Señales de golpes en la espalda, un sujetador azul, la mirada entre triste y perdida, un rouge de labios que acentúa la tristeza, el beso a una niña pequeña que duerme, la puerta que se cierra y la oscuridad de la noche. La noche de la ciudad santa de Mashhad, la noche del bullicio en la calle, la noche solitaria en la periferia, la noche que augura un destino maldito mientras ruge una moto.

La noche terminó cenando y bebiendo a las intempestivas once frente a una mesa en la que expandía su halo el mítico Panenka, rodeado por su cohorte de atractivas mujeres rubias arrebujadas en pieles. Incrustadas, apretadas, dibujadas, deseadas en pieles.
Panenka es un loco que un día se saltó las normas y se jugó la gloria y el destierro a cara o cruz y ganó. En las cosas importantes no cabe la tibieza.

Creo que los que estamos locos por los libros y las películas quisiéramos que no desapareciera nada de los libros y las películas que nos gustan. Nos gustaría que Rocinante estuviera vivo todavía y, si se conociera, que también estuviera en pie la casa en un lugar de la Mancha de donde salió Alonso Quijano. A veces se llega al extremo (cuando han pasado suficientes siglos de olvido) de señalar tal lugar como si fuera el lugar de tal libro, así ya no lo sea. Yo creo que tenemos razón cuando defendemos esas nostalgias, pero quizá otras gentes tengan razones mejores que las nuestras para no preservarlo todo.

Ella devuelve las pelotas con parquedad y esa cortesía que permiten los monosílabos. Se entretiene observando el extrarradio anaranjado de la ciudad, los edificios lejanos y las planicies de tierra, margaritas y basura próximas a la M-40.

Una furgoneta amarilla conduce muebles a alguna parte, unas cuerdas sujetan la puerta, el conductor sacude la cabeza rítmicamente. Le dejan atrás y el taxi alcanza velocidad, en la radio resucita una copla.