“Murió Adonais y por su muerte lloro.
Llorad por Adonais, aunque sus lágrimas
no deshaga la escarcha que las cubre.”
Percy B. Shelley
Todos sabemos algo de Mary Shelley. Todos sabemos que escribió Frankentsein.
A partir de ahí hay certezas, verdades a medias, leyendas y malentendidos.
Para poner orden en todo ello Esther Cross (Buenos Aires, 1961) ha escrito La mujer que escribió Frankenstein (Minúscula, 2022), un ensayo novelado con el que consigue dar una visión más real y, sobre todo, más completa de Mary: la niña, la mujer, la escritora y la coetánea de una época que determinaría su vida y su obra. El libro de Cross puede complementarse con el cómic Mary, que escribió Frankenstein (Linda Bailey, Impedimenta, 2018) que ilustra la vida de la escritora. Yo, como admiradora en modo fan de Mary, les agradezco a ambas el galvanismo literario.
Mary, la huérfana. Mary, la medio hermana. Mary, el ojito derecho papá William Godwing (y también su seguro de vida económico una vez se escapa con Percy B. Shelley). Mary, la que gustaba de encerrase a leer en el cementerio junto a la tumba de su madre (Godwing la enseñó a leer siguiendo las letras de la lápida de Saint Pancras): “los cementerios le pertenecían por derecho de escritura, eran su zona literaria”. Mary, la amazona precursora de la sci-fi. Mary, la del respeto a la muerte desde el no-temor a la muerte.
Fue en el cementerio, seguramente, donde Mary entró en contacto primigenio con la que después sería su Criatura, La Criatura, el ser hecho de pedazos de otros seres de la mano del doctor Frankenstein. En aquella época (recién estrenado el siglo XIX) los cementerios eran visitados con frecuencia por los resurreccioncitas, buscavidas que vendían cadáveres exhumados a hospitales y escuelas locales de medicina dada la necesidad de los cirujanos de aprender sobre los cuerpos, de experimentar con muertos para salvar a los vivos. El libro de Cross nos sitúa en ese contexto, narrando la normalidad con que Mary vivía en la vida acompañada constantemente por la muerte.
Si hubo un hecho que determinó todo lo que vendría después (además de la muerte de su madre a los 11 días de vida), fue conocer a Percy B. Shelley, el poeta laureado, casado con Harriet, uno de los grandes superventas de la editorial de Godwing. Mary, aprendiz de poeta desde que escuchó recitar a Coleridge su Balada del viejo marinero (“era una niña de silencio cadavérico”, diría él). Mary, dieciséis años. Percy B., veintidós. Vivir rodeada de libros (“esa librería loca”, según Mark Twain), en un ambiente no sólo literario sino también de libertad, transgresor, intelectual, poco convencional, sin olvidar que su padre se había casado con la vecina señora Clairmont (¿una madrastra amarga y severa?), la empujaron a lanzarse a la aventura de vivir su propia vida con valentía y sin mirar atrás. Después de varias citas en el cementerio (“el cementerio, con la tumba sagrada, fue el primer sitio donde el amor brilló en tus ojos”) Mary y Percy B. huyen juntos: “Me decidieron el amor, la juventud y la temeridad”. A su aventura se sumaría su hermanastra Claire Clairmont. El escándalo se cernió sobre la casa del liberal Godwing enfrentándolo a sus contradicciones: “Godwin decía una cosa y vivía de otra manera. Shelley y Mary querían, en cambio, que vida y obra, pensamiento y acción, coincidieran”.
La vida de Mary junto a Percy B. fue un viaje continuo por Europa: “viajar era la expresión física de un movimiento de ruptura sin límites. Contra el agobio y la presión, avanzaba cruzando fronteras”. Cross los denomina nómadas: “¿podían dejar de viajar? Eran románticos. ¿Era algo que hacían o algo que les pasaba?”, el viaje era también una búsqueda incesante de lugares en los que instalarse huyendo de los acreedores del lugar anterior. La pobreza los acompañaba y esa pobreza fue la causa, en parte, de la muerte de tres de sus cuatro hijos por frío, por falta de medicinas: “yo era una madre y ahora no lo soy”. La muerte, de nuevo, abrazando a Mary. La muerte y las reliquias de la muerte, porque ella nunca dejaba partir del todo a los suyos: “viajaba y se mudaba con sus reliquias, con sus fantasmas parciales y anatómicos; con una familia reducida, inanimada, a cuestas”. La muerte siempre cerca, siempre con ella. Viajaban y vivían “el clan recorría Italia llevando su escritorio, sus camas, el sofá de Shelley, libros y treinta y dos sillas. En una ciudad dejaban una tumba. Salían de otra con una cuna”. Viajaban y escribían. Cuentos, poemas, un diario a medias: “en la historia de amor entre Shelley y Mary la escritura fue, probablemente, lo más fuerte”. Y tras diversos viajes por Inglaterra y Francia llegaron a Suiza.
Muchos sabemos del momento en que se gestó Frankenstein, de la noche del año sin verano en Villa Diodati (cerca de Ginebra, a orillas del lago Lemán), de la propuesta de Lord Byron de escribir una historia de fantasmas mientras la lluvia caía sin parar y consumían láudano. Lo que quizás no sabíamos es que en el origen de Frankenstein, además de la propuesta de terror, estaban las Danzas de las Convulsiones Tónicas (aplicaciones de corriente para resurrección eléctrica), las autopsias con público a las que tal vez Mary asistió en Londres y su mano permanentemente tendida tanto a la muerte como a la vida. Cuando la idea de La Criatura estalló en su mente (“Lo vio. Le heló la sangre. Tenía que limitarse a “describir el espectro que acechaba la almohada”), Mary escribía, Percy B. leía, y la fiebre de ambos alimentaba La Criatura de la mano de Mary (pese a que al principio se atribuyó la autoría, y por tanto el éxito de la obra, a su marido): “los cirujanos abren y cortan, el doctor Frankenstein cose: Percy B. Shelley corrige los borradores”.
La Criatura, un ser que sufre la soledad y que quiere compañía para amar, podía ser un reflejo de los deseos más íntimos de Mary. Quizás una premonición de las muertes que seguirían acompañándola y lastrándola, todas a destiempo, todas demasiado pronto (Percy B., ahogado a los 29 años; Lord Byron, muerto entre fiebres y sangrías a los 36; John Polidori, su médico y autor de “El Vampiro” en la noche de fantasmas, suicida a los 25; su medio hermana Fanny y Harriet, la primera mujer de Percy B., suicidas ambas también; sin olvidar la primera muerte, la de su madre, y la de tres de sus cuatro hijos): “a los veintiséis años, me encuentro en la situación de una anciana. Todos mis amigos se han ido… Qué pobladas están las tumbas.” Sólo Claire Clairmont, su hermanastra y amante ocasional de Lord Byron, los sobrevivió a todos. Trabajó como institutriz en Viena, París y Rusia y fue la guardiana de las reliquias literarias (epistolares) del grupo.
Percy B. murió de forma trágica en un naufragio. Él: el poeta que no sabía nadar, el que quiso salir a navegar desde el puerto de Livorno a pesar de la tormenta, el desasosiego en la mente de Mary (“la sombra de un futuro ominoso, que lo oscurecía todo, estaba en mí cuando se iban”-Percy B. y Eduard Williams-), el de las visiones premonitorias (vio a Allegra, la hija muerta de Lord Byron, entre las olas y soñó que se inundaba la casa de los Williams). Y también él, honrando la fatalidad post-mortem que les acompañaba, y sufriendo en su cuerpo vicisitudes inesperadas: desde un primer entierro en la arena de Viareggio, a la quema en una pira funeraria en la playa, el rescate de su corazón intacto (órgano que viajaría por siempre más con Mary envuelto en las primeras páginas de Adonais, el poema de Percy B.), el posterior entierro en el Cementerio Protestante de Roma… “Shelley salió con su barco. Es como decir que el romanticismo salió al mar, a la naturaleza imponente”. Sí, Percy B. se echó al mar. Literal.
La historia de Frankenstein, la historia de La Criatura, fue mutando a lo largo del tiempo: “el monstruo tenía que adaptarse para entrar en sociedad”. Mary escribió versiones y autorizó adaptaciones, imitaciones e incluso parodias que, en ocasiones, convirtieron su historia en una historia gótica, la de un loco y un bruto que ya no ofendían la moral de nadie: “antes se parecían al lector, pero ahora eran pura amenaza formal, peligro externo, superficial. Ya no eran como ellos. Podían destruirlos sin destruirse. Antes eran como ellos mismos y daban asco. Ahora eran los otros, y daban miedo.” Gracias a estas adaptaciones (acomodación al mercado, podríamos decir), Mary pudo regresar a Londres. Al mismo Londres, de nuevo, de los resurreccionistas, al Londres de los “cuerpos humanos en términos de precio e inflación”, al Londres de los cadáveres sumergidos en alcohol, vinagre o whisky antes de ser entregados a su comprador, al Londres de los féretros de hierro patentados por Edward Brighman a prueba de ladrones de cuerpos. Ese Londres. 1823, aquel Londres.
El libro de Cross no es sólo una biografía de unos años en la vida de Mary, en algunos pasajes de la de Percy B., en otros un recorrido por momentos concretos del romanticismo, es también la historia de una época, la época amniótica en la se gestó La Criatura del doctor Frankenstein, la época que a caballo entre la necesaria banalización de los cuerpos y el respeto, que no temor, a la muerte empujó la imaginación de Mary en Villa Diodati en la que acabó convirtiéndose en una de las noches más importantes para la historia de la literatura: “Mary Shelley fue una pieza clave del mundo que la formó. Reveló la realidad que la incluía, la que no alcanzaba a contenerla, y al hacerlo la definió. Hay escritores que fundan su contexto, y ella creció en la época de Frankenstein”.
Coda: La novela de Henry James Los papeles de Aspern está libremente basada en los últimos años de vida de Claire Clairmont y en la correspondencia epistolar entre Shelley y Byron que supuestamente conservaba. Enterrada en el cementerio de la Misericordia dell’Antena en Florencia, su tumba también fue destruida. Gran novela, léanla.
Coda 2: no puedo resistirme a esta cita “Shelley era el auténtico héroe del romanticismo, el superhéroe era Byron”. Yo, que siempre creí que sólo admiraba a un superhéroe (Batman), ahora descubro que, desde mucho antes, ya admiraba a otro.
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