Cinco poemas, de Rafael Martín-Calpena

bosque de chopos - rafael martin-calpena

Desnudo

En la orilla de este río,

viendo cómo el viento agita

las lentejuelas de los chopos,

hay unas ganas acuáticas

de despojarse de todo

y mojarse de soledad,

de sentirse isla en el monte

y empaparse del fracaso

del yo al levantar vuelo,

de saber a los demás lejos

y convertirse en su olvido.

Pero, como hoja trémula,

de ese empuje sólo brota

una lágrima que no puede

esconderse del presente,

que desea llorar contigo.


Desprevenido

Llegaste desde donde

se pone el sol,

solitaria y blanca,

con una fuga de amor

en los ojos,

a mi frágil 

fortaleza de silencio.

Y ahora que

tu mirada ha colmado

el aire de palabras

nunca oídas por mí,

no sé qué hacer

con la pena

que me falta.


La eufonía de tu nombre

La flor de tu nombre evoca

aromas de prehistoria.

Tus sílabas, como dos

expresivas serpientes,

con sus meandros siguen 

el cauce de la naturaleza,

y al ser pronunciadas

desvían el centro

hacia su dicción.

Decir tu nombre es viajar

al tiempo de los días claros.

Repetirlo, afirmar la tierra

de antiguos pobladores.

No quiere el aire sino

la resonancia de tu

denominación,

espejo carmesí

donde se miran

los habitantes del campo.

Tu nombre se basta para

darte forma y envolverte

de por vida en su olorosa

capa de sabrosas letras.


Ordalía

El acusado agarró el periódico.

Después de unos segundos, al soltarlo,

su mano palpitante echaba humo.

En el diario, la presunción de inocencia

había desaparecido.


Julio Ramón en París

En una templada tarde de otoño

de principios de los sesenta,

un tipo flaco deambula por la ciudad.

Detrás de él, mientras observa

distraído las tiendas y a la gente,

su soledad le vigila.

Pero no le importa.

El hombre busca la idea, el tono,

la inspiración y su beneficio.

Como un sonámbulo, llega al Sena,

ve un cadáver flotando río abajo,

y al fondo, sobre el puente,

los gallinazos sin plumas

acuden a su festín.

Le invade un reconocible asco

y sigue caminando sin rumbo.

Unos edificios, no sabe por qué,

le recuerdan a las viejas casas de Lima,

ya sólo esplendorosas en la memoria

de los ancianos.

Algo cansado, se sienta,

a pesar del creciente fresco,

en la terraza de un café.

Se enciende un Gauloises,

pide una botella de Saint-Emilion, 

y, ante sí, deja pasar el mundo

y su gloria.

De vuelta a su estudio,

con la tristeza del vino dentro,

empieza a caerle poco a poco

una importada garúa.