La mar de indignada: hostelería y noche por José Luis Manzano

La mar de indignada

Sonia está indignada. Le esperan siete horas por delante currando a toda castaña porque
faltan dos bármanes del turno de noche. No es la primera vez que le ocurre, pero tal vez sea
la última… Está tan harta de salvar el culo a los demás y no recibir premio alguno. Joder.

Va a pencar por tres en la discoteca y por la mitad de sueldo que le correspondería, ya
que cobra lo estipulado en su contrato a tiempo parcial como ayudante de camarero, muy
por debajo de las horas que efectivamente trabaja y de su desempeño real. A decir verdad,
raras veces reclama el pago de horas extras o modificaciones en su rango porque Alberto,
responsable de la discoteca y encargado del personal (y que le dobla la edad), le suele dar
largas con excusas baratas mientras le observa embobado el escote. Otra cosa insoportable
de su estajanovista curro: el baboseo al que ha de enfrentarse no pocas noches.
En las primeras horas, como apenas hay clientes, Sonia se dedica a labores de
intendencia: reponer licores en baldas, arrastrar cajas de cerveza, depositar cartuchos de
monedas en la caja registradora, cortar fruta en rodajas para aderezar bebidas y limpiar un
sinfín de vasos de tubo con el estropajo. Entretanto, va mirando por el rabillo del ojo el
móvil, en concreto el grupo de trabajo del Whatsapp. Los barman absentistas escriben sus
razones (o pretextos) para librarse de su obligación: uno que le duelen las lumbares; otro
que si padece migrañas…

¡Qué cuajo! Ni siquiera se ofrecen para aliviarle turnos en noches venideras. ¡Esto es el colmo!

Harta de paripés, ella termina poniendo: «Y yo tengo un dolor menstrual del carajo y
estoy dando el callo. Idos a la mierda, desgraciados». Acto seguido, sale del grupo y
bloquea los contactos.

Aunque le acompaña un insoslayable sentimiento de responsabilidad desde que se
emancipó a los veintidós años y está orgullosa de ganarse el sustento con sus propias manos
a los treinta, entiende que si no fuera por el pago de la hipoteca, dejaría a Alberto en la
estacada. Es más, si le saliera empleo de psicóloga (carrera en la que obtuvo excelentes
notas y que aún no ha podido ejercer), enviaría al infierno a la manada de mocetones que ya
se agolpa ante la barra pidiendo apremiantemente consumiciones, ansiosos de pillar una
buena cogorza.

Conque Sonia se pasa más de cuatro horas atendiendo sin apenas minutos para ir al baño
o fumarse un pitillo. «No llega el ron cola, joder». «Espabila y sírvete una ronda de
chupitos de tequila». «Un vodka con naranja y rápido». Entre la estruendosa música y la
proliferación de quejas, le estallan los oídos y le hierve la sangre y se la llevan los
demonios. Debería cobrar complementos por aguantar altos decibelios y expresiones de
desdén de tanto mendrugo, cavila ella al repartir una hilera de posavasos con sus
correspondientes combinados, resollando pero permaneciendo callada; si bien,
seguramente, la marchosa clientela aprecia el agotamiento en su cara mustia y su creciente
enfado en los feroces bufidos que lanza de vez en cuando. Bueno, de todos modos, tampoco
cobra plus de atención al público, sigue reflexionando al cortar rodajas de limón a
contrarreloj. Las sucesivas rondas de tequila la desbordan y está a punto de cortarse los
dedos húmedos con el cuchillo.

Por si fueran pocos ingredientes en la coctelera, Sonia tiene que lidiar con un par de
ligones pasados de rosca que, ubicados en los picos de la barra, se han propuesto seducirla
con tácticas de medio pelo: «Te invito a una copichuela, encanto». «Tómate algo conmigo,
preciosa. Que te la mereces». Sonia opta por ignorarlos, rehuyendo siquiera el contacto
visual, preguntándose mientras se seca las manos con un paño: ¿no veis que no doy abasto,
pedazo de idiotas? Como uno es un brasas de cuidado que incluso intenta tocarle la espalda,
el vigilante de seguridad se aproxima para espetarle con encono que cese de hostigar. Por el
posterior gesto de empatía del vigilante hacia ella se adivina que, de no tener su rol
perfectamente definido y acotado, le echaría una mano. «No hay derecho a que te hagan
esto», parece leerse en sus labios.

A partir de las cinco y media, comienza la diáspora y Sonia puede darse un respiro
yendo al lavabo y expulsando humo de ávidas caladas, afuera; luego se demora
contemplando la caja: mucho billete grande y poca moneda; ya no importa que se esté
quedando sin cambio, pues solo hay niñatos beodos, alguna que otra pareja acaramelada y
Alberto, quien decide darse un garbeo por la pista a medida que se acerca la hora de cierre.
Cuando este se acoda a la barra, Sonia se apresura en servirle un gin-tonic bien cargado,
con un par de aceitunas y rodaja de naranja, pues conoce al dedillo sus preferencias
espirituosas.
—Recoges un poco, cuadras la caja y ya te puedes ir —le ordena Alberto con semblante
indiferente.
—¡Me he tenido que chupar la noche yo sola!
—Lo sé. Te he controlado por las cámaras…
—¿Y piensas hacer algo al respecto?

Quizás pecando de cierta ingenuidad, Sonia lo mira con esperanza, aguardando algún
tipo de gratificación por su impagable labor. Sin embargo, Alberto se echa aceitunas al
gaznate y, mirando las manecillas de su dorado reloj, le dice con brusquedad:
—Háblalo con tus compañeros y cambia turnos con ellos. Yo me desentiendo…
—¿Cambiar turnos compensa el triple de curro que me he tragado? —replica Sonia
aliviada en parte de que, al menos, no le escudriñe el canalillo—. He ido de culo. De puto
culo, joder. Esto se está pasando de castaño oscuro…
—Qué se le va a hacer. —Alberto saborea gustosamente el gin-tonic—. La vida está
llena de injusticias. Tú aún eres joven, pero ya irás viendo que… Bueno, aparte de eso, la
caja bien, ¿no?
Invadida por una mezcla de asombro e inquina, Sonia asiente. No da crédito. Ser una
trabajadora excepcionalmente diligente no le sirve para mejorar su situación laboral. Tanto
esfuerzo infructuoso, tanta dedicación estéril… ¡La impotencia le corroe! En honor a la
verdad, desearía clamar a los cuatro vientos: «Eres un cínico impresentable. Paso de que me
tomes el pelo, so cazurro. Pringa tú. Renuncio».
—¡Venga, mujer! ¡Alegra esa cara! —exclama Alberto, tras vaciar el vaso de tubo en
sus morros—. ¡Que ya no te martirizan maleantes y crápulas!
—¿Quieres decir?
—¡Oh! Atacas con bala, ¿eh?
—Nada que ver. Si algo he aprendido en este curro es a callar en el momento oportuno.
—Y haces bien. En fin, como tampoco te pago como relaciones públicas, no te voy a
exigir que te hagas la simpática conmigo. ¡Je, je!

Alberto lo susurra con aire galán y sonríe con recochineo. Lo que es el culmen de la
injusticia, piensa Sonia al tiempo que cuenta el dinero de la caja, es que ella reciba una
remuneración noventa y ocho veces inferior a la de él; no en vano, a la salida, al
responsable de la discoteca le espera un cochazo y a la ayudante de camarero una
destartalada bicicleta.

José Luis Manzano

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4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. JascNet dice:

    Hola, José Luis.
    Por desgracia, un relato que revela la gran verdad de la hostelería en este país (hablo de este porque no conozco otro).
    Por eso es de condena que los clientes paguen con mal humor, prisas o malos modos el trabajo de estas personas que demasiado dan de sí. Como digo muchas veces, el mundo se está quedando sin empatía.
    Felicidades por el relato: conmovedor, sensitivo y muy adecuado para reflexionar.
    Un Abrazo.

    1. Gracias, se lo trasladamos a José Luis, que de momento no es miembro de WordPress pero será abducido.
      Un abrazo

  2. dovalpage dice:

    Súper bueno. Pero yo esperaba que al final le mandase una copa por la cabeza al Alberto o le escupiera la bebida a un cliente joeputa. Por la venganza literaria, tú sabes. Pero igual me ha encantado.

  3. dovalpage dice:

    Abdúcelo, abdúcelo.

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