El pub inglés del hotel está atestado de gente, debería haberme quedado en la habitación.
Además de ser miope, en este viaje estoy constatando que no leo de cerca cuando los recibos no marcan la línea de propinas a elegir en negrita y mayúscula y la mesa está en una esquina apartada y oscura del pub.
Es embarazoso. Como el hecho de cenar solo.
Existe una cierta dignidad en ello pero yo no la encuentro, me gustaría apostarme junto a la mesa de seis universitarios que hablan entusiasmados, alguno de ellos es psicológicamente caracterial y se agarra al móvil para sobrellevar mejor su desplazamiento.
Debería invitarlo a cruzar el medio metro que nos separa. Le hablaría de los próximos conciertos a los que voy a asistir, intentando que el flequillo cubra enloquecido todo lo que ha de cubrir arriba y en el frontal.
Honestamente, ya no sé cómo cuadrar tantas cifras y circunstancias: el decreciente número de folículos pilosos –ya ni me ofenden los grisáceos, son recibidos como signo de sabiduría y experiencia-, el dinero que este mes me están sacando los dos albañiles intermitentes tras las pocas jornadas que consigo verlos en la casa, las matrículas estudiantiles, las dioptrías y quizás el astigmatismo emergentes, el número de horas que necesito dormir y no soy capaz…
Esta sensación de extrañamiento propio, de viaje astral fuera de la mesa de madera maciza y el grilled chicken club, del partido de los Cubs que no comprendo aunque pegan bien a la pelota y la sacan del terreno de juego, del recibo que apenas logro ver.
El mesero es posiblemente latino o italiano o polaco o nada.
How d’you find the meat? Good. Señal de Ok acompañando una sonrisa y un awesome. Esta gente se gana el 20% de propina por nuestra soledad y el miedo a que nos reclamen a la salida, a entrar en disquisiciones sin tener gafas de cerca ni argumentos. Le pido que lo cargue a la habitación. Thank you, sir, take care.
Mi anterior viaje a Chicago fue exactamente hace dieciocho años, tú tenías los pómulos sonrosados, la mirada luminosa y una sonrisa interminable.
También una niña dentro, a punto de escapar. Como ahora.
Como ahora, algunas noches escuché jazz y blues en directo mientras cenaba acompañado. Hoy no.
En esta ciudad los músicos siempre son los mismos, algunos clubs tienen más de setenta años y de sus muros cuelgan fotografías de músicos que ni siquiera intentamos identificar porque con el jazz pasa como con el baseball, puede dejarte absorto un rato pero desconoces la trama, el hilo conector que te lleva y te trae, que te marea y seda pensando que en el pub ya hay demasiado ruido para ti, que la gente joven y la música alta de repente son estridentes y prefieres huir por la puerta interior hacia el hotel tras cargar la factura a tu cuenta.
La verdad es que tampoco en los clubs de jazz eres bienvenido.
Ayer un baterista líder de una banda, cuyo nombre no supimos ni quisimos preguntar tras llegar tarde y vernos obligados a ordenar la cena en la barra, en uno de sus autosuficientes e innecesarios monólogos hizo una joda que decía “si no os gusta la música, dejad vuestros cien euros y escribid en la nota qué es lo que no os ha gustado”.
Todos rieron menos la francesa y los tres españoles que deglutíamos y hacíamos ruido de cubiertos en la barra, ruido que por otra parte se integraba correctamente en el bello caos de batería, saxo, bajo eléctrico y piano u órgano eléctrico, según le diera al negro del sombrero. El resto eran blancos, liderados por el baterista charlatán a quien decidí dejar una reseña en alguna red social.
Los europeos amamos la música, amigo. Y por supuesto, los europeos que pagamos quince dólares sólo por entrar a cenar porque tú estás haciendo tu show de Seinfield a la percusión.
Eso fue ayer. Hoy no he subido hasta el canal, antes dominado por la torre del Chicago Tribune y ahora en cruda disputa con la acristalada torre Trump.
Los tiempos cambian. Hace cien años la prohibición del alcohol, hoy la legalización de la marihuana. Del New Deal y la crisis del 29 a esta tormenta perfecta. De Roosevelt a Trump y Biden, a la sociedad dividida, al mundo polarizado, a esta gente que me rodea hablando a gritos y yo tan solo… Nada ha cambiado.
La soledad del viajante.
La misma a los veinticinco que a los cincuenta. Ni el arrojo ni la confianza en lo que ha de venir.
Hace dieciocho años. Y ahora nuestra hija marcha de casa y sólo discutiréis en verano y navidad. No viajaremos durante un tiempo, hasta que los polluelos vuelen solos. Para entonces, quizás ya viejos y doblados pero felices. Sólo pedimos salud.
En el pub suena “Put your money on me” de Arcade Fire, bonita canción. Me pregunto quién apostaría por mí a estas alturas. Termino la patética Coca-Cola Diet, tras renunciar a una segunda, firmo el recibo y acerco la tarjeta de la habitación al el sensor de la puerta interior lacada de rojo.
En el lobby del modesto hotel ya estoy salvado. Solo y literalmente solo.
¡La soledad del viajante! Buenísimo.
Magnífico comentario sobre la soledad en compañía.