Pocas personas más apasionantes que el “doctor” Hunter S. Thompson. Por su vida y por su obra. Por lo bueno y por lo malo. Vivió como escribió, al límite y sin censuras. No sé si un personaje como él hubiera sido posible en estos tiempos, donde lo políticamente correcto tiende a devorar cualquier amago de salirse del camino preestablecido.
Autor: J.DíazdeCerioJackson
Los diarios que relatan nuestra vida están escritos con letras, imágenes y notas de música. Un beso. Un baile. Aquel poema que escribimos a nuestro primer amor. Esa película que nos dejó sentados en la butaca a pesar de las miradas del acomodador. El libro que desearíamos haber escrito. Nuestro viaje al portal de tus padres. El Muro de Berlín que construyó a su alrededor cuando todo terminó. Y, cómo no, las canciones que se adhieren a cada momento y del que ya nunca se despegan.
Me asustan los vacíos tan marcados
que dejas por la casa como señales,
recuerdos vivos de la fragilidad de las cosas.
Y ya sabes
que a mí me gusta acabar los poemas
con el verso perfecto,
eso que empieza en un papel
y acaba en tu boca.
Todo podría empezar con el continuo roce de sus manos camino del amanecer. Sin miradas de por medio. Ignorando si la experiencia es compartida o si para ella es un mero reflejo por el cansancio acumulado durante una noche de bailes y pastillas. El tacto de sus dedos, devorándose en movimientos circulares, hasta llegar a sentir un orgasmo epidérmico de origen desconocido. Un ovni sexual.
Los caracoles, una vez finalizada la tormenta, asomaban sus cabezas viscosas y comenzaban a desfilar parsimoniosamente por el jardín. Y nosotros sentados en la parte de atrás. Tú con tus pies descalzos apoyados en la mesa de cristal, esos pies maravillosos que sabían a vino y portada de revistas.
– ¿Por qué no nos quedamos aquí toda la vida? Sentados en esta roca.
Una cría de cangrejo se asomó y juraría que me guiñó un ojo. Definitivamente no podía creer en mi suerte. Y eso sabía que no era una buena señal.
Entraba en la habitación con las venas hinchadas y con tu sonrisa enferma y un aspecto moribundo conseguías que te acariciara los pies y no me separara de tu lado. Y olvidaba las verdades o mentiras que segundos antes había desentrañado…
Durante uno de los ensayos, Eddie Vedder se encontraba en un rincón del estudio y, al escuchar Hunger Strike, se acercó tímidamente al micrófono para acompañar a Chris Cornell con los versos going hungry. Cornell le siguió con las notas altas y el resultado fue asombroso. Chris sintió que la voz de Vedder era la más adecuada para los bajos de la canción y le propuso convertir el tema en un dúo vocal.
En 1884 el poeta francés Paul Verlaine publicó un libro de ensayos al que llamó Los Poetas Malditos (título inspirado en el poema Bendición de Charles Baudelaire). En ella relataba el estilo y vida de seis poetas, el más reconocido Rimbaud, llegando a la conclusión de que el enorme talento que atesoraban fue también su perdición.
Pausado, se dirige al icónico sillón 720 Lady Marco Zanuso con tapicería a cuadros en blanco y negro. Se ajusta el traje de confección oscuro a rayas de doble botonadura y, dejando el sombrero trilby o fedora (eterna discusión) en los brazos del mueble, se sienta como el profeta Elías.
Empequeñezco. Enmudezco.
Una tarde de marzo del año 2000, bajo el cielo angelino que irradiaba Los Feliz, me encontraba leyendo en un coffee shop (lugar idóneo para trabajar en proyectos ilusionantes o aparentar para noches apasionantes) el LA WEEKLY, un periódico cultural y gratuito de tirada semanal. Al llegar a la sección de literatura me topé con un artículo sobre una novela de reciente publicación.
Las listas, ya sean acerca de las cosas que deseamos hacer antes de morir, de la compra o sobre cualquier cosa que imaginable, nos acompañan desde la escritura misma. En ocasiones son salvavidas contra el olvido. Otras veces un reflejo de nuestra vanidad. Ya sean los amantes con los que soñaba Marilyn Monroe llevarse a la cama, el Canon Occidental del petulante Harold Bloom, o la lista de canciones que grabábamos en un casete para encandilar a la compañera de clase sentada a nuestra derecha.
… Custodiados por cómplices crepusculares
nos fugamos a cincuenta metros cuadrados de la vetusta ciudad.
Allí, entre paredes naranja memoricé tu cuerpo trigueño
recorriendo los senderos que fluían a los atajos más profundos.
… Estuve esperando en la fila, con pose beat, mi turno para entrar. Inquieto. Huérfano de un libro de Kerouac o Allan Ginsberg con el que escudarme y proyectar a su vez una falsa aura de intelectual despreocupado con ganas de entrar al ring para disputar una velada amañada. En esta ocasión mi única compañía eran una vieja libreta y un bolígrafo, ya que tenía que escribir un artículo del concierto para la revista de mi universidad.