Marzo, aborrecible y sin trabajo. Después de la entrevista —la tercera de este mes—,
Germán Huesca salió a la calle con plena conciencia de su fracaso. El sol comenzaba a
declinar entre los edificios de una ciudad caldeada en el aire imbécil de las cuatro. Caminó
sin rumbo, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Se detuvo frente a las puertas
de una cantina, atraído por el jolgorio de un conjunto que entonaba sones y matanceras.

Vaya, me invita de palabra porque el pasaje, si no es por Carmen Julia, hubiera tenido que sacármelo del trasero. No hay manera de hacerles entender a los extranjeros que aquí el peso no está devaluado, como en México. No, señor. Está invaluado, no sirve para nada, es el anti-dinero. Para las cosas importantes —como los viajes— o te buscas los dólares o te aguantas los dolores. 

—Los hombres no lloran, cabrón.
Alex se quebró. Tras el deshielo de la tensión acumulada, todo en él reventó formando una explosión de angustia y miedo que inundó la habitación.
—Hijo de la chingada –Amador cambió el tono–. Va, tranquilidad. Ambos estamos molidos. Mira –dijo señalando el colchón situado en el suelo situado detrás de Alex–. Ve y échate un coyotito. Luego ya seguimos.

Era a principios de otoño, pero había empezado a hacer su friecito. Cuando entramos al restaurante, lo primero que me llamó la atención fue la estufa panzona que se hallaba en el medio del salón. Los aromas (mezcla de canela, puerco y, por supuesto, chile) eran deliciosos. Había una vidriera llenita de pasteles en la parte de la panadería, pero juramos no meter las narices allí hasta terminar el almuerzo.