Desnudos en la lluvia
La primera mañana conduje despacio. Iba bien de tiempo a pesar de haber tenido que ir al banco antes de las diez. La contribución urbana: nuevas funciones.
A primera hora había llevado a mi hermano al colegio. Los niños cada vez madrugan más, quizás para no diluirse en la noche. La vida es disciplina, pontifica mi abuela, y la disciplina y la luna no casan bien.
Todo sigue igual. Tranquilo. La calma de la demencia sedada es un túnel del que difícilmente se puede salir.
He subido en el ascensor, ya no me inquieta meter la llave, ascender y que al abrirse la puerta me aborden los lívidos rostros y los ojos plúmbeos de los que sobrepasaron la línea.
En el despacho de la supervisora he dado las gracias por las dos semanas que me han cubierto la espalda y ella se ha interesado por la situación.
Al embocar el pasillo hacia la sala de televisión se me ha acercado Diego y ha extendido su mano sin decir nada. Es un hombre de pocas palabras, ese tipo de persona a la que te agrada sacar de un aprieto cuando una simple mirada no es suficiente.
– ¿Quiénes bajamos ?
– Carreño, ésta, tú y yo.
“Esta” es una chica de sonrisa ovalada; en realidad todo en ella es ovalado y amable. Me sonríe y pregunta mi nombre: Luis.
El suyo no lo recuerdo. No era sencillo, más bien un nombre sano y rural, despojado de cualquier esnobismo.
En el ascensor plateado me pregunté si haría frío para salir en pijama, algunos días soleados engañan.
No. Definitivamente mis dudas se solventaron en cuanto arrimamos el banco de madera a la luz. Ni siquiera a finales de octubre hace frío en esta ciudad, el verano en sus espasmos se resiste a morir, es el dictador en una tierra carente de humedad.
A veces pienso que en esta pequeña ciudad sólo existe el invierno de las almas sórdidas y la ignorancia silenciosa y cristalina.
Las puertas de la muralla se cerraron y no es sencillo escapar.
Probablemente estos tipos son los únicos pájaros sin jaula.
Desde el patio se puede tocar el alcázar, solemne y pétreo, de cara lavada saludándonos desde la otra margen del río.
Mientras ellos hablan de Dios me siento a su lado a leer el Marca.
El reflejo del sol en las baldosas me hace llorar. La lentilla izquierda empieza a dar problemas.
La chica anda entre las personas que vienen a consulta, intimando y pidiendo dinero. “Sinceramente, hoy no estoy para hacer de niñera”.
Teófilo Carreño es un individuo alto y delgado, de cuerpo endurecido por el caos.
Su cuerpo de aspecto quijotesco, con el pantalón del pijama colgándole de las caderas y sin llegar a tocar sus nuevas botas negras de montaña, se ha levantado y nos ha confiado que él no es el Mesías, aunque con pelo largo y barba dice parecérsele, sino un elegido.
Su discurso se precipita en cascadas, se está gustando como los buenos matadores ante un toro noble.
Diego me sonríe y lo rebate todo. El es un escéptico incluso de su propio escepticismo.
Parecen conocer profundamente los libros sagrados, no sólo la Biblia.
En mi casa se habla mucho de teología ahora y yo prefiero escuchar. Allí y aquí. Algunas personas buscan razones y escudos para esquivar sus miedos.
Yo respeto los colores; se podría decir que soy un relativista más que un escéptico.
Filosofías aparte, la conversación me hace apartar el Marca de mis manos.
Carreño tiene la cara angulosa, morena y agujereada. Su dentadura amarilla es como un piano maltratado por el tiempo y su risa es escandalosa y febril.
No le importa tener pocos dientes a su edad: unos treinta y cinco.
Sin duda, el tahúr repartió las cartas y los ases fueron a las manos de siempre.
– Estaba en Las Ramblas de Barcelona y me echaron las cartas. El de Marsella no; el brasileño, que es el bueno aunque más peligroso. Me dijo: ” Muchacho, nunca he visto a nadie que me saque tres comodines. Tú vas a tener estrella, victoria y luz pero el dinero no lo verás. El poder no está hecho para ti “. Y aquí estoy, sin un duro porque no lo quiero. Yo he prescindido de los bienes terrenales. Sólo necesito tabaco, café, mis walkman y un saco de dormir.
– Tú, como Diógenes el cínico- le interrumpe Diego.
– Y leche. Tres litros al día porque Dios me ha dicho que mi cuerpo necesita leche, aunque estos siniestros me la quitan- concluye señalando el edificio.
– ¿ Diógenes el filósofo ?- me intereso.
– Sí, el cínico. Pero cínico como los griegos lo entendían: personas que despreciaban todo.
El vivía en un bidón y tenía un cuenco para beber. Un día vio a un niño beber agua con sus manos y lo tiró. No lo necesitaba.
– ¡ Je !, ¿ y el bidón ?
Cada vez que Carreño se reía nos atraían sus dientes. A veces lo grotesco tiene la fuerza de un cuello llamando al estrangulador.
– Era necesario para el frío. Otro día llegó Carlomagno, ¿ sabes quién era Carlomagno ?, para invitarle a que le pidiera cualquier cosa, que él se lo daría. Y lo único que contestó fue: apártate, que me quitas el sol.
– ¡ Je !, como yo. Yo sólo quiero fumar, tomar el sol y beber café. Así que ése era Diógenes…
A esas alturas yo ya había limpiado mi ojo maltrecho con lágrimas y me vi hablándoles de mi familia, de la entereza, la fe, el abismo y la incertidumbre.
Diego sabía que mi padre había fallecido, lo leyó en la prensa, pero el otro tertuliano no quiere saber nada de prensa, ni de políticos, ni de curas, ni de poderes ante los que sólo percibe rechazo.
Su hogar es su mente, la cueva iluminada en la que habla con Dios.
– Estaba yo en Madrid, en el parque del Oeste una noche y dos tíos en una moto me perseguían para quitarme de en medio. Me oculté bajo un abeto. Sabes que los abetos se abren hasta el suelo- le habló a Diego-. Allí me metí y dormí dos horas profundamente. De repente oí una voz que me hablaba. Una voz de mujer. Me dijo: ” Levántate, es ahora cuando te puedes salvar “. Y yo contesté a la nada, porque allí no había nadie- enfatiza levantando el volumen mientras reímos-: ” Ya, pero qué pasa con esas ramas. Podría romper alguna al salir “. Entonces la voz me cortó: ” Los árboles son de oro y el oro es puro. Sal ahí y enseña la verdad “. Salí corriendo y no quería mirar atrás por miedo.
– Sería un sueño- supuse.
– O una ilusión- añadió Diego.
– No. La voz fue real. Todavía la recuerdo, yo no soy el Mesías pero sí un elegido.
A veces le escuchábamos con devoción discipular y cuando se apartaba nos preguntábamos por qué no seguía pintando.
– Luego vendrían los siniestros y lo verían y como sé demasiado me drogarían hasta matarme. Experimentos para ver cuánto aguanta el cuerpo humano. Yo voy a morir aquí. Lo sé- repuso en una ocasión.
No se habló más.
Diego mató a su padre, eso me han contado los morbosos sin que preguntara.
Recuerdo aquel incauto que preguntó la causa de su ingreso.
– Por mandamiento judicial.
– Pero ¿ qué hiciste ?
Sonrió mirándonos.
– Nada. Una tontería.
Al parecer cosió a su padre a cuchilladas.
Aparentemente es un tipo sereno y razonable, seguramente buen opositor hasta que una mañana se levantó con el pie cambiado. Lo ignoro, en el hospital nunca indago en la vida privada de los demás. Es una máxima.
Debe saber que hasta las paredes hablan pero él no abre el cajón de los secretos y no seré yo el cretino que se lo pida.
Además, bastante estigma lleva en la frente a los ojos de los que no lo conocen. Yo le tengo afecto y me cuesta conciliarlo con los hechos, así que los obvio.
La amistad, como el amor, es propensa a la ceguera.
A pesar de los mensajes velados, Teófilo Carreño se ha dado cuenta. Me dice ” lo siento ” con la seriedad que muchos no presumen a un enfermo mental.
” Este tío podría dar unas cuantas lecciones a más de uno ahí fuera “, pensé mirando a la ciudad, melancólica y triste tras su glorioso pasado.
Les hablo de buques sin capitán, de ideas torrenciales que no se ordenan, de equipos de fútbol en los que todos quieren ser la estrella, del miedo y la rabia frenando y acelerando continuamente hasta romper el motor… Les hablo de mi familia.
La locura no sólo habita en este recinto, amigos.
Es la lava de un volcán que no deja de bramar.
Diego me escucha y contesta y obstinadamente me pregunto si le molesta que hable de mi padre. No deseo ofenderle o amargarle la mañana.
Cambio de tercio lo antes que puedo, la conversación silenciosa entre mentes se ha vuelto confusa.
Al final de aquella primera mañana tras la muerte de mi padre sentí que ellos dos eran mis amigos y que por ellos tenía el aprecio sincero de un niño. Ya saben, la amistad sin compromisos ni heridas. Niños.
Algunas líneas son demasiado tenues y sólo un muro puede trazar la frontera.
¿ Por qué será que los locos no tienen miedo ?
El semáforo está en rojo.
Me siento bien.
Estoy desnudo en la lluvia y no me quiero cubrir.
J.Félix González-Encabo, Profesor Jonk
(Publicado en la revista Cuentos Globales. Marbella, marzo de 1999)
2 Comentarios Agrega el tuyo