“La fuerza que ella lleva en sí, debe de experimentarla como una especie de inteligencia perdida que ya no le sirve de nada.”
Emily L., Marguerite Duras
Confesión: sufro cierta adicción por las historias turbias. No, mejor no, rectifico. Gozo con mi adicción a las historias turbias. Sí. Mejor así. Y con El hijo (Muñeca Infinita, 2022), la perturbadora novela de Gina Berriault (Long Beach, California, 1926-1999) mi adicción se ha colmado.

El hijo es una historia de soledad, una historia sobre el terror a estar sentimentalmente sola que padece Vivian, la protagonista. Ella, todavía no sé si llamarla heroína o antiheroína, tiene un deseo que dirige su vida: quiere gustar, quiere seducir, quiere sentirse viva en su belleza (“entre todas esas mujeres maduras, se sentía una criatura aparte, única en su especie, que nunca envejecería y nunca moriría”). Y lo consigue. Sí, lo consigue y lo que obtendrá a cambio de satisfacer sus deseos será una doble condena que enmascara la salvación y la aflige en el castigo. Vivian quiere ser amada desde la veneración a sus encantos y su sucesión de maridos y amantes la colmarán momentáneamente, hasta que el vacío que la asfixia aparece y reaparece y vuelve a aparecer y reaparecer. En las primeras páginas de la novela, después de su primer matrimonio, una jovencísima Vivian se queda embarazada (“el embarazo duró más que el matrimonio”) y su hijo, el niño David, refulge en su belleza desde su nacimiento (“El niño tenía el pelo suave y oscuro; los ojos como perlas alargadas y luminosas con párpados gruesos -ojos de un color insondable-, y los pies arrugados y violáceos, como si tuvieran doscientos años; todo en él poseía la perfección de las obras de arte en miniatura”). Él, David, un Apolo resplandeciente, un rival en su hechizante hermosura. Él, David, que sin embargo será el único amor inmutable, el único que está y estará al lado de Vivian, el ungido por la eternidad del amor recíproco entre madre e hijo.
Si El hijo fuese un cuento estaríamos cerca de la pregunta de la Reina Malvada en Blancanieves: “Espejo, espejo mágico, dime una cosa, ¿Qué mujer de este reino es la más hermosa?”. Pero no, no estamos ante un cuento, no se produce la pregunta maldita, no hay respuesta a través del espejo, sólo hay una madre, un hijo, y varios padres sucesivos.
Vivian ama de forma desesperada (“algunos hombres la atraían, con esa atracción de los pocos elegidos que se acentúa en presencia del resto”), ama desde el desamparo de quien necesita del otro (“se enamoró de él por ese honor tan opresivo y porque un hombre así de enamorado, así de posesivo e inquietantemente celoso, seguro que sería capaz de cuidarla para siempre y serle fiel para siempre”), ama desde su idealizada idea del amor (“se preguntó si prefería su muerte antes que el anuncio de que la abandonaba, y luego se preguntó en qué medida lo amaba, o si lo amaba en alguna medida, puesto que semejante pregunta se le había pasado por la cabeza”), ama y expone impúdica su belleza (“exhibía una palidez brillante que contrastaba llamativamente con sus ojos grandes y oscuros; y su cuerpo joven y esbelto aparentaba una indolencia sensual propia de las mujeres con experiencia, atractivas en su voluntad de mantener las distancias y esperar al candidato adecuado”), ama y sublima el amor verdadero (“no estaba dispuesta a que se alejara ni por un momento, pues deseaba transformarlo, gracias a sus besos, en un hombre capaz de evitar cualquier catástrofe”), ama, en ocasiones a pesar suyo, arrebatada e irreductiblemente (“sintió rabia contra sí misma por haberse aferrado a él, por exagerar su deseo más allá de la verdad, cuando la verdad era que no quería nada duradero, lo único que quería era ser tan esquiva como él”), ama y el único espectador fiel a su letanía de amantes será David, el hijo (“el amor que sentía por su hijo no era un engaño. Él era la persona a partir de la cual se planteaba la realidad; era perdurable y constante”). El niño David, el adolescente David, el joven David.

La novela de Berriault provoca conmoción durante su lectura y, a medida que avanzamos y adivinamos el desenlace (susurrando por dentro “no, no, no…”) la escritura de la autora se muestra más y más cruda, exenta de cualquier intento de disimulo ante el tremendo abismo de los hechos que van a suceder. Berriault acompaña a Vivian y Vivian se asfixia en su vida, en su ambivalencia entre mujer-cuerpo-amante y mujer-cuerpo-madre, en sus obsesivas relaciones con sus amantes vs su obsesiva relación con su hijo (“si la vida se le pasaba en la necesidad de que alguien la necesitara, entonces ¿el amor no era más que una desesperación disfrazada de amor? Entonces, ¿el amor de su hijo era el único libre engaño?”). Vivian se entrega siempre de manera arrebatada (ya sea a cantar en el bar de un hotel, a aislarse entre sábanas con un hombre, a vender vestidos a mujeres de la alta sociedad o a cuidar a un íntimo amigo de su padre, ahora amante de ella, durante su enfermedad terminal –“se entregó a Max con la devoción de una penitente”–) y de su intensidad vital es testigo inmutable y silente David, el hijo (“Él la había visto en los peores momentos y en los mejores, y aunque no era más que un niño, sentía que la conocía, sabía bien quien era ella, mucho más que cualquier otro sería capaz de percibir nunca”).
La vida de Vivian es una colección de naufragios (“cada vez que un hombre se alejaba de ella, sentía que el tiempo pasado junto a él la había despojado de toda clase de posibilidades con otro, con otros. Sentía que se había perdido otra vida mejor para sí misma”), un continuo despeñarse marcado por la falta de horizonte y por una rebeldía ante el lugar de mujer subordinada que el momento histórico le adjudicaba. Vivian sufre de una enfermedad no mortal pero sí inmoral que le devuelve castigos sin posibilidad de expiación (“una mujer sola era, sin duda, una pecadora; había algo que, sin duda, no había hecho bien, o quizá lo hubiera hecho todo mal y la soledad se le infringía como un medio de llegar a comprenderla enormidad de su pecado”), Vivian pacta con el diablo a través de su hijo (“al besar a su hijo, quería convencerlo de que se hiciera por fin un hombre y la protegiera del deseo de hundirse en el caos”) y Vivian se aferra, decidida aunque temerosa, a su condición de madre-más-que-madre (“No bastaba con haberlo parido, ese vínculo no era suficiente. Las madres siempre forman parte del pasado, nunca del futuro”). Vivian, mujer ya madura, cuya desesperanza ante la perdurabilidad del amor se torna cada vez más trágica, me recuerda a algunas de las amargas protagonistas de las obras de Marguerite Duras o Jean Rhys. Esas ¿heroínas? ¿antiheroínas? que acarrean su colección de malas decisiones a cuestas, esas mujeres que cuando pierden a sus Paul, George, Talley, Max o Russell de turno equivocan, una vez más, una última y terrible vez más, el sujeto (objeto) de sus deseos (“Él era su hijo, ella lo había traído al mundo y le había dado su juventud, su presente, su futuro y su actitud esquiva, y al declararse sabedora del efecto que producía en otras mujeres, le estaba reclamando esa posesión, si es que podía reclamarla”).

Berriault describe sin artificios la pulsión de un cuerpo de madre que se resiste a su destino. Berriault (estoy segura de que Sara Mesa la admira) perturba al lector con la naturalidad con que describe los acontecimientos. Berriault traspasa límites con una turbadora falta de emocionalidad. Berriault es impiedad y crudeza. Berriault conmueve y rompe. Berriault, si no os dan miedo los abismos, es una escritora desconocida a reivindicar que hiere gozosamente nuestra sensibilidad lectora.
“¿Me oyes, Viv?
Ella no respondió y dejó que volviera a sumirse en sus ensoñaciones. Algún día alguien quedaría excluido del último sueño que ella tuviera, por mucho que lo amara, incluso más que a su propia vida.”
Lee El hijo, Gina Berrault. Traducción de Blanca Gago. Muñeca infinita, 2022.