Una mañana, después de un viaje incómodo en camión, encontré un perro a unos pasos de la carretera. Estaba herido, descarnado, las fauces rojas y espumantes, tumbado bajo un árbol. Respiraba con dificultad. Tenía marcas de mordeduras en el cuello y el lomo. Supe que ese perro era yo. Al otro lado de una línea de arbustos, divisé una manada.
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La noche terminó cenando y bebiendo a las intempestivas once frente a una mesa en la que expandía su halo el mítico Panenka, rodeado por su cohorte de atractivas mujeres rubias arrebujadas en pieles. Incrustadas, apretadas, dibujadas, deseadas en pieles.
Panenka es un loco que un día se saltó las normas y se jugó la gloria y el destierro a cara o cruz y ganó. En las cosas importantes no cabe la tibieza.
…Los chinos que llevo al lado, al fondo del avión, no entienden la vaina y los rusos aún menos, aquí dicen que reír es de locos.
Ella devuelve las pelotas con parquedad y esa cortesía que permiten los monosílabos. Se entretiene observando el extrarradio anaranjado de la ciudad, los edificios lejanos y las planicies de tierra, margaritas y basura próximas a la M-40.
Una furgoneta amarilla conduce muebles a alguna parte, unas cuerdas sujetan la puerta, el conductor sacude la cabeza rítmicamente. Le dejan atrás y el taxi alcanza velocidad, en la radio resucita una copla.
El sonido de lo que posiblemente sea un plato rompiéndose nos saca de la hipnosis. Bajo la escalera, se oyen voces; juraría que son dos fantasmas discutiendo junto a la alacena. Dos espectros rojos con los ojos encharcados que juegan al tira y afloja con la vajilla y el hambre. Mi hermana, -quien asumo, odia los ruidos-, sube el volumen de la televisión justo cuando los cuchillos vuelven a lanzarse y el pestillo de la puerta no es lo suficientemente fuerte como para enmudecerlo
Ajeno a todos estos pensamientos y emociones, el cuento de Cenicienta se bate contra las olas en una lucha feroz y desigual. Intenta mantenerse a flote apretando firmemente sus páginas, cada vez más húmedas, en un intento desesperado de mostrar resistencia al tempestuoso líquido que le azota el lomo y se cuela ora por el flanco de su cubierta, ora por el de la contraportada, como un ejército de gotas infinitas pertrechadas con balas de espuma y sal.
Marzo, aborrecible y sin trabajo. Después de la entrevista —la tercera de este mes—,
Germán Huesca salió a la calle con plena conciencia de su fracaso. El sol comenzaba a
declinar entre los edificios de una ciudad caldeada en el aire imbécil de las cuatro. Caminó
sin rumbo, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Se detuvo frente a las puertas
de una cantina, atraído por el jolgorio de un conjunto que entonaba sones y matanceras.
Le sorprendió sobremanera ver abierta la librería de viejo un domingo; a fin de cuentas, no existía una combinación más mortecina y aburrida que la de Oxford y un domingo. Siempre pensó que los domingos eran unos días infames que había que dejar transcurrir y pasar de puntillas, pero es que allí alcanzaban la categoría, como escribió en algún sitio Baudelaire, de domingos desterrados al infinito.
El curso se impartía en uno de los salones del Hotel Ritz. Ramón entró de los primeros,
con la mirada deslumbrada por el lujo y la pregunta de cuánto habrían pagado los
organizadores. Fue a sentarse en primera fila. Lo había decidido de antemano, era el
primer reto personal que se había propuesto; se pondría donde todos pudieran verlo, no
iba a esconderse en un rincón como había hecho toda su vida.
Resulta sorprendente cómo maneja moralmente a los demás, cómo aniquila todo atisbo de esperanza, cómo conduce la conversación y los chistes -siempre tendentes a la necrofilia-, cómo cuando has escuchado y has asumido tus culpas y miserias, la mercancía que permanece en stock, él se siente fortalecido y al cabo sonríe inconscientemente con malicia.
Entonces, un rato después eres capaz de odiarlo por el fardo de tristeza que carga sobre tus hombros, pero cuando duerme y lo miras, comprendes que tiene la madurez y la mente de un niño que se rechaza a sí mismo.
Y eso, amigos míos, constituye una mezcla peligrosa.
Cerca de la plaza de nuevo, hay un tipo con un cartel colgado del cuello. “Hugs for free”. Desgarbado y extrañamente alto para la media japonesa, no rebasará los veinticinco años pero está pidiendo abrazos bajo la lluvia.
Los golpes de los fuegos artificiales contra el cielo estrellado de un pueblo cualquiera en fiestas nos despertó. […]
Una de esas noches la vi llegar.
Llevaba un vestido ceñido, rojo, del mismo color que su cabello rizado. Medias negras, tacones altos. Un ramo de flores amarillas.
Era el segundo día de los muertos y aquel, supuse, era su disfraz.
Primavera, comuniones, cumpleaños. bodas, dinero… , ¿reparaciones necesarias?, viajes cercanos, proyectos que dan más sufrimiento que disfrute, familiares que no aclaran sus vidas y eso nos enerva porque jode que te molesten, políticos y periodistas que te enervan por las mañanas…
Tuve que vender el coche y el reloj de oro de mi esposa para conseguir una entrada en la reventa, pero por nada del mundo iba a perderme el espectáculo del que ya se consideraba como el escritor más grande de todos los tiempos.