Vidrios molidos para tu lengua exquisita

Natalia esperaba su turno en el karaoke. Estaba sentada justo al frente de la tarima multicolor del bar Mujeres Fatales. Era una tipa larga, de huesos compactos, bastante delgada. Llevaba un short raído en tela cruda de blue jeans, una camiseta ombliguera con la imagen de Amy Winehouse en la parte de en frente. Zapatos converse y el cabello tinturado de verde menta.

   Para medio sobrevivir, Natalia trabajaba en un car wash al norte de la ciudad y los fines de semana se dedicaba con Andrea, una de sus mejores amigas, a componer motocicletas de alto cilindraje en el taller de Nico, junto a otras de sus grandes amigas, Mariana, hermana menor de Nico. Todos habían estudiado en la misma escuela secundaria hacía más de siete años.

   Eran una especie de pandilla de chicos vagos y renegados, pero con una alta cuota de intelectualidad y mente abierta. En sus días libres se dedicaban a leer, escribir, escuchar música o ver cine independiente.

   Una voz masculina anunció el nombre de Natalia a través de un potente alta voz. Había llegado el turno al bate, le tocaba subir a la tarima a realizar su espectáculo particular. Natalia terminó de un solo envión los cuatro dedos de cerveza de barril que le quedaban y se puso manos a la obra.

   Le encantaba de manera profunda ser el centro de atención de todas las miradas. Caminaba como un condenado cuando iba rumbo al patíbulo. Apretó los dientes con fuerza y su mandíbula inferior se marcó dándole una apariencia de chica sin vergüenza, pero con un halo casi palpable de feminidad.

   Aunque sus bolsillos estaban casi siempre vacíos, se las ingeniaba de cualquier manera para venir hasta este bar y tomarse sus siete u ocho cervezas respectivas cada fin de semana. Siempre había algún hombre o mujer dispuestos a brindarle una buena atención a alguien tan singular como ella.

   Subió a la tarima. Carraspeó un poco y luego comenzó a entonar una canción de Alicia Keys titulada Falling. Por su mente corrían las audaces imágenes de algo que le había sucedido hacía dos semanas atrás mientras esperaba el transporte público cerca de una parada en la Plaza Mayor alrededor de las siete de la noche. De repente, una tipa cuarentona elegante en un lujoso automóvil se detuvo a su lado y le preguntó por cierta dirección.

   -¿Será qué puedes ubicarme?

   -Dígame, ¿qué lugar busca?

   -Necesito un hotel bueno y cómodo cerca a esta zona. ¿Conoces alguno que me puedas recomendar?

   -Creo que a cuatro o cinco cuadras, doblando por esta avenida hacia el lado derecho hay uno muy reconocido.

   -¿Será que hay algún inconveniente en que me lleves exactamente hasta ese lugar?

   -No, para nada. A mí siempre me sobra el tiempo para todo.

   Cuando Natalia subió al auto advirtió los senos grandes de la mujer bajo la blusa de seda. Una especie de ondulación agitada, suspendida de manera maravillosa. Le encantaba apreciar de cerca este tipo de detalles.

   La mujer llevaba maquillaje suave y discreto en su rostro. Poseía una belleza fresca y natural. Entonces la mente atiborrada de sicofármacos, identificó en aquella mujer desconocida la solución a sus males. En aquel breve instante, ella estaba pensando en las dos cosas que más le interesaban en este mundo: el dinero y el placer a través del sexo. Dinero no tenía y esto no era ningún tipo de novedad. El sexo, en cambio…bueno, eso, en general, nunca le había faltado ni con hombres ni con mujeres. Con solo ver el movimiento de las tetas de la mujer se sentía excitadísima.

   -¿Le molestaría si le pido colocar música en la radio?

   -No, para nada. Como tú ordenes, querida.

   -¿No es de la ciudad, cierto?

   -No, no soy de acá, vine a cumplir con unos compromisos laborales y ciertas citas de negocios.

   -Ok, no pregunto más.

   -No me molesta en lo más mínimo que preguntes.

   La música sonó lenta en la radio. Era música instrumental. Natalia olió perfectamente el perfume de la mujer. Luego observó las manos bien cuidadas sobre el volante. Llegaron al lugar señalado. El auto ingresó a una zona de parqueo del hotel. Natalia y la mujer se bajaron. Fueron directamente a la sala de recepción. La mujer tramitó su estadía en el lugar. Invitó a Natalia a que subiera un rato hasta la habitación. Tomaron el ascensor. Natalia la detalló de cuerpo entero. Se notaba en su cuerpo que tomaba una rutina de ejercicios de manera disciplinada.

   Natalia jadeaba de manera calmada. Tenía los pulmones cerrados ante tanta excitación. Respiraba fatigosamente. Tuvo que toser fuerte para poder desbloquearse. Qué guapa era esta mujer. Llevaba un pantalón negro elegante ajustado. Sus ojos brillaban bajo la estela de un marrón intenso. Era tan guapa que bastaba mirarla para entender ciertas cosas incomprensibles del mundo.

   -¿Te pasa algo?

   -No, es que no me ha dicho su nombre y yo tampoco el mío.

   -Creo que eso es lo que menos importa ahora.

   El ascensor se detuvo en el piso seis. La mujer colocó la tarjeta sobre la ranura de la puerta para abrir. En cuanto ingresaron las dos, las luces se encendieron de manera automática. Era una bonita y glamurosa instancia.

   -Debe costar un ojo de la cara pasar una noche aquí.

   -No te preocupes, esa parte la tengo bajo control.

   La mujer tomó a Natalia de la mano. Luego le acarició el hombro desnudo y la mejilla con la punta de los dedos. Al contacto con sus yemas, Natalia se estremeció como un pequeño árbol sorprendido por un fuerte viento. La mujer se retiró unos pasos y sacó algo de su bolso. Natalia tenía la mirada alzada, su pie izquierdo cruzado por delante del derecho. Se contoneaba despacio. La mujer fue hasta el baño de la habitación. No duró mucho tiempo. Le dijo a Natalia que en la nevera había bebidas de todo tipo. Natalia sacó dos botellas bien frías de Smirnoff ice. La mujer la miraba con una dulzura penetrante. Natalia sabía bien a qué había subido a esa habitación. Sabía que cuando menos esperaba ocurría cualquier milagro…

   Natalia volvió a la realidad. En esta noche el bar estaba semi-desierto, pero aun así se sentía como una diosa coronada, una diosa preponderante. Un animal capaz de devorar al mundo impunemente y en un solo instante. Estaba allí consentida por una docena de miradas y ebria hasta el punto de creer que podía levitar. De vez en cuando sucedía que nada bueno pasaba en una noche en que Natalia se tomaba la molestia de cantar una canción en el karaoke, pero ella tenía que admitir que detrás de su presunta belleza se ocultaba un ser básico y rudo. Alguien que no tenía en cuenta ciertos límites. Alguien cuya violencia explotaba de manera feroz e imprevista, aunque llena de un atractivo intelectual, sentimental y poético. Y en lo sexual era una criatura marcada con un entendimiento satisfactorio.

   En una de las últimas mesas estaba Giralt, quien luego de la presentación de Natalia se disponía abandonar el local. Ella se percató de la situación y lo acorraló justo en la salida.

   -¿Qué vas a hacer en esta noche pedazo de imbécil?

   -Nada en particular y no creo que eso a ti te importe en lo más mínimo.

   -Demos una vuelta por ahí en tu carro. Algo bueno tiene que suceder. Es noche de sábado.

   -Tengo vidrios molidos para tu lengua exquisita.

   -Mejor que el caviar, querido amigo. Llamemos a Nico y al resto del clan, ¿te parece?

   -Tú mandas, chica del pelo verde.

   Natalia y Giralt se subieron al viejo Austin inglés con puertas que se abrían hacia el lado de adelante. Había sido un legado de parte del padre de Giralt, quien compró en una ganga esta reliquia de automotor. Encendieron la radio y colocaron música de David Bowie. En la parte trasera del auto estaba la mascota de Giralt, un perro pitbull adicto a las anfetaminas y la infusión de marihuana. Se llamaba Dante y aún era un cachorro.

   Desistieron de llamar al resto del grupo. Se dedicaron a pasear a lo largo de la Calle de la Reserva y luego estacionaron por casi media hora a un costado de la Feria Artesanal. Bebieron vodka, tequila y ginebra. Luego fueron a un estanco de licores en la Avenida de los Comanches, llamado No way out, propiedad de un chico italiano llamado Giuseppe, quien en muchas ocasiones se había reunido con el grupo para armar alguna juerga festiva. Fueron a probar si encontraban a algún conocido y así poder extender la rumba sabatina.

Giuseppe era un idealista de capa y espada, permitía que la gente que no tenía dinero para consumir dentro del establecimiento se quedase en la parte de afuera merodeando y escuchando música. El lugar era una pequeña isla feliz donde muchos espíritus con olor a juventud iban a dejar de lado sus preocupaciones por un rato. La gente afuera iba y venía mezclando tragos de toda índole y pidiendo dinero y cigarrillos a cualquier conocido. A veces el mismo Giussepe salía y les daba algo. Él tenía una verdadera vocación por la hospitalidad.

   Natalia y Giralt no tenían quince minutos de haber llegado cuando sonó el teléfono celular de ella. Era Andrea, quien estaba con Mariana y Nico en una estación de gasolina, animando una rumba Groove. De inmediato los dos tomaron la ruta de evacuación. Antes de llegar se abastecieron de pastillas multicolores y cigarrillos.

   A Natalia siempre le habían aterrorizado las cosas importantes, las decisiones definitivas. A ella le hubiese gustado vivir en un mundo de muñecas, un mundo que se pudiese guardar con facilidad todas las noches de manera organizada dentro de una caja y mantenerlo seguro dentro de un armario. Hubiese querido que a su alrededor todo fuera tan pequeño que pudiera caber, en caso necesario, en un bolso, y perderse en el fondo de ese bolso como si fuera una aguja o un alfiler.

   A finales del año anterior cayó en una depresión que no le permitía salir de casa. Pasaba todo el tiempo acostada en la cama, leyendo novelas y relatos de Truman Capote, en especial A sangre fría. Casi nunca comía y dedicaba buena parte de su tiempo libre a recitar poemas de Allen Ginsberg y Jack Kerouac. Inclusive se le había dado por llamarse de una manera diferente: Rita Arsénico y tenía en mente crear una banda de rock alternativo al lado de sus mejores amigas y llamarse Tequila Girls. A Natalia cualquier cosa le quedaba bien. En ese mismo tiempo se le dio por alimentar a los gatos del vecindario. Sus padres estuvieron a punto de un colapso cuando hallaron la casa llena de gatos durante un largo fin de semana. El prontuario común de Natalia era de largo recorrido.

   Natalia y Giralt llegaron al punto de encuentro. De inmediato vieron al Melancólico Tom, un ex rockero que ahora deambulaba por las calles de la ciudad pregonando una fama efímera en tiempos pasados. La gran mayoría de la gente con que Natalia se relacionaba nunca había tenido un golpe de suerte. El Melancólico Tom estaba acompañado de su nueva conquista, Lizzy Cianuro, una tipa con una fama alta de buena jugadora de cartas y dominó. Ambos tenían tatuados en el cuello el nombre de su mascota predilecta un perro Rottweiler llamado Baker. Tanto Tom como Lizzy tenían presencia, a pesar de ser unos marginados de poca monta. No eran bellos, pero sí mundanalmente humanos. A pesar de tanta mala vida, aún el Melancólico Tom conservaba un chorro de voz potente.

   Natalia y Giralt saludaron al grupo efusivamente. También estaba allí reunido Joe Indiana, un tipo cuarentón que le gustaba presumir de ser un cazatalentos y fotógrafo profesional. Solo hacía dos semanas había telefoneado a Natalia para invitarla a una fiesta en las afueras de la ciudad. Natalia no pudo asistir porque tenía muchos compromisos pendientes en el taller de Nico y estaba bastante urgida de dinero.

   El lugar estaba repleto. Por un momento, Natalia sintió una sensación vaga de estar flotando por encima de la multitud. En la parte trasera de la gran tarima del Dj, había una mesa con un mantel blanco, llena de hileras de botellas de licor. Había cuatro chicas demasiado pálidas repartiendo los tragos. Natalia y Giralt tomaron ginebra con agua tónica. En una pantalla pasaban fotografías de varias modelos que, supuestamente Joe Indiana había tomado cuando estuvo de visita en New York. Natalia le dio un fuerte sorbo a su bebida y echaba un prolongado vistazo a las chicas de las fotos. Era casi la media noche. La ciudad latía con un ritmo acelerado. Había una sofocación tenue y excitante. Giralt y Nico conversaban animadamente. Mariana y Andrea acompañaban al Dj.

   -¿Tú eres Natalia? Ella se dio vuelta a ver quién era la persona que le hablaba. Se topó con el rostro de un tipo largo y flaco que usaba unas rastas falsas y una camiseta con la imagen de Tupac Shakur. Las chicas que servían los tragos jugaban con un sacacorchos.

   -Sí. Contestó Natalia bajando la mirada hacia las botas texanas que usaba el chico de las rastas postizas.

   -Te he estado esperando, amiga. Ven, sígueme.

Esta era la mayor razón para que Natalia se sintiera como una especie de diosa terrenal. Siempre había alguien esperando por ella. Siempre alguien en algún lugar estaba dispuesto a brindarle todo tipo de atenciones. Ella se terminó de tomar el trago y entraron en la parte trasera de una camioneta Van. El golpe de la música le daba un toque especial a la escena. La atmósfera era natural y salvaje. El tipo de entorno donde Natalia se sentía libre de complejos. El lugar propicio para sentirse a sus anchas, capaz de devorar el mundo entero impunemente. Había una mesa pequeña acomodada dentro del automotor y sobre ella, había todo tipo de estupefacientes.

   Un par de chicos saludaron con entusiasmo a Natalia. Tenían los brazos totalmente tatuados. Llevaban el cabello largo hasta sus cinturas. El chico de las rastas le pasó a Natalia una navaja de acero que se utilizaba para afeitar. En la cabeza de ella se mezclaban toda una serie de emociones trepidantes, la curiosidad, la audacia y sobre todo el deseo. Era una navaja nueva y reluciente. Bastante decorativa.

   -Nos han dicho que eres toda una experta manejando la navaja. Dijo el tipo de las rastas.

   -¿Será que puedo grabarte mientras afeitas las cabelleras de este par de rufianes? Natalia sonrió. Tenía una dentadura perfecta, unos dientes tan blancos que la cara se le iluminaba como si un reflector estuviese dirigido a ella.

   El chico de las rastas le acercó un balde con agua, una esponja y crema de afeitar. Los dos chicos se quitaron toda la ropa. Quedaron desnudos. Luego volvieron a sentarse. Natalia tomó los implementos y se colocó detrás de los dos chicos. El de las rastas sacó su teléfono celular y comenzó a grabar. Natalia se colocó el mango de la navaja entre los dientes como si fuese una indígena pielroja que se preparaba para alguna ceremonia espiritual de la tribu. Ella observaba como el chorro de agua le caía por la espalda al primero de los dos chicos. El agua bajaba mansamente por el surco de la espalda del joven hasta la grieta reposada de sus nalgas y luego formaba un charco sobre el suelo de la camioneta. Natalia se movía lentamente, se acercaba y se detenía en un balanceo taimado y sigiloso.

   Pensó en su primera experiencia sexual fuerte con un chico de su edad que usaba una cresta punkera de color naranja. Se habían drogado juntos y luego se fueron a la azotea de un viejo edificio del centro de la ciudad que estaba abandonado. Mientras se desnudaban, rieron de manera histérica, pero cuando comenzaron la faena se quedaron en silencio, empleándose a fondo. Todo sucedió un viernes por la noche. El viento soplaba entre las ramas de los árboles, desde esa azotea se podía observar el puente, la catedral y algunos centros comerciales de la zona. El haber recordado este pasaje con todo lujo de detalles hizo que la piel de Natalia desprendiera un aroma especial. Se le notaba en la piel lo excitada que estaba. El cabello del primer chico comenzó a caer. Fue una tarea fácil. De una, se puso al tanto con el segundo chico. Natalia comenzó a aullar como un coyote herido. El sonido de la navaja de acero al rozar el cuero cabelludo producía una sensación de bienestar a Natalia. De verdad que ella era una criatura irresistible.

   -Eres toda una diosa. Sentenció el chico de las rastas.

   -El espectáculo no ha terminado aún. Dijo Natalia y de inmediato comenzó a desnudarse.

   -No te quedes ahí parado con la boca abierta, filma todo lo que voy a hacer ahora.

   Natalia comenzó a gatear alrededor de los 2 chicos rapados y comenzó a recitar un poema de su autoría.

Cuando yo me muera, mi cuerpo será abono. Nos alimentaremos de lo que crece en la basura, bailaremos sobre tumbas vacías, nos borraremos las heridas pegándonos un tiro en la sien. El mundo seguirá siendo el mismo se lo puedo jurar…

   Afuera, en lo alto del cielo, una luna redonda y brillante era la única espía en la noche del furor.

Robinson Quintero, Barranquilla (Colombia)


Imagen : Hug, de Katrine Storebo

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