Empezar una novela de Chris Offutt es como saltar desde un trampolín olímpico, no se puede empezar “de a poquito”: en unos segundos quedas completamente sumergida. Primer capítulo, 3 páginas: un personaje, una colección de sueños rotos y de contradicciones morales, cierto hastío vital epidé(r)mico, la tan cotidiana necesidad de evasión y el capitalismo más impúdico expulsando a los no elegidos.
Autor: Gema Monlleo
Abandonar la razón, el ventrículo derecho, las pestañas húmedas de hiel. Pronunciar los nombres, las demoras, los afectos. Ladrar seis veces perdiendo los miembros, la retina, los rizos, la médula, un gemido, la fe.
Mary, la huérfana. Mary, la medio hermana. Mary, el ojito derecho papá William Godwing (y también su seguro de vida económico una vez se escapa con Percy B. Shelley). Mary, la que gustaba de encerrase a leer en el cementerio junto a la tumba de su madre (Godwing la enseñó a leer siguiendo las letras de la lápida de Saint Pancras): “los cementerios le pertenecían por derecho de escritura, eran su zona literaria”. Mary, la amazona precursora de la sci-fi. Mary, la del respeto a la muerte desde el no-temor a la muerte.
“Abrí la puerta. No había nada. Me había puesto mi paracaídas. Mi paracaídas singular se abrió. Como los hormigueros en primavera. Como el vientre de la nieve cuando recibe a los jinetes. Salté. Sin prisas. Para abrazar aviones. Porque sí. Con toda la razón del mundo. Con todos los papeles en regla. Un salto impetuoso. Sin memoria. Un salto…
¿Qué hace Yvan de Weil (Fabrizio Rongione), un banquero de la banca privada suiza, acompañado por su esposa Inés (Stéphanie Cléau) en la Argentina de los 80? Como dice el refrán, seguir al dinero.
“¿Conoce África una canción sobre mí?”
Hoy no escribo una reseña, ni una crítica, ni una crónica, ni un poema. Hoy escribo una carta de amor. Una carta de amor a Karen Blixen.
Cerrar un libro y querer volver a empezarlo. En el mismo momento en que lo cierras. Decirte “ni hablar, yo de aquí no salgo”. Imaginar que todavía no conoces a Eileen, Cowboy y Jim (a Sandino sí, claro) y que vas a poder (re)descubrirlos poco a poco y otra vez.
Liliana Torres (Vic, 1980), en su segundo largometraje «¿Qué hicimos mal?» tras la multipremiada «Family Tour» (Atlántida Film Fest, entre otros), regresa a sí misma en este true-life-docu-ficción en el que intenta responder a LA pregunta: ¿por qué desaparece el amor?¿Qué no nos contamos, qué no alimentamos, en qué (quién) nos convertimos al (des)amar? ¿Qué hicimos mal?
(Me he enamorado de Sera, la prostituta de Las Vegas. Sera, que llegó a la ciudad de los neones huyendo de un chulo que la maltrataba y quien, Mercedes amarillo mediante, regresa para someterla de nuevo.)
El mejor Offutt regresa a Kentucky, a las montañas de los Apalaches, al barro que succiona las botas, a las puertas mosquitera y las armas como prolongación natural de las manos. A las lechuzas, las serpientes, las zarigüeyas, las mulas como poste (sic) de un porche…
1925, un rancho en Montana, una familia disfuncional en lo emocional, una mujer alcohólica, un suicida ausente, un cowboy difunto, un adolescente casi andrógino, un paisaje entre la aridez extrema y la exuberancia sthendaliana, animales sexuales, vaqueros como animales, la contención y el trauma, la veneración y lo enfermizo. Y el erotismo.
Es difícil escribir sobre Petite maman (2021, Céline Sciamma) sin desvelar ningún misterio (no los llamaremos spoilers, aquí son misterios) y, lo que es más importante, sin mentir. Y es que en la mayoría de resúmenes o reseñas que he leído se miente flagrantemente.