Gema Monlleó con la colaboración de José Díaz de Cerio Jackson
José Díaz de Cerio Jackson con la colaboración de Gema Monlleo.
“Abrí la puerta. No había nada. Me había puesto mi paracaídas. Mi paracaídas singular se abrió. Como los hormigueros en primavera. Como el vientre de la nieve cuando recibe a los jinetes. Salté. Sin prisas. Para abrazar aviones. Porque sí. Con toda la razón del mundo. Con todos los papeles en regla. Un salto impetuoso. Sin memoria. Un salto…”
Aravaca
“Tengo 32 años, pero nadie sabe, ni siquiera yo, cuánto tiempo he vivido. Nací (según los papeles y los hombres) en 1955, pero no sé si estaba vivo en abril del 69, en marzo del 80, en aquella mañana gris, mientras remaba en el lago tranquilamente sueco. Nadie sabe los años que tiene, nadie conoce su verdadera edad, todos mentimos cuando decimos: “Tengo 32 años y soy ingeniero””.
Todos hemos estado muertos en el vientre estéril de la noche, cuando no podemos dormir y nadie pone un disco para que bailemos con las estrellas desnudas. Las horas nos entierran de repente, sobre nosotros crecen los minutos y las flores moradas de la alta montaña. Luego, de pronto, otras horas nos desentierran con un beso en la boca, una mano debajo del pantalón o una simple tormenta, la madre del rayo y del charco, la tormenta salvadora.
… Ahora sé que tengo pocos minutos y pocos años…”

“900 años
y llegan a su destino
un asteroide encantado.
Los 3 astronautas
queman el cohete interplanetario
para no regresar jamás
El cohete
arde como una bruja.”
Barcelona
No recuerdo en qué momento comencé a leer a Pedro, pero sí que cuando empecé ya no pude parar. Quería conocerlo más en sus palabras, me fasciné y embriagué con el poeta raro, no cesaba de encontrar espejos en sus poemas. Tras la admiración, un deseo: hablar con él para confrontar mis utopías con esa visión suya tan lúcida del mundo.
A veces, en mi lucha entre realidad y ficción, la ficción deviene momento real, y con esa esperanza comencé a soñar con una entrevista tangible a Pedro, un combate amigable entre mis preguntas y sus palabras. Los versos y los dibujos de Pedro hablan por él, hablan con él, hablan de él, hablan de nosotros, hablan con nosotros, miran al futuro y se ríen del pasado. Los versos y los dibujos de Pedro son vida. Y la vida, esa vida, es el contexto de todo lo que aquí acontece.
“Una tiniebla
que ahondaba en mí
huyó del alba
antes de que el alba viniera.”
Persigo a Pedro en su obra y tengo siempre la sensación de que es una ola que se escapa. Me llega la espuma, el vórtice de la velocidad, me salpica la sal, pero es como si cada vez entrase en un mundo que, cuando logro comprenderlo, ya ha desaparecido. A ver cómo le explico esto a un poeta incidiendo, contradictoriamente, en que es un comentario positivo. Entrar en la escritura de otro, adentrase y casi perderse, ¿leer no debería ser siempre algo así?
“Mi angustia
es el eco
de la risa de Dios.”
Leo, leo, leo y releo. A Pedro. Sobre Pedro. Y entre tanta admiración sigo añorando el diálogo. De ahí la necesidad brutal y física de conversar con él.
Toledo
Salgo a la terraza a dar cuenta del que siempre es mi último cigarrillo. Momentos de paz manchados por la nicotina. Ha sido un día duro. El trabajo se acumula como una torre de jenga, ese maldito juego en el que mis hijos siempre me derrotan inmisericordemente. Minutos antes, me he plantado frente al ordenador con la esperanza de escribir, a pesar de no tener nada que contar. Una decisión equivocada. La pantalla en blanco del procesador de textos me ha tragado bajo su manto y, a falta de un equipo de rescate, apagarlo ha sido la única salida. Helado y derrotado. A la mierda la dignidad.
Observo el móvil, el reloj de Cortázar de nuestro tiempo, mientas apuro las dos últimas caladas de la noche. Hay un WhatsApp de Gema. Una pregunta sencilla pero que se sustenta de complejas raíces.
G – ¿Te gusta Pedro Casariego Córdoba?
Joder, yo soy el hombre delgado que quisiera no flaquear jamás.
Contesto rápidamente que sí y espero, impaciente, la respuesta. Una extraña sensación me recorre el cuerpo. Un tren a toda velocidad desviándose en el último momento.
Barcelona
Tengo que hablar con José. Proponerle compartir esta experiencia. Acompañarnos en este viaje al mundo de Pedro. Con sinceridad: soy cobarde. Sé que mi mitomanía irreductible puede hacer que me pierda, que en lugar de escuchar a Pedro sólo mire sus manos de poeta y pintor buscando indicios de versos escritos o pintados por surgir, que si finalmente me encuentro con Pedro la sensación de estoy-en-su-mundo salte por encima de la conversación, que cualquier paseo con él sea un principio de auto extravío. Necesito que José sea mi ancla al mundo real, que me mantenga lúcida en la admiración, confrontar con él las ideas y el miedo al ridículo.
Nunca hemos trabajado juntos hasta ahora, pero en realidad ya trabajamos conjuntamente (cosas de los objetivos compartidos y del sentimiento de pertenencia a esta nuestra the Jungle). Imagino a José en esta noche tranquila, en su terraza toledana, miro el reloj, no es demasiado tarde. Suele leer cuando la casa está en calma. Empiezo a escribirle un mensaje. Va a ser una petición un poco extraña y loca pero… ¿Cuándo esto me ha retenido?
G – ¿Te gusta Pedro Casariego Córdoba?
Es una pregunta trampa, lo confieso, sé que suele repetir su frase “soy el hombre delgado que quisiera no flaquear jamás”.
J – Sí ¿?
G – Tenemos un proyecto, querido.
Toledo
Y el proyecto me vuela la cabeza. Me siento como Fred Madison en Lost Highway al recibir aquel inquietante mensaje. Eso sí, esta vez sin calles vacías ni sirenas de policía alejándose. Por muy inexplicable que pueda resultar, la sensación de imposible se evapora inmediatamente tras recibir un nuevo audio de Gema. Su voz, nerviosa y excitada, no deja lugar a dudas.
Sé que ella teme perderse en el agujero negro al que nos enfrentamos. La admiración y respeto hacia el poeta madrileño, compartida por ambos pero, en su caso, enquistada en lugares más profundos, requiere de un paracaídas que la ayude a aterrizar suavemente desde el cielo de Madrid. Un papel que estoy dispuesto a desempeñar. Quizás no sea la persona adecuada, yo que vivo permanentemente a dos centímetros del suelo, pero eso, querido yo, es un secreto que guardo para mí.
Corro a la biblioteca en busca de mi ejemplar de Poemas Encadenados. La misma fuerza. La misma extraña sensación de ser un farsante. Un voyeur observando tras la cortina algo prohibido, el proceso de un hombre mudando de piel. Una y otra vez hasta que apenas le queda ya nada que proteger.
Y me surgen las mismas incertidumbres… ¿o ya no?
Abro la agenda, donde guardo los mapas de tesoros no buscados, y dejo que las preguntas, que empiezan a sobrevolar la habitación, se posen en las páginas. Esto está pasando realmente.
Barcelona
Y José, el hombre tranquilo, ni un ápice de duda, ni un ápice de extrañeza ante la propuesta, vuelve a decir sí.
Sí, claro que le gusta Pedro. Sí, claro que se suma al proyecto. Sí, ahora somos dos los que vamos a encontrarnos con él.
Me siento bien. Me siento tranquila ante la excitación de todo lo que está por venir. Releo los poemas de Pedro y empiezo a mimetizarme en-entre-dentro-sobre sus palabras “Ansío el terremoto particular que alguien me ha prometido”. Sé que esto es lo que va a sucederme, un terremoto emocional contra-ante-con-por el que sucumbir y resurgir.
A mi alrededor sus personajes van tomando forma más allá de los versos, ¿les crecen alas y me sobrevuelan? Soy capaz de verlos, de repente vivo acompañada por un ejército de sombras: Vanderbilt, Marie, Markowitz, Wataksi, H., Paivarinta. Si yo supiese dibujar le llevaría un Mallick trazado por mí, un dibujo que le hablase, el personaje trascendido, la (re)vuelta de tuerca en positivo. Tengo que pensar en ello. Comentárselo a José. ¿Sabrá dibujar él? Soy un pozo de dudas. Regresan los versos:
“Mi sangre no es sabia;
yo busco un manantial de sangre sabia:
ríos de sangre sabia
para regar mi cuerpo.”
Escribo, escribo, escribo. Y tacho, tacho, tacho. Veo la Olivetti roja de Pedro. Sé que no daré ninguna frase por buena hasta que esté mecanografiada. Las preguntas, me preocupan las preguntas que le haremos. Sigo escribiendo. Sigo tachando. Estoy en un bucle, en un tren de paradas de nombres inventados. Azul cian. Bajo.
Esto-está-pasando-realmente.
Toledo
Los días se suceden entre lo cotidiano que alimenta la cordura y los preparativos para este extraño encuentro que nos espera. Busco, cuando el azul del cielo desaparece, momentos para leer, escribir, dibujar o simplemente, pensar en Pedro. Su qué. Su por qué. Su quién. Su cuándo. Su cómo. Su. Su. Su… Doy gracias por los gritos nocturnos de alguno de mis hijos, que, como alarmas programadas al azar, me devuelven irremediablemente a la realidad. Justo el tiempo necesario para recobrar el oxígeno antes de volver a dejarme caer al océano alfabético de Pingtung, Honolulu, Buenos Aires u Ookunohari.
Las preguntas se van acumulando, llenas de faltas de ortografía. Maldita dislexia a medio diagnosticar. Soy un títere sin cuerdas con los dedos manchados de colores que manchan sus poemas pero los dibujan para pedirles perdón.
“Voy a hablarte con otra voz
con una voz mucho más fría”
No te enfades Pedro, le digo al espejo de la pared que no refleja apenas (motivo por el que tuve que comprarlo). Te prometo que seremos puntuales.
Barcelona
El intercambio de mails con José es diario. Ambos sentimos la emoción, las ganas, el respeto, el vértigo. Compartimos esa infrecuente sensación de vamos-a-tocar-un-mito. Calma. Necesitamos calma. Que la excitación no nos pierda. ¿No era él quien debía contenerme a mí? Me desconozco en estos pensamientos. Mi naturaleza adictiva no suele ser tan sensata.
“Roberts aúlla como una cometa
y yo aúllo como esa misma cometa”
Quizás se trata sólo de esto. Un auto-grito-de-auxilio de mi lado más consciente al arquetipo más oculto. Doy hilo a la cometa, soy la cometa, dualidad extrema, me sujeto y aúllo.
Y entre lecturas, relecturas, escritura y reescrituras llega el instante mágico previo al big-bang. Ha costado, sabía que convencer a Pedro no sería fácil, las entrevistas no le gustan, prefiere la soledad de sus rutinas a ninguna interrupción (“soy el único propietario / del aire huesudo y de los pájaros fáciles”), su mundo es demasiado propio para compartirlo con extraños. Sin embargo, el regalo es un SÍ. El regalo es un SÍ, en Aravaca. El regalo es un SÍ, en su casa de Aravaca. El regalo es un SÍ, en el epicentro de su mundo.
Y claro, ahora sí, ahora sí me dejo aullar como la cometa. Pierdo pie, pierdo el hilo pero no importa. Ahora sí aúllo y ahora sí me intercalo una H en mi nombre para hermanarme con el Pedro más bolañiano: “hay perros románticos en todos los seres de cinco letras”. Tengo cinco letras, GeHma, ahora sí soy un perro romántico a punto, esta vez sí (¡sí!), de subir al tren.
Sé que José está impaciente por saber. Mis dedos temblorosos, turbados frente al teléfono, escriben:
G – Querido, nos vamos a Aravaca. Tenemos día.
Toledo
Barrio de Madrid barnizado de azul. Portal hacia versos tatuados y eco de su voz. Pienso en Illiers, Yoknapatawpha, Macondo, La Isla de Skye, la Ruta 66 o The Spaniard Inn. Lugares, reales o no, recorridos durante años. Donde me he perdido y he sido encontrado. Me he encontrado. Y, al leer “nos vamos a Aravaca”, me recorre la misma sensación de vértigo, de saber que volverán las noches de insomnio. El miedo a quedarme a medio camino. Unos segundos de dubitación que mastico en diminutos pedazos y desaparecen arrastrados por la corriente de un whisky barato. Sólo queda una profunda alegría. Una necesidad primitiva de salir desnudo a la terraza y dejar escapar un grito salvaje al cielo. Grito que es respondido por el coro de perros del vecindario:
“Soy el perro que en la luna escarba una hoguera de signos
y
sólo
la
muerte
me hace
la vida
imposible.”
Ellos lo saben. Más que sus dueños.
Gema es un huracán, un tsunami de ideas que golpean cada día mi cuerpo. Me aferro a sus mensajes con fuerza, intentando construir un dique con el que, poco a poco, contener la ola. Y formar un estanque de colores donde intentar iluminar, bombilla en mano, el orden desordenado que forma una vida tan compleja. La tarea es imposible. Así lo quiso Pedro, supongo. Pero al menos acudiremos a la cita con el imaginario exprimido. A veces, en lo no real, encontramos las mayores verdades. Quizás el reverso de las mismas.
La cuenta atrás ha comenzado.
Barcelona
Y, a veces, detenerse. El calendario marca fechas que atenúan el ritmo. Detengo mis letras. En la bombilla de Pedro veo un periscopio. Llevo días sumergida en ese mundo de colores y necesito respirar fuera de aquí aunque el oxígeno esté más contaminado que en este-nuestro- (¡ya-nuestro!)-mundo-cian. Y lo intento. Subo por el cable, funambulista hacia el cielo, rompo el margen del dibujo, boqueo y nado.
“Arrojé
contra la pared oeste
una hora
de luz del día.”
En la realidad más prosaica los detalles. Los horarios de los trenes. Un hostal en Madrid. Los días de fiesta en el trabajo. El encuentro con José. Los cercanías que llevan a Aravaca. Calculo los tiempos. Falta poco y lo único que deseo es la teletransportación. Mi alrededor me resulta extraño, ajeno. Creo que Pedro nos ha dado esta fecha tan cercana para no modificar su sí, para no tener apenas tiempo de arrepentirse. Y nosotros vamos a ir a su velocidad, a su tempus. Compro mis billetes, reservo el hostal. Tamborilean mis dedos en el ratón del ordenador. Impaciente. Nerviosa. Repaso lo escrito, los temas de los que queremos conversar, persiguiendo objetividad-no-emocional, estudio los dibujos y los textos de Pedro, los colores de sus cuadros explotan a mi vista. ¿No quería alejarme? ¿No quería detenerme? Parece que no, que no voy a poder. ¿Qué estará haciendo José?
Y me rindo (feliz). Y entro en el único mundo de Pedro al que no había entrado todavía. Y no sé si soy zarigüeya, mosca o sombrilla pero paseo por el país de los cuentos junto a su elefante. Y la coherencia de la (su) imaginación mece mis nervios y me empuja a zambullirme de nuevo. Desciendo por el cable, los colores siguen bailando. Voy hacia la luz.
“Luz, más luz” dijo Goethe antes de morir.
“Lux, más Lux” digo yo antes de vivir.”
Mi último pensamiento antes de cegarme: ¿tienen nombre los trenes? El mío se llamará Pernambuco. O yo lo leeré así. Subo. En marcha. No hay paisaje tras las ventanas. No hay paisaje en los viajes en el tiempo.
“Algo estremece la edad definitiva de aquel tiempo en los cristales.”
Aravaca. Nuestra Canción De Van Horne
El bar de los obreros azules de Aravaca. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿No estaba hace unos segundos cuidando el jardín? ¿Preparando un desayuno inglés? ¿Comprando un billete de tren? ¿Soñando? ¿Estoy soñando?
La algarabía de las charlas de café, donde el fútbol y la política inundan el local, junto al punzante dolor al pellizcarme el brazo izquierdo, indica lo contrario. Y, para ser sincero, hace ya muchos días que he renunciado a intentar descifrar los jeroglíficos que la figura-lectura-aventura de Pedro han ido presentando en mi camino. Abrazarlos me ha parecido más insensato y necesario.
“El diente
que
el camarero
enseñaba
al sonreir
se sonrojaba
como si fuera
de oro.”
Observo, en la mesa donde me encuentro, la carpeta con algunos de los dibujos y la agenda llena de preguntas tachadas. El resto del material, en el que he trabajado cada noche, no parece haberme acompañado.
Busco el móvil que, para mi sorpresa, ha desaparecido. Me invade la sensación del miembro fantasma. La necesidad de mirar la pequeña pantalla que nos mantiene presos. Adiós a la herramienta con la que inmortalizar lo que está por llegar. En su lugar, en el bolsillo del vaquero, encuentro un papel con una nota escrita por mí que no recuerdo haber escrito.
16:30 p.m. Calle Zénit, núm. 13.
El reloj de pared, situado junto a al televisor del bar, marca las 16:15.
Recojo mis cosas y me apresuro a salir a la calle. Gema me espera. ¿Y Pedro?
16:20 p.m. Estoy aquí. Aquí que es allí. Su aquí, mi allí. Todavía me cuesta creer que Pedro nos regale no sólo su tiempo, sus respuestas, sino también su entorno. Aravaca, Zénit, planeta Casariego. Y esta sinestesia pegada a la piel.
(Dudo: ¿debí vestirme de operadora camboyana?)
Un obrero azul, bolígrafo en mano, cuaderno sobre las piernas, concentración máxima tras las lentes: “parece dispuesto / a improvisar / un saquito de brillantes / palabras”. Soy una voyeur fascinada observando a Pedro desde el otro lado de la verja, sin atreverme a llamar. No, no quiero llamar. Quiero infinitos de este instante, quiero congelar este momento, que nadie envejezca, que nada mute, que la luz sea siempre ésta. Quiero esperar a José aquí, medio-visible-desde-fuera-medio-escondida-desde-dentro, quiero que él vea este momento como lo estoy viendo yo.
“Esta
vida
demasiado
plácida
me
extingue.
Estas horas
solemnes
sofocan
los incendios
imprudentes
y los papeles
en llamas.
Ansío el
terremoto particular
que alguien
me ha
prometido.
Soy el hombre
delgado
que no flaqueará
jamás”.
16:30 p.m. Llego con la gota del sudor deslizándose por mi cabeza bombilla y el corazón encabritado.
En la puerta, no puede ser otra, se encuentra Gema. Mirando ensimismada dentro de la casa. La niña-mujer asomándose al salón el día de Reyes. No es, hasta ese preciso momento, cuando tomo conciencia de que no nos conocemos en persona. Todo este tiempo hemos sido sólo letras y voz ausentes de cuerpo y forma. No sólo voy a encontrarme, por primera y posiblemente única vez, con Pedro. En el caso de Gema, espero que sea el primero de muchos encuentros.
Al llegar nos damos un sentido abrazo. Soldados de un mismo bando que, desde diferentes trincheras, han luchado codo con codo por llegar a la última batalla.
Sobran las palabras. Ya habrá tiempo, cafés o cervezas para ello.
Señala con su mirada al otro lado de la verja. Es Pedro Casariego. Pedro “puto” Casariego.
Me acerco a la entrada para capturar con mayor precisión la escena.
El hilo de una voz masculina se cuela por la rendija abierta:
– “Sastres, si lo sois, vestid de belleza mi rabia.”
El gesto de Gema lo dice todo. Dejémonos llevar por este mundo abstracto. Perdámonos en él. Sin presentaciones. Sin temores. Sin frustración.
Y pasamos. Porque hoy somos los sastres que han venido a vestir de belleza tu rabia.
¿Quién es este terrible muchacho azul, extraño y brillante, como caído de una estrella?
Sylvia Plath
¿Quién eres, Pedro?
Soy una criatura obsesiva.
Cuando me miro en el espejo veo un hombre de un solo color, de un solo pantalón, de un solo disco, de una sola pieza, de 28 años: azul, tela eterna, Breezin’, un rompecabezas, 28 años. Sólo me lavo a fondo cuando la vislumbro. Cuido con esmero el pequeño jardín de mis padres. Olvido los nombres de las plantas y de las flores. Bebo café entre los obreros y ya sólo invento horarios fijos: sólo soy un verdadero artista mientras vacío el lavaplatos. Mis gafas se me antojan tan crueles e indispensables como la risa de Dios.
¿Qué edad tenías al nacer?
Imaginábamos
manchas de tinta simpática
pegasos
leviatanes
y quimeras
ciudadelas
y puentes levadizos
y no nos cansábamos de imaginar.
Manchas de tinta simpática
curiosas y fisgonas
que nos atisbaban
desde la pared oeste
sirviéndose de los mejores
catalejos transparentes.
Pedro, artista inclasificable en un mundo de etiquetas, espacios cúbicos cerrados, códigos de barras. Él es un astronauta viajando al espacio exterior. Sus movimientos, su caminar, transita ajeno a la gravedad tal y como la entendemos: parece que llegue de lejos a esta nuestra Tierra, a este nuestro planeta que no se sabe qué hacer con lo extraordinario, con lo diferente.
Entramos al hogar familiar. Su refugio para la insensatez, el castillo desde el que disparar versos y cuadros.
¿Te consideras un raro/outsider de tu tiempo, de tu generación?
Soy sin duda muchas cosas.
No soy nada. No soy casi nada. No soy prácticamente nada. Pero al mismo tiempo soy alguien. Dentro de mí nadan miles de peces inocentes o perversos. Grandes branquias de todos los colores. Vivo del aire. Muero del humo. Alquilo los caladeros más ricos a los pescadores más diestros. Me enriquezco sin dar ni golpe. Soy un terrateniente más. Un terrateniente especial. Porque mis tierras están sumergidas. Hay en ellas un cementerio blanquecino. Sus cruces brillan al sol tímido del fondo del océano. En el cementerio desvaído pescadoras jovencísimas lloran a sus ahogados. Fui yo quien los mandó al otro barrio con un golpe de mar o de furia.
La debilidad del rebelde
merece una piedad
mucho más
honda
que el océano
pacífico
de los
mansos.
¿Sientes que eres un hombre de otro tiempo, de uno pasado o por llegar?
Qué bonitos eran los duelos. Me suena que en los duelos cada duelista tenía un padrino. . . parecerían bautizos, bautizos rojos en vez de blancos. ¡Ojalá los duelos volvieran a ponerse de moda!… Me ofende usted, caballerete. Le desafío. Pistolas. A las cuatro. No falte usted. Maldito ganapán. Los preparativos se hacían en secreto y a escondidas, como se hacen todas las cosas importantes. El olor de la pólvora es mucho más puro que el del incienso. A las 4 y 5 hay un hombre malherido. Eso se llama puntualidad. Esos gemidos se llaman agonía. Un hombre agoniza virilmente. . .
¿Eres un infrarrafaelista? Tu Manifiesto resuena bolañiano. Él escribió “Déjenlo todo, láncense a los caminos”, ¿qué le responderías?
Inventemos un termómetro de audacia; convirtámonos en hombres, aunque sea para desaparecer: os propongo entonar conmigo, sin mí y en silencio, el primer y último canto, el canto de la digna y mortal soberbia.
Sólo debéis reclamar aquello que ya tenéis, pues jamás ha sido vuestro. ¡No exijáis estrellas! ¡Exigid vuestra piel y vuestros ojos, la flor que no habéis pisado, el pájaro que todavía vuela!
Desangraos en la construcción de un caballero interior afín a la gloria y al vacío…. No me hagáis caso, sólo os requiero para que asumáis la defensa del bruto, del verdadero poeta, del leñador, del iletrado.

Pedro juguetea con las teclas de la Olivetti, protegida por su caja roja, huérfana de un papel donde registrar los compases que dirigen sus dedos de forma involuntaria. Poemas escritos en el aire. En su cabeza. Pedro no es un poeta o artista al uso. Huye del término. De sus implicaciones. Quizás porque definir es el primer paso para encadenarse. O porque todos somos niños en cuerpos adultos con temor el rechazo.
¿Qué es ser poeta? ¿Te consideras un poeta? Y ahora, junto al tic tac del reloj que aflige, que exacerba el hambre de infinito, ahora o nunca, no puedo menos de exponer una de las obligaciones ineludibles del poeta de segunda, del poeta que escribe: este poeta condenado que a nada sobrevive ha de revelar la naturaleza de la gran tragedia, del precio de la piedra, del precio de cada pan, de cada lágrima, de cada rugido, de cada hombre. Como un gran número, en torpes números redondos la tiranía del Altísimo, del Jugador de Baloncesto que ve un aro en cada luna y en cada nube, se desmenuza en precios pequeñísimos, en decimales como moscas que nos ahogan y nos miden y nos pesan y exigen que adelgacemos, que añadamos músculo al trigo, que hablemos de lo que está arriba y de lo que echamos de menos, de las limitaciones que se nos han impuesto.
¿El poeta es un náufrago en busca de un faro?
Hay un lunar en tu espalda, un náufrago asustado que pide auxilio y no se resigna a hundirse porque ya ha nacido y el instinto de conservación le domina y bebe agua salada y aparece un camarero que ofrece hielo al náufrago, el agua salada está a 23 grados y el náufrago agradece mucho el hielo y bebe tres vasos seguidos de agua salada y da las gracias al camarero y el camarero se marcha en una motora y el náufrago se ahoga después de rezar un poco y nadie escucha sus oraciones, las ballenas suelen ser sordas y los tiburones están ocupados cazando algo.
Escribir, no escribir. ¿Cuál es tu ejercicio de supervivencia, el impulso irreductible en tu pulsión poética? ¿Las letras, el silencio?
No se escribe una obra literaria: se incurre en una obra literaria. Manufacturarla significa, si no se trata de un fraude aún más grave, desnudarse, y yo «desprecio a los que se desnudan» (entiéndase metafóricamente).
Escribir un poema es igual que comer un bocadillo de queso. Si uno se atreve a morder el pan antediluviano y el queso de penicilina y no se parte un diente o se lesiona una muela o sencillamente grita a causa del mal sabor, si uno mastica heroicamente, la victoria es segura.
Pero en mi caso lo que ocurre es que ni siquiera tengo el bocadillo de queso. Son las tres de la madrugada, un gato imitamonos ladra en la calle desierta, y en mi despensa no hay una gota de queso ni un trago de pan. Además tampoco tengo mis calzoncillos mágicos. Cuando necesito escribir un poema de amor a una cajera de supermercado, a una niña negra o a una de esas señoras jubiladas que cocinan como los mismísimos ángeles, me pongo mis calzoncillos mágicos, meto primera y a volar: todo marcha entonces mágicamente. Pero resulta que mis calzoncillos poéticos están en la tintorería, y a ver quién es el guapo que los recupera a estas horas, a ver quién los saca de una tintorería equipada con alarmas y todos los adelantos imaginables y más.
Vanderbilt, Marie, Markowitz, Wataksi, H., Paivarinta, Van Horne… ¿de dónde salen esos nombres, Pedro? ¿Son el resultado de una búsqueda o los personajes mismos se te presentan?
Dentro de mí
caen los rayos
con la fuerza de una boa
otro día perdido
antes de que empezara
serpientes y no serpentinas
forman la docena dolida
de mis brazos y mis dedos
parca en luces para mí
la mañana luminosa
estas palabras son
los minutos que van con ellas.
¿Qué encontraste en la pintura que te hizo abandonar la poesía?
Me han cortado por la mitad.
Ayúdame a ser zurdo.

La letra herida
sangraba tinta china
sin un quejido.
Las gotas de sangre
bajaban por la pared sur
hacia el centro de la Tierra.
En tu caso, ¿El artista es el reflejo de la persona? ¿Un pequeño esbozo? ¿Un juego? ¿Un disfraz?
Me gusta el artista que no hace lo que denominamos obra de arte.
Yo defiendo un arte que se destruye al ser creado. El artista que escribe un libro o compone música está ya efectuando un trasvase de su alma con lo exterior que la deforma, ya que es imposible describir lo que sucede dentro de uno mismo.
No enciendas
la radio
pidamos
permiso
para salir
a los 100 misterios
que aquí
moran.
Si existe tal cosa, ¿Eres feliz, Pedro?
Hoy por hoy
nuestras alegrías no son alegrías
nuestra alegría no es alegría
sino tristeza potencial
que desaparece
no a la alegría
artificial.
No, no oigo nada, sólo oigo el rumor de tus dedos y el estruendo de tus pies y el murmullo de un lago que aprende a andar cuando te mira, Shahn, eres breve y dulce como los telegramas de amor que nos envían las tormentas peligrosas, los truenos cantan y la tierra seca se estremece y los rayos nos persiguen y la muerte nos desafía y tú no has nacido pero tienes miedo, y de pronto te das cuenta de que yo me he convertido en pararrayos, y las cosas cambian y buscas mis manos y ya no hay grietas en mi alegría, y poco tiempo después la tormenta inquieta se va y la tierra blanda se curva y resurge el cielo y tus labios rojos permanecen en mi sombra, así que yo me vuelvo loco de alegría y me disfrazo de explorador y recorro el desierto con mis viejas gafas de bucear puestas, y llego a un oasis y soy un beduino feliz y te mando un telegrama que habla de cerillas apagadas y de tormentas y de estrellas fugaces y de lagos viajeros.
¿La vida es la celda de una condena?
Vivir
bendito castigo
si nos lleva
hacia el amor
en almohadas
de roca y sangre.
La celda del condenado es la mejor de la prisión: hay una estantería con libros, un televisor diminuto y un florero comprado en unos grandes almacenes. Un gran cartel dice: Se Permiten Regalos Navideños.
¿Es injusta la vida?
En cierto sentido todas las vidas son una misma cosa, ya que cada vida es una cuerda. Pero unas cuerdas sirven para saltar a la comba y otras para ahorcarse con ellas.
Wataksi
escúchame.
He callado y he callado más aún:
mi silencio ha sido más largo
que el camino de la serpiente
más profundo
que el dolor de la hiena.
Escuchar de su voz esos versos que llevo inscritos, por razones que no alcanzo a comprender, bajo la piel, hacen que mi cuerpo se vea asolado por una tormenta de nieve. Frío intenso. Placer indoloro. A punto de quebrar.
Busco en la carpeta, con las manos entumecidas por la emoción y la duda, uno de los dibujos que realicé durante la preparación de este encuentro. Pequeños refugios donde almacenar las sensaciones que las letras no alcanzan. No por ellas, sino por mí.
Se lo entrego a Pedro. Ya no me pertenece. Una ofrenda de carácter profano que, acabe en la papelera o un cajón, habrá cumplido su ciclo vital.
Pedro, el hombre tranquilo, flaquea. Se azora, balbucea mudo. El regalo de José es un cometa iluminando la estancia. Halley en Hanoi, Tempel en la Lurie Company, la lluvia de estrellas de Biela en Aravaca. El silencio es emoción, se miran y hay casi un saludo ceremonioso de samuráis entre ambos. Mi panorámica es completa, mientras ellos sólo se ven el uno al otro yo los veo a ambos: tengo una foto que jamás verá la luz.
Y José, mirada cómplice tras el momentum, prosigue:
¿Cómo entiendes el amor? ¿Es más sencillo amar o ser amado?
Lo más bonito, lo
más dulce, lo más
conmovedor del amor
eterno es que
es provisional y
sigue aspirando
eternamente a
ser eterno.
El amor no debe tocar nunca el suelo para que no se lo lleven las hormigas.
Para ti, el amor ¿es una búsqueda o una espera?

Excluyendo a la familia, ¿Puede el amor vencer a la monotonía de lo cotidiano?
Los enfermos del espíritu, los hombres pálidos y dignos (o indignos, hay de todo en la viña del Señor) que llevamos la tuberculosis en la frente, enamoramos siempre a las mujeres más sanas, a las de tez más sonrosada, a las de caderas más blancas, a las más virtuosamente apasionadas, a las mujeres más generosas. Y morimos dulcemente, junto a esas mujeres, en las redes de los hospitales, en los recios manicomios, en los sórdidos domicilios particulares, morimos dulcemente sin parar de besarlas…
¿Te enamoras fácilmente?
Nadie se enamora nunca a las 3 y 10. A esa hora hay que dedicarse a otras cosas. Un industrial bebe su café y no industrializa ni se enamora. Una criada lava los platos. Yo veo a un obrero fornido desde lejos. Tú comes cualquier cosa y tienes los ojos castaños. La siesta visita algunas camas. No hay quien se enamore a las 3 y 10… ¿Y a las 3 y cuarto?
¿Vives en un encierro ficticio?
Hace unos cuantos años. Me afeité con esmero. Me puse una de mis levitas. Me encasqueté el sombrero de copa que me ayuda a soportar el alcohol. Estaba lleno de energía y de audacia. Me apetecía bajar los escalones de cuatro en cuatro, de seis en seis, y llegar a la calle en un abrir y cerrar de ojos. No pude hacerlo. Sólo había dos escalones. Y mis párpados habían desaparecido. Un calor soñoliento se extendía por las aceras. Los ángeles arruinados tiritaban a pesar del calor. Enloquecidos. Quemaban las mantas municipales para calentarse.
Yo era más delgado que cualquier faquir
para dormirme
contaba las estrellas
con mis costillas
ya
casi
había
olvidado
el sabor de la carne del mendigo.
En este momento, a esta hora, ¿Cómo estás respecto a ti y tu entorno?
Me apetece muchísimo que acabe este baile de disfraces.
ooh Señooor
no nos olvides:
haz que el lunes
los látigos de nuestros amos
nos acaricien
con dulzura de mujer cansada y satisfecha:
haz también
que las gabardinas Burberry
heredadas de nuestros
amados abuelos
duren otro invierno.
Sigo hipnotizado por su presencia. Su voz. Su calma embravecida. Cada respuesta, marea atmosférica en la costa norte, nos acerca y aleja de su figura inalcanzable. Hay momentos en que tememos perderlo. Otros en los que parece que vaya a sumergirse en otros mares en busca de su compañera la soledad.
No es al mar donde se dirige.
Seguimos sus pasos en silencio, guardando las distancias. Sin querer explotar la burbuja que le rodea. ¿Es la despedida? Gema y yo nos miramos, dudando entre proseguir o correr en dirección contraria. No hay debate. No hay opción. Sentimos la cuerda invisible que tira de nuestros cuerpos, intacta, sin cortar. Abrazamos el silencio y dejamos de pensar. Pedro Casariego, al ritmo de poemas encadenados, recorre el camino memorizado hasta llegar a las puertas del bosque. Su bosque.
Y nos adentramos. Y sonríe.
Y grita:
“Cambio las trenzas de Mary Pickford
por media ballena azul”
Este paseo silente dibuja un trío.
Recorrer el monte entre la levedad y la necesidad de dejar huella.
Respirar la tierra. Sentirme hoja y raíz.
Me gusta callar cuando callamos. Me gusta esta comunión. Me gusta no necesitar más palabras que las que cuelgan de los árboles.
Me gusta saber que nos miramos mientras miramos nuestros pies al caminar.
Somos tres caminantes de Walser sin nieve. (“Esta bola de / nieve / es tu traje / de novia”). Los tres que caminan despacio. Los tres que regresan deprisa.
Pedro nos ha explicado la belleza del atardecer desde el tejado y, tic-tac, el día es hoy porque sólo tenemos este hoy.
Se alumbran los primeros colores en el cielo. Aligeramos. Aceleramos. Corremos. Somos Bande à part. Aravaca es el Louvre.
Como el flautista en su Hamelin, Pedro. Como niños hechizados, nosotros.
Seguimos a Pedro mientras José, insaciable, sigue preguntando. Yo estoy mareada de felicidad, seguro que él también, sin embargo no deja que ninguna de nuestras dudas se pierda.
Por las ventanas los primeros y tenues colores en el cielo. Entramos y salimos de su estudio otra vez. Pedro abre y cierra puertas. ¿Nos está dando el último tiempo para las últimas preguntas antes de enfilar las escaleras? En mi mente siempre sus versos:
“Agua del tiempo
qué poco tiempo me queda
un vaso de minutos
una jarra casi vacía
un vaso lleno de nada”
¿Cuánto te pesa el paso inexorable del tiempo, el hecho de envejecer?
Veo mi cara, la veo bien. Sigo siendo joven, pero mi palidez aumenta, mis mejillas se retiran, mis pómulos se despiertan y se levantan. Mi cara es la de un asesino espiritual, la de un fanático que se consume pensando en el amor y la muerte. Mi cara ya no es mía; se hace más débil y más fuerte que yo. Mi cara es superior a mí, pero gime y llora. Mi cara es la de un poeta que odia la poesía. Mi cara es la de un vagabundo que odia los caminos y el polvo. Mi cara es la de un sacerdote que odia a Dios.
Ya no hay llanuras en mis montañas
ya no hay llanuras y yo
yo olvido un sótano de recuerdos dos sótanos llenos
y persigo sombreros alegres para dejar de olvidar
aunque ya se sabe
los sombreros huyen
y la alegría
y los gatos que no nos felicitan.
Hablar de la muerte es hablar de la vida, ¿Cuál es tu relación con La Dama Delgada?
Soy todo lo bondadoso que puede ser un buitre
que no es mucho
y todo lo viejo que sabe ser un viejo
que ya va siendo más.
Hay
muchos
mundos
pero yo no
estoy
en
ninguno.
¿Sabré
morir?
Vivir no he
sabido…
Subimos ya el último tramo de escaleras. Pedro, el flautista de Aravaca, y nosotros, sus dos niños detrás. No hay música, aquí las corcheas son palabras, son versos:
“si
alguna
vez
muero
quiero azaleas encima de mí
quiero una ausencia de cruces
azaleas encima de mí”
(no puedo creerlo, un escalón, un verso. He ido contando. Uno: si. Dos: alguna. Tres: vez. Cuatro: muero. Quinto (se gira, nos mira): quiero azaleas encima de mí. Vuelve a girarse, cada gesto de Pedro es como una gran decisión mesurada. Sexto: quiero una ausencia de cruces. Séptimo: azaleas encima de mí)
(nos mira de nuevo, no voy a contar más los escalones, sé cuántos versos quedan, he recitado ese poema en mi mente mil veces. Azaleas y estrellas. Veo la puerta entreabierta del tejado, la espalda de Pedro, su voz, los escalones, octavo, noveno, décimo… hasta catorce: estrellas encima de mí).
“si
alguna
vez
vivo
quiero azaleas para mis brazos
quiero agua para las flores
estrellas encima de mí.”
Estar sentados aquí, al final de la tarde, a su lado, contemplando el horizonte frente al que, en tantas ocasiones, se ha confesado protegido por el sigilo sacramental del cielo de Madrid, es una fotografía de la que nunca pude soñar formar parte. Una llamada a la felicidad. “La felicidad también es un ángel aburrido”, recuerdo que mencionó en una ocasión. El nuestro, en todo caso, hoy no lo es.
Cuántos secretos guardará esta bóveda que empieza a teñirse de color naranja, con sus nubes noctilucentes, reflejos luminosos del humo del cigarrillo recién encendido, adherido a la boca de Pedro. El último del día, presiento. Al menos en nuestra compañía.
Yo, que siempre he tenido miedo a los finales, no puedo evitar dejar de pensar en ellos. Preguntarme sobre ellos. Preguntar sobre ellos. Y pregunto.
¿Cómo te gustaría que te recordaran cuando ya no estés? ¿Piensas en ese momento? ¿Lo temes?
Quisiera aprender un oficio. El de sepulturero. Para enterrarme yo mismo correctamente cuando llegue el momento.
Este atardecer en el tejado tiene ya ahora color azalea. Siento el color fucsia en los hombros. Un peso leve. Casi un beso.
La ciudad se ve distinta. Sensación de distancia y de extrañeza. La veo con los ojos de Pedro, ¿es por eso que nos ha subido hasta aquí? ¿quiere que veamos la ciudad o quiere que veamos la vida? Callamos. El ruido no nos alcanza. El único rugir ahora es el de nuestros pensamientos. Tantas palabras dichas, recitadas, lanzadas como dardos alegres en el bosque. Nuestra tarde ha sido más que un sueño. Siento un paréntesis que se cierra. Necesito una cierta descompresión.
La mirada de Pedro se pierde también en el horizonte. Quizás le surgen versos de esos que ya no quiere escribir, quizás el silencio le lleva de nuevo a esa lucha tan suya con-contra el paso del tiempo, quizás “los obreros azules” han vuelto al trabajo. En los cristales de sus gafas redondas el fucsia reflejado huele a pintura.
Me parece escuchar un murmullo: “tus cosmogonías y mis delirios”. ¿Lo habrá dicho realmente? No quiero preguntar. No quiero interrumpir este momento.
Me pregunto qué pensará José.
Toca despedirse. Regresar de vuelta a un presente que ya no sé donde está. Me esfuerzo por proteger todas las emociones acumuladas que, como granos de arena de una playa que empiezo a olvidar, escapan sin remisión por los resquicios las manos. La línea entre lo real e irreal eliminada por mi yo niño con una goma de borrar Milan 430. Un fogonazo. Sólo cuatro personas asisten ausentes a un funeral. Menciona mi nombre. Sensación de vértigo al lanzarme en paracaídas por vez primera. Si no me mato me caso, dije. Luces de colores. Libélulas en la piscina. Un poema sin terminar. Pedro. Gema…
Me tomo las pastillas de proteína y aprieto el casco. Y dejo una última duda en el espacio.
¿Cómo regresar?
¿Cómo regresar?
¿Cómo?
¿Cómo?
¿C
ó
m
o?
En la
luna no hay
girasoles.
En la luna nada gira.
En la luna un
astronauta
pregunta por ti.
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Pedro Casariego Córdoba nació en 1955 y murió el 8 de enero de 1993 cuando voló hacia las vías del tren en Aravaca (Madrid).
Lo último que Pedro escribió fue Pernambuco, el elefante blanco (Ya lo dijo Casimiro Parker, 2017), un cuento infantil que regaló a su hija el día de reyes de ese mismo año.

Su obra escrita, dispersa y en ocasiones descatalogada, se reunió en 2020 en una nueva, revisada, ampliada y hermosa edición de Poemas encadenados (una de las últimas ediciones en que participó la también añorada Belén Bermejo). Su obra gráfica se ha expuesto, hasta ahora, en dos ocasiones.
Pedro dejó de poner por escrito sus versos en 1988 pero nunca dejó de escribir.
Quiero agradecer infinitamente a la PeCasCor Sociedad Imaginada su permiso para hacer esta entrevista. Ellos me presentaron a Pedro gracias a su iniciativa en redes sociales y el mundo cian ya no saldrá nunca de mi vida. Este texto quiere ser un homenaje compartido a la obra de Pedro (gracias José por seguirme, animarme y contenerme) y también es la demostración de que algunos sueños pueden cumplirse. Querida Sociedad, si esta conversación ha existido es gracias a vosotros.
El resto… El resto es su obra, a la que siempre podemos regresar. Y el resto, también, es su ausencia. Su ausencia inabordable.
Coda: Para la realización de esta entrevista hemos leído los libros de Pedro Casariego Córdoba y artículos de prensa que tratan de su obra. También se han consultado la cuenta de Instagram @pedrocasariegocordoba y la web http://www.pedrocasariego.com/, ambas a cargo de PeCasCor, S.I., alguno de cuyos miembros nos ha proporcionado útiles pistas para este viaje. Obviamente, las palabras de Pedro Casariego Córdoba son suyas y la responsabilidad de las nuestras nos corresponde a nosotros.