Desnudo
En la orilla de este río,
viendo cómo el viento agita
las lentejuelas de los chopos,
hay unas ganas acuáticas
de despojarse de todo
y mojarse de soledad,
de sentirse isla en el monte
y empaparse del fracaso
del yo al levantar vuelo,
de saber a los demás lejos
y convertirse en su olvido.
Pero, como hoja trémula,
de ese empuje sólo brota
una lágrima que no puede
esconderse del presente,
que desea llorar contigo.
Desprevenido
Llegaste desde donde
se pone el sol,
solitaria y blanca,
con una fuga de amor
en los ojos,
a mi frágil
fortaleza de silencio.
Y ahora que
tu mirada ha colmado
el aire de palabras
nunca oídas por mí,
no sé qué hacer
con la pena
que me falta.
La eufonía de tu nombre
La flor de tu nombre evoca
aromas de prehistoria.
Tus sílabas, como dos
expresivas serpientes,
con sus meandros siguen
el cauce de la naturaleza,
y al ser pronunciadas
desvían el centro
hacia su dicción.
Decir tu nombre es viajar
al tiempo de los días claros.
Repetirlo, afirmar la tierra
de antiguos pobladores.
No quiere el aire sino
la resonancia de tu
denominación,
espejo carmesí
donde se miran
los habitantes del campo.
Tu nombre se basta para
darte forma y envolverte
de por vida en su olorosa
capa de sabrosas letras.
Ordalía
El acusado agarró el periódico.
Después de unos segundos, al soltarlo,
su mano palpitante echaba humo.
En el diario, la presunción de inocencia
había desaparecido.
Julio Ramón en París
En una templada tarde de otoño
de principios de los sesenta,
un tipo flaco deambula por la ciudad.
Detrás de él, mientras observa
distraído las tiendas y a la gente,
su soledad le vigila.
Pero no le importa.
El hombre busca la idea, el tono,
la inspiración y su beneficio.
Como un sonámbulo, llega al Sena,
ve un cadáver flotando río abajo,
y al fondo, sobre el puente,
los gallinazos sin plumas
acuden a su festín.
Le invade un reconocible asco
y sigue caminando sin rumbo.
Unos edificios, no sabe por qué,
le recuerdan a las viejas casas de Lima,
ya sólo esplendorosas en la memoria
de los ancianos.
Algo cansado, se sienta,
a pesar del creciente fresco,
en la terraza de un café.
Se enciende un Gauloises,
pide una botella de Saint-Emilion,
y, ante sí, deja pasar el mundo
y su gloria.
De vuelta a su estudio,
con la tristeza del vino dentro,
empieza a caerle poco a poco
una importada garúa.