Exactamente hace una semana terminaste el día en un sorprendente antro del distrito de Roppongi. No lejos de la torre de Tokio ni de tu hotel de cinco estrellas en Akasaka, pero al menos tú no sabías cómo llegaste allí ni cómo volverías.
Ahora sacas la botella de tequila añejo y te sirves un chupito en una ridícula copa de Oporto. No es suficiente y cae una y otra, al ritmo pesado del “Aenima” de Tool, un álbum de metal noventero balsámico para exorcizar los demonios que hayas acumulado.
Porque tu mujer se ha largado. Y no con otro, lo ha hecho lejos de ti harta de discutir y de intuir que tienes una vida oculta, que la mientes cada vez que viajas.
Pero hace una semana fue diferente.
No recuerdas gran cosa, pero te acompañaban tres tipos que siempre viajan juntos. El gerente de una bodega que pontifica cuando habla, uno de una asociación sectorial que ya peina canas y mantiene la aparente motivación y un director de exportación, joven y aguerrido, a quien las noches no parecen pasarle factura a pie de stand.
Varias noches dejándote llevar, porque ellos conocen la ciudad y tú eres un neófito.
El día anterior, el bodeguero y tú estuvisteis tomando un bourbon y fumando un habano – él – en el club de fumadores Le Connaisseur, cercano al hotel, un elegante local de madera oscura con luces tan bajas y jazz tan envolvente que le escuchaste sentar cátedra sobre el libre comercio, la reducción de aranceles, el peligro del intervencionismo público y posiblemente los onigiris y origamis. Perdiste la noción de tiempo, asintiendo y supuestamente ganándote su confianza.
La camarera japonesa vestía una camisa blanca de caballero, satinada y de cuello alto con esos picos que tanto te gustan. Posó una rodilla sobre el suelo, servilmente, dejando la otra en alto. Sirvió el bourbon. Volvió. Abrió la caja, la mostró, acercó el habano con su levita, el bodeguero asintió, ella cortó la punta del puro con las tijeras y lo encendió. Él asintió, domo arigato gozaimasu.
– ¿Ves? Aquí todo es a un nivel superior. Este país… – dijo ufano antes de dar la primera calada, recostado en la butaca.
La cuestión es que tu mujer y tú no os soportáis y posiblemente un final traumático sea lo más indoloro. Vergonzoso pero sin feas cicatrices, una herida limpia.
La cuestión es que la noche de autos te encuentras en un club de Roppongi. Música electrónica. Modernos japoneses de las últimas tribus inimaginables se mezclan con occidentales que pasean su exotismo con estúpido orgullo. Miradas desdeñosas. Luces psicodélicas y casi psicotrópicas en óvalos azules que se desplazan por muros y pantallas gigantes.
No pierdes de vista tu chaqueta, todo controlado. Lo estáis pasando bien, estáis hablando con algunas conocidas de la feria.
Sin embargo, a uno de los tres mosqueteros se le ocurre cambiar de local. Saben de otros sitios, cambio de registro.
En la calle el de la asociación sectorial se viene arriba, ríe y habla a un volumen fuera de lugar para un país tan cívico.
– Hola, ¿cómo va la noche? – se acerca una diminuta rubia que no sabéis de dónde ha salido.
– ¿Pero tú hablas español?
– Soy porteña, ¿vos qué creés?
Y tras un intercambio de lugares comunes entre el alegre canoso del flequillo y la orgullosa argentina, estáis ascendiendo a la cuarta planta de un edificio en un ascensor plateado. Se abre la puerta. Sin pasillo, a la derecha hay una barra, la iluminación es tan oscura que apenas se distinguen los cuerpos de las chicas que deambulan por la sala.
Amagáis con quedaros y el bodeguero decide marchar.
Ya en el ascensor y en la avenida, ella os reprocha que no hayáis tomado una cerveza. Es un desplante, una falta de respeto y una pérdida de comisión.
Cruzáis dos semáforos y, en los bajos de un edificio que podría estar en Harlem, East Village, Portobello o el barrio rojo de Amsterdam – escalera arriba a la vivienda y escalera abajo a estancias u otra propiedad por debajo del nivel de la calle -, encontráis un bar en el que os abandona sin más. Sin aparente rencor por no haberos sacado unos cientos o miles de yenes.
Cruzas el umbral con prudencia, el antro tiene una visibilidad mayor que el pseudoburdel anterior pero las mujeres que pululan por él no parecen japonesas. Diríase que tras los vodkas que llevas, asemejan ser amazonas de una raza híbrida indeterminada.
Cómo te gustó siempre la mezcla, la fusión, el coupage, el melange, la jam session, el mestizaje.
Las amazonas parecen del sudeste de Asia, pero son altas y corpulentas y algunas tienen labios y pómulos y cabellos que te retrotraen a otras latitudes, a África central o a Estados Unidos y esas negras voluptuosas de cabellos cobrizos.
Desconcertado, te abalanzas sobre la barra de madera. Ganas la posición como un pívot de baloncesto y de ahí no te moverán. Te gusta viajar pero te temes, temes perder la voluntad… o recuperarla.
El elegante secretario de la asociación te abraza, sonríe, te cuenta confidencias en teoría divertidas, le ríes la gracia, sigues bebiendo y él mesándose el flequillo. Dicen que los individuos de pelo blanco no se quedan calvos, ¿viste alguna vez un calvo con la coronita completamente blanca en edades todavía de andar pendejeando por ahí? No, ¿verdad? Pues piensa qué prefieres.
“Calvo o como Richard Gere, ésa es la cuestión”, estás pensando cuando ves al fogoso y descarado director de exportación merodear junto a una mujer esbelta en medio de la pista.
Casi tan alta como él, el tipo da vueltas alrededor de ella con su vaso y su cretina seguridad. La toca abajo, le palpa los bajos dos veces, como el doctor que da dos toques a ver si encuentra un tumor, y dice:
– Tiene sorpresa, tiene cacahuete. ¡Tiene cacahuete! – celebra el muy cabrón.
Y por esas normas no escritas, esos usos consuetudinarios de machos decadentes, quien más quien menos ríe o sonríe.
La fiesta continúa y posiblemente te preguntas qué haces allí y por qué estás con esa gente.
Lo único cierto es que una semana después tu mujer ha dado el portazo. Te ha dicho que busques un apartamento y se ha llevado el niño a casa de sus padres.
Conectas un CD de The Chemical Brothers, tienes ya cuenta de Spotify, que se acaba de fundar, pero la música en streaming todavía no es común y te gusta la parafernalia y el culto al objeto, el libro, las fotografías, las letras, el diseño gráfico de portada. Preferías los vinilos pero es lo que hay.
Hey girls, hey boys, superstar Djs, here we go!
Se repite una y otra vez. Te levantas, subes el volumen, mueves la cabeza y crees bailar. Beats colosales pero estás solo. Posiblemente lo que siempre buscaste.
El joven que toca el cacahuete de la mujer ha perdido protagonismo y ahora es una rubia de pelo rizado, afroamericana mestiza, que no ofrece problemas de comunicación como las tailandesas, filipinas o indonesias, quien está centrando las miradas.
Sabe que tienes miedo y por eso ajustas tu culo a la barra pero tu amigo, el tertuliano de la Organización Mundial de Comercio, el más noble de todos los bodegueros, el que tiene un vino de una excelente vulgaridad pero habla como si Robert Parker hubiera muerto de un orgasmo bebiéndolo… Tu amigo le está hablando a la Beyoncé de Roppongi al oído.
Vestido de lamé rojo, corto y ajustado. No puede ser real, ésta no puede no ser una mujer. Es una bella mujer. La observas con atención, la escrutas mientras el presuntuoso y barbudo bodeguero se acerca a su oreja. Para vosotros Beyoncé ha ganado ya varios Grammys, pero para ella sois dos paletos más con ganas de experimentar, de llevaros una sorpresa o de confirmar la homosexualidad que siempre sospechasteis.
Los hombres que saben dónde van no palpan cacahuetes ni cuentan su patética vida al oído de un transexual. Esa es la mayor verdad que te llevas de esa noche.
Esa y que súbitamente Beyoncé está metiendo una lengua gigantesca en la garganta del inefable gurú de los vinos, que no se achanta, que es un hombre, que quiere una vez más enseñarte lo que es la vida y lo mucho que él domina. Y, como por arte de magia, sin despedirse desaparecen.
Piensas en la película de Disney “Aladdin”, supones que allí también desaparecían los personajes volatilizados. Al menos, el genio.
Vuestro genio se ha largado y el joven aficionado a los frutos secos toma un taxi para bajar a Shibuya. Habló con alguien.
El venerable compañero de la asociación, templado después de infinitas batallas y con tres hijos a cuestas, decide regresar contigo al hotel.
Al extender la mano para pagar al taxista, de la cartera le acerca un billete de 5.000 yenes y entre los dedos sale disparado un preservativo que cae sobre el manto de ganchillo blanco que cubre el respaldo del asiento izquierdo delantero. El conductor, como todo japonés educado – y eso es consustancial al carácter nipón -, no experimenta ni el más mínimo cambio o movimiento en su pupila. El condón vuelve a la cartera de tu compañero y nunca ocurrió.
En la habitación del hotel te hundes en el sofá y adormilado sientes la tentación de comprobar si tu verga sigue ahí. Snacks de pescado deshidratado en una mano, tienes sueño pero suena el teléfono.
De repente, no sabes por qué, estás esperando en la puerta de tu amigo el bodeguero, que tanta ascendencia tiene sobre ti y a quien nunca dices no para no desagradar ni debatir, aunque te parece un arrogante prescindible, una anécdota más en tu camino.
En la habitación te ofrece una cerveza Kirin y Beyoncé sonríe desde la cama. Está cómoda con una camiseta larga de Earth, Wind & Fire. No sabías que a él le gustaran esos sonidos.
Sonríe y lo hace con una mirada desvaída, bobalicona, los labios algo resecos y los grandes pómulos trigueños ahora parecen los de una mofletuda enfermiza a punto de vomitar, entre amarillentos y blanquecinos.
– ¿Qué le has dado?
– Should you mind approach here, gentlemen? – acierta a balbucear esa gloriosa mujer.
Tu amigo sonríe y tú dudas.
Se incorpora y te baja los pantalones, te tumba junto al hombre barbudo y sus ojos marrones te sonríen lo que los estupefacientes pueden permitir. Os come las pollas. No cierras los ojos para vigilar al compañero. No te fías.
Se mueve lentamente, probablemente el colocón que lleva no le permite más. Sólo pides que no vomite. La agarras los brazos echada sobre ti, tersos y musculosos por debajo de las mangas.
De repente os incorpora manipulándoos por la cadera como a dos crash test dummies, primero a él, y os voltea dejándoos a cuatro patas.
Y es ahí cuando comprendes todo, cuando comprendes que todos tus viajes te han llevado hasta aquí, a ser dominado por un atractivo transexual americano a quien tú nunca quisiste molestar ni conocer. Todo por este gilipollas que lleva cinco años a la bronca con su mujer.
Os van a sodomizar y el otro no parece nervioso. ¿Qué diablos haces aquí?
Cuando sientes el miembro de Beyoncé detrás, cierras los ojos por primera vez en la noche.
Tenías todo tan controlado.