Donde los gaijin se refugian en Shibuya

La sacerdotisa Yayoi Kusama preside su templo en Shibuya La sacerdotisa Yayoi Kusama preside su templo en Shibuya

La multitud se manifiesta en China por los continuos confinamientos y las diez personas muertas en un incendio en la provincia de Xinjiang, esa zona de producción agrícola y población musulmana junto a Mongolia, donde los individuos son llevados a centros de reeducación social mientras en los clubs de Shanghai se escucha y baila rhythm & blues y música latina en directo entre cóctels, sofisticación y selfies en Wechat.

Black Pumas están cantando “Colors” en la habitación a un volumen más que apreciable, está lloviendo junto a la bahía de Tokio, son las seis menos cuarto pero ya es noche cerrada, en Jersov llevan garrafas de cinco litros de agua por la calle y la CNN se preocupa por la tensión del Irán-Estados Unidos en el mundial de fútbol.

Alba ha puesto el aire acondicionado, está pensando qué blusa ponerse bajo la chaqueta verde de corte militar, una blanca de picos largos y botones abiertos, por fuera sobre sus vaqueros acampanados. Botas negras de plataforma con remaches metálicos en los dedos.

Labios pintados, tarjeta táctil en el ascensor y a la calle. Ha quedado para cenar en Shibuya pero el plan es ir a la noche de micro abierto de un bar abierto hasta las dos. Dos mil yenes, dos copas, para cantar hay que inscribirse previamente online.

Desde el hotel a la estación de Shinbashi puede ir a la altura de la calle, al nivel de las primeras pasarelas que conducen a la entrada de los hoteles y edificios de oficinas o en el nivel superior, donde se toma el tren sin conductor que cruza la bahía. En cualquier caso, camina resguardada de la lluvia.

En Shinbashi el bullicio la atormenta, hombrecillos tristes corren en sus zapatos de piel, trajes, corbatas y abrigos negros, cabello oscuro más o menos frondoso, volumen o no, natural o tintado. Todos corren con paraguas o sin él hacia sus casas. Todos no. Algunos toman Sapporo, Kirin o Asahi entre compañeros o con el jefe, mientras cenan sushi o cordero al grill tras los ventanales y banderolas.

Unas chicas jóvenes apostadas frente a un bar sostienen un cartel con kanjis y globos de colores y se dirigen a tres extranjeros que ríen y mascullan si se tratará de acompañantes que cobran por hablar, porque uno de ellos afirma que los japoneses en esta ciudad son hombres solitarios y añoran compañía. Los extranjeros parecen debatir y debatirse estúpidamente.

Alba camina con paso firme, es una mujer segura de sí misma, atesora una alta formación académica y, aunque no leyó ni apenas vio cine, ha viajado ya lo suficiente para no titubear. Tiene veintiocho años y el mundo la sonríe.

En el vagón de metro se apoya en las puertas contrarias a la entrada y viaja siempre de pie, observando el plano, calculando las paradas e interpretando los anuncios que cuelgan del techo mientras evita sacudirse con las asaderas a las que se agarra la gente y que también penden del techo como extrañas estalactitas.

No es necesario aferrarse a la barra. Aunque quisiera caer no puede moverse. Una señora da cabezadas en su asiento y un tipo gigante, calvo y de pómulos lechosos como Billy Corgan, Powder o Andrés Iniesta, acarrea una pesada maleta y extrañamente viste pantalones Wrangler.

Qué marca más entrañable y qué poco se estila. Le recuerda a su padre contándole que en su infancia llevaban Lee, Wrangler y Lois, todas marcas de culto fantasmales hoy en día. Dinosaurios que no se adaptaron, aunque bien podría llegar un revival.

Shibuya Station, Alba camina sin aparentes dudas aunque ha vuelto a perderse entre tantas rampas y carteles y no está segura de a qué lado va a salir. Unos minutos más tarde está cerca de la estatua del perro. Es extraño, no ha visto más que un perro esta semana, no hay sitio para perros aunque aquí no se los comen como en Corea.

Hichiko era su nombre, perro noble e inteligente, murió de pena al desaparecer su dueño y lo veló yendo a la puerta de la estación todos los días, esperando que apareciera. Cuando nos vamos a veces nos lloran y a veces son animales que nos han querido en silencio más aún que.

Mao vive en Osaka y está en la ciudad para asistir a un seminario de color. Alba no recuerda a qué se dedica, aunque es buena amiga de su novio y éste se lo ha repetido varias veces. “Seminario de color, sobre las bondades del color”, dice a la sorprendida japonesa mientras cruzan esa extraña plaza en la que ningún coche se atrevería a intimidar a la marabunta de peatones.

Calcula que hay gente cruzando en seis direcciones distintas. No chocan entre sí, quizás más de mil personas por semáforos abiertos. Todo es orden, no hay choques, no caen al asfalto como bolos de plástico. Una vez que cruzan ni siquiera ven pasar los coches, que parecen no existir.

Desde arriba, la masa vigila el cruce en sus mesas altas de Starbucks, esa exitosa aberración global de cafés de medio litro con sabores. También desde humeantes ventanales de teriyaki, sin ningún signo del alfabeto latino en sus carteles. A veces los portales muestran platos de plástico con el manjar a degustar. A veces, fotos de niñas sonrientes en modo inocente kawai, coletas a los lados, tez blanca, pupilas brillantes, conjuntos rosas o de colegiala. Pachinkos que atruenan las callejuelas ascendentes. Media docena de tipos pasan en karts tuneados en luces rojas y azules que se encienden y apagan y uno de ellos inunda la calle con una alegre canción de J-pop.

Extranjeros perdidos, Mao dobla una calle a la derecha y le indica a Alba una barra donde coger sushis y onigiris según pasan por delante. Sushis de caballa en vinagre que miran a Alba y repite, pero en la segunda tanda el cocinero le ha metido detalles de la cosa esa verde que tanto detesta y cuyo nombre ha preferido olvidar. Onigiris rellenos de cangrejo, sin problema.

Ikura desuka. El dueño le entrega el recibo y señala el precio en la pantalla. Douzo. Domo arigato gozaimasu. Una mujer ha desaparecido en la costa mejicana del Pacífico mientras hacía kayak con su marido, escupen unos letreros en una televisión de un pub irlandés en su primera hora. En breve lo cambiarán por fútbol en directo.

-¿Qué tal en Nagoya?

-Nagoya mal. En Osaka bien.

Alba no pregunta a Mao por qué, no esperaba una respuesta tan brusca. No es habitual en ellos, tan reacios a las respuestas cerradas, definitivas, sin paliativos, sin respuesta más allá de la sorpresa.

Mao vivió un año en Barcelona. Quizás ahí aprendió a no manejar los silencios y que sea el interlocutor quien se quede sin palabras, no por estar pensando sino por estupor.

La amiga de su novio es pequeña y afable, camina por callejuelas en las que las luces flotan en el suelo. No se quita la mascarilla. Tiene una madre. ¿O era un padre al que cuidar? ¿O quizás se estaba muriendo también hace un par de años? No presta atención, nunca lo hace, siempre se lo dicen, no escucha. Se pregunta si es egoísta o sencillamente está desbordada con tantos proyectos y tantos datos.

Silencio para pensar. Como hacen en Japón. No es incómodo. No hay por qué rellenarlo con absurdas palabras.

Cerca de la plaza de nuevo, hay un tipo con un cartel colgado del cuello. “Hugs for free”. Desgarbado y extrañamente alto para la media japonesa, no rebasará los veinticinco años pero está pidiendo abrazos bajo la lluvia. Las gotas resbalan por su largo flequillo y sus ondulados cabellos, ahora lacios como una fregona que esperase de pie al siguiente paso mientras chorrea.

De sus hombros cuelga una gabardina beige, alguna gente se le abraza. Varios con acompañantes que lanzan fotos furtivas durante el momento. Alba se pregunta si está protestando y por qué causa.

Mao se encoge de hombros.


Poca gente en la calle a causa de la lluvia. Mao y Alba se pierden gracias a Google, tiran de instinto y atraviesan un callejón peatonal entre fotografías de ramen y muñecas sonrientes en el 2F.

Shibuya in the rain

Cruzan por delante de un tipo que aguarda junto a un taxi de precioso ganchillo blanco en los respaldos de los asientos delanteros. Se abre la puerta y toma asiento.

Calleja ascendente, escalera resbaladiza, no se ve ni oye nada, ojo de buey en la puerta, abren, la angelical voz de una chica negra y una guitarra de blues acariciada por un japonés de sombrero ladeado. Pagan la entrada. Dos mil yenes y dos bebidas cada una. Sin sonrisas.

Apostadas en una mesa alta, blues, quisieran saludarla. Sale el maestro de ceremonias que cuenta sus chistes de cada martes. Día de open mic.

Un rato después un alemán de unos veinte años ha admitido que no es guitarrista y canta de un modo pulcro como hacen las estrellas de los concursos en la tele. Rubio y efébico, cruza miradas con el americano que sirve las Sapporos.

Alba mueve sutilmente las piernas al ritmo de Lovesong, el alemán está cantando esa oscura canción de The Cure que les retrotrae a cuando sus respectivos padres aún no se habían conocido. Robert Smith sobrevuela la sala con su pelo cardado y sus párpados negros. No hay sintetizador, sólo una guitarra acústica enchufada.

Shibuya open mic night

En la barra Mao pregunta al americano por el single de Elvis que preside el mueble, single rosa con su fotografía en blanco y negro edición japonesa de “In the ghetto”. Nadie le pregunta al dueño japonés por qué lo tiene ahí.

Es un tipo enfundado en un disfraz negro de hombre distante y misterioso. Apenas se le acerca nadie al puesto de Dj, desde donde observa a los artistas de la noche.

Alba quiere fumar y en la calle está prohibido. Llueve y está prohibido.

La bajan a un sótano con el alemán que ha dejado de cantar y le explica que lleva tres semanas en Tokio y que es fascinante, que es de Colonia pero ha vivido en Berlín. Alba recuerda la reverberación de las guitarras de The Cure que tanto le gustaban a su padre cuando era niña.

El sótano apenas supera los diez metros cuadrados pero parece dar cabida a la mitad de la fábrica de Sapporo y algunas botellas de Suntory. También Tanqueray y varias marcas de ron, un traje de buzo, dos bates de béisbol y una maleta rígida verde. ¿Una bombilla en una lámpara Tiffany en un sótano? Fuman y beben en silencio. Alba recuerda a su novio, amenazante cada vez que le abruma la inseguridad, y a su padre, que siempre le insiste en que no desatienda su propio camino.

El camino de hoy se podría llamar Heinrich y le gusta hablar.

Escalones irregulares de madera arriba, un baterista de Kenia con una chaqueta paramilitar y un pañuelo anudado con la bandera nacional ha encendido un foco profesional al que ha enganchado un móvil que graba. Sobre una base de afrobeat, toca con alegría y desparpajo.

Los americanos y el alemán hablan ahora de los lugares comunes que propone el maestro de ceremonias, mayor, calvo y experto, quien reparte las acreditaciones para ser alguien en ese pequeño local de estrellas desconocidas.

Alba felicita al baterista keniata que le cuenta que este viernes se va a Atlanta para trabajar y ganar dinero. Mao le pregunta si vive en Tokio y él contesta que su prometida japonesa y él tienen una hija. Trabajar para ganar dinero y volver. Profesor de música en Nairobi. En Tokio, pluriempleado y sonriente.

Alba le habla en francés, “c’est curieuse la francophonie, cette grande famille de la mére France qui ne refuse pas”. El ríe. Ella apostilla “on est des voisins, c’est l’amour et la haine”. Edward, que así se llama, sonríe y le pone otra cerveza. Ahora Budweiser, en honor al logo luminoso que preside el escenario más allá de la batería.

Por los altavoces suena Moby, los americanos la observan, largo cabello negro ondulado, amplia sonrisa, hablando un idioma que no es el de ninguno de ellos y que sólo el amigo africano y ella conocen. Desaprueban la complicidad y las risas fuera de su alcance.

Para entonces, Mao se ha encaramado al escenario y le ha pedido al bluesero japonés que toque “Will you still love me tomorrow?”. Su rostro ovalado y chiquito emerge entre la masa gaijin, como ellos llaman a los extranjeros. Emerge y se apodera del espacio.

Tonight you’re mine completely
You give your love so sweetly
Tonight the light of love is in your eyes
But will you love me tomorrow?

La animada conversación del clan americano con sus chistes privados y el swing de Alba y el amigo africano ceden el paso a miradas curiosas, hombros que se balancean con la justa cadencia, labios hacia fuera que asienten, sonrisas ante el extraño acento de soul japoamericano.

Más cerveza y alegría. Fuera llueve aún más fuerte, terminó la pausa pero aquí están seguros. El reducto gaijin en pleno Shibuya. Nada los une. Nada salvo la ausencia de pertenencia. Son un gueto de extraños que ríen y se prometen un futuro.

So tell me now, and I won’t ask again
Will you still love me tomorrow?
Will you still love me tomorrow

Mao se tapa los dientes entre vítores y aullidos, no fue la mejor versión del mundo pero llegó en el momento oportuno.

Como todos ellos, camino de algún lugar. No desatiendas tu camino, repite a Blanca su padre en una de tantas máximas. Ella recuerda cuando de niña le espetó “no vas a llegar a ningún sitio” y, extrañada, le preguntó “¿pero dónde?”.


Viaja con J. Félix González-Encabo en Profesor Jonk