el soldado, pero esta vez no luchaba por su patria sino por sí mismo. Su recompensa sería el poder, el prestigio y todas las cosas que solo las grandes fortunas pueden proporcionar”). Un gallo viejo y un gallo joven dispuestos a todo para alcanzar, ahora sí, el sueño americano. Dos animales enjaulados en sí mismos y deseosos de romper todos los barrotes.

En Ciudad muerta Stevens no adorna las frases más duras, no las atenúa con adjetivos “blandos”, todo lo contrario: lo que quiere decir lo dice de la forma más bestia posible (bendito momento en el que la losa de la cancelación no existía). Es soez, es agresivo (“una docena de balas destrozaron su cuerpo, reventándole la espalda, la cabeza, los brazos, el pecho; desgarrando, arrancando, machacando”), es explícito (“tuvo visiones de su garganta abriéndose como un melón maduro, la sangre brotando a borbotones, relucientes y cálidos torrentes derramándose en cascada, arrastrando pedazos y jirones de piel arrancada de su cuerpo lacerado”), es inmoral con las mujeres (“el sexo lo volvía todo ilógico. A cambio de un poco de sexo tenía que renunciar a su tiempo, su libertad, su vida. Se veía obligado a escuchar sandeces, ver sinsentidos, enredarse en juegos…”), es feroz (“para empezar te dejaremos tullido. Te rebanaremos las orejas y te echaremos ácido en los ojos. Te cortaremos las manos, las desmembraremos y les enviaremos los pedacitos a tus parientes”), es irreverente (“Adán debería haberse limitado a meterle la polla en la boca a Eva y dejar que se la chupara”). Todo ello marca el endiablado ritmo que Stevens precisa para plantarse ante el clímax final (doble, no voy a hacer espóiler) con unas dosis últimas de brutalidad suburbial, impiedad y amoralidad con las que cerré enfervorecida la lectura.

En la biografía del autor que Sajalín ofrece, Stevens afirma: “Me han disparado, apuñalado, apalizado, gaseado, pateado, azotado, encarcelado y tirado ácido encima. He olido la muerte, visto su sombra y oído su aullido. La violencia ha sido mi pan de cada día desde pequeño, y algo sé sobre ella. Y también sobre el lado siniestro de la violencia, aquella que llevamos dentro. Está justo por debajo de la superficie, al acecho, siempre dispuesta a aplastar y destruir”. Sin duda todo ello está en esta adictiva Ciudad muerta para la que tengo una única advertencia: ánimas en exceso sensibles, abstenerse.  

Retrato del escritor norteamericano Shane Stevens

Coda: En La mitad oscura Stephen King rinde homenaje a Shane Stevens incluyendo al mafioso Alexis Machine como personaje de los libros de crímenes que Thad Beaumont escribe.

Portada del libro Ciudad muerta, de Shane Stevens. Editorial Sajalín, 2023

Ciudad muerta, Shane Stevens. Traducción de Óscar palmer. Sajalín, 2023.