Citizen Saint, cine mayúsculo y santidad hoy

Una cruz (que no es tal cruz) en lo alto de una cuenca minera con un Cristo (que tampoco lo es) presidiendo la colina. Esta es la primera imagen de la hipnótica Citizen Saint (Tinatin Kajrishvili, 2023), película georgiana que nos habla de la necesidad de creer, del imperativo de sostenerse en lo “elevado” como refugio existencial. Una historia-fábula que se percibe como creíble a pesar de su inverosimilitud (si en nuestra tradición católica hubo un Dios que murió en la cruz, ¿por qué no podría aparecer un santo crucificado vestido de minero en una loma agujereada?). Mi fe y mis liturgias pasan muchas veces por el cine, y en la oscuridad de la sala la alegoría de la salvación (y de la condena) de Kajrishvili me vistió con el casco iluminado de los que caminan por la oscuridad, las profundidades y las tinieblas.

En Citizen Saint no hay un monte Calvario, pero sí un pedestal en un peñasco entre las llanuras rocosas. En Citizen Saint no hay una cruz sino un enorme y desbastado poste en forma de T. En Citizen Saint no hay un dios semidesnudo sino un (bello) hombre vestido de minero que, según se nos cuenta, se convirtió en piedra, en escultura, tras los tres primeros días de crucifixión. En Citizen Saint no hay apóstoles pero sí un guardián del santo (el triste y anciano Berdo -Levan Berikashvili- que malvive en un túnel abandonado tras el derrumbamiento en el que falleció su hijo -¿trasunto de Lázaro?-). En Citizen Saint no hay plañideras pero sí mujeres de negro que oran al santo con la devoción de quien espera un milagro (la esposa de Berdo -Lia Abulazde-, que desea el retorno de su hijo; la restauradora local, Mari -Mari Kitia-, que pide la curación de su marido, tullido, tras el mismo accidente). En Citizen Saint no hay fieles, hay mineros que cada día antes de bajar a la mina imploran, devotos, al santo su protección.

¿En Citizen Saint no hay comerciantes en el templo? ¿En Citizen Saint no hay Judas? ¿En Citizen Saint se reproduce el Martirio?

Cuando descienden la cruz del pedestal para restaurarla en el museo local de la minería (con pinturas “pantocráticas” de adoración a su sustento), el santo desaparece a la vez que un joven ¿mudo?, ¿silencioso? (George Babluani), del que brotan estigmas, emerge en las inmediaciones de la mina. ¿Es el Santo encarnado en ciudadano santo? ¿Es un mesías adhoc para las necesidades de esa triste comunidad? ¿Es el autor de los pequeños milagros que se producen en ese paisaje agreste, de tintes distópicos? ¿Es desde su silencio desde donde el nuevo profeta salvará a los vivos y a los muertos (y pienso en la surreal e hipnótica secuencia del encuentro con los mineros fallecidos)? ¿Es un hombre, al que una sensual y desesperada Mari (¿María Magdalena?) tienta desde la carne, o es un santo?

En la respuesta a estas preguntas está el desarrollo de la historia, una historia tan contemporánea como atemporal. Una historia que apela a la necesidad humana de creer desde la fe o desde la pura superstición. Una historia sobre el apego a lo divino por la vía de la infelicidad. Una historia en la que la desconfianza tras las confesiones se torna en una macabra visión del enemigo. Una historia sobre bendiciones, dádivas y traiciones. Una historia sobre el poder, no sólo el poder de la religión, sino el poder de dominar al otro a través de la religión.

En Citizen Saint las minas de Chiatura (Georgia) lucen magnéticas y grises monocromáticas gracias a la bellísima fotografía de Krum Rodriguez, que combina el retrato de planos alusivos a la clásica iconografía pictórica religiosa (la ofrenda de una oveja, los pliegues infinitos de las sábanas del museo donde se deposita la cruz…) con otros de procesiones mineras en las que la luz del casco es el lugar desde donde se iluminan las escenas. Oscura, a diferencia del luminoso blanco y negro de Cold war (Pawel Pawlikowsk, 2018), para acentuar el tenebrismo de unas profundidades de la tierra que parecen haber conquistado el exterior del mismo modo que los árboles del bosque de Birman parecían revivir en Macbeth (Joel Coen, 2021). Fotografía subrayada por una banda sonora (Tako Zhordania) que tañe y retruena y esculpe con su partitura, coral y eurípida (la tragedia de Medea sobrevuela la película), la mirada pétrea del ciudadano santo y evoca la devastación y la tristeza de toda la comunidad. Kajrishvili viste el filme de una solemnidad etérea y aúna en su película ecos tanto de Béla Tarr como de un contenido dramatismo del neorrealismo italiano (¿podría ser Mari una Ingrid Bergman coetánea?), tintes de la tragicidad de Andrzej Wajda y un cierto minimalismo a lo David Lynch en El hombre elefante (1980) o a lo Wim Wenders de El cielo sobre Berlín (1987).

Viendo Citizen Saint me sentía como una viajera en el monorraíl oxidado de esa lúgubre mina que alumbraba tanto la necesidad de esperanza como la tan humana mezquindad, presa de la pequeñez del individuo frente a la divinidad, desolada ante las frustraciones de unos personajes con los que me identificaba en un extraño y promiscuo baile de parejas arquetípicas (el traidor, el autoritario, el necesitado, el culpable, el frustrado…), deseosa de que la tragicidad y la desolación no desembocasen en un final que habla más de nuestros mortales miedos e incapacidades que de la magnanimidad divina. ¿Qué ocurre cuando el milagro que se nos ofrece no es el que habíamos demandado? ¿Estamos dispuestos a aceptar un dios que no es (como) el que habíamos esperado?  Preguntas de incómoda respuesta que sobrevuelan el poso dejado por la película.

Gema Monlleo

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Un comentario Agrega el tuyo

  1. dovalpage dice:

    La busco y la veo. Gracias, Gema, por tus excelentes reseñas de libros y de cine.

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