Con Frost en la Feria del Libro
A la feria me voy, pienso y me río. ¡Yo, a la Feria del Libro de Miami! Me pellizco y todavía no lo creo porque esto es una racha de buena suerte y a mí la suerte no me sonríe desde el año del caldo. La suerte mía era verde y se la comió un chivo, como decía mi abuela. Pero a lo mejor está empezando a cambiar.
Todo comenzó por el libro de cuentos que le hice llegar, casi por casualidad, a una editorial americana. Mi socia Mercy, afortunada con acceso a Internet, se puso a husmear en línea y dio con el website de una casa editora que buscaba manuscritos bilingües. Ahí se acordó de que yo le había comentado sobre unos cuentos míos, escritos primero en español, y luego traducidos al inglés, y anotó los datos de la editorial. Tanto insistió que les mandé el manuscrito, aunque aquello era como lanzar una botella al mar. Y lo aceptaron. No sólo lo aceptaron, sino que me invitaron a presentarlo en la Feria del Libro.
Muerta de miedo fui a la entrevista de la visa porque todo el mundo dice que ahora que somos amiguitos de los americanos están dando menos visas que cuando les gritábamos Fidel seguro a los yanquis dales duro. El embajador era un rubito joven, con las mejillas tan rosadas que daban ganas de pegarle un pellizco en los cachetes. Yo le solté la explicación, que llevaba aprendida de memoria, de que pedía la visa para presentar mi libro en un evento cultural.
—¿Usted tiene intenciones de quedarse en Estados Unidos? —me preguntó.
Mira qué pregunta más comemierda. Si las tuviera ¿acaso se las iba a confesar?
—No, señor.
—¿Qué garantías hay de que usted no sea posible emigrante?
—Oiga, yo tengo ya cincuenta años y ni un alma fuera de Cuba —le zampé—. Aquí están mi casa, mi trabajo y mi madre de ochenta abriles. ¿Adónde voy a ir que más valga?
Se quedó patidifuso. Parece que estaba acostumbrado a que la gente se le agachara y le lamiera los zapatos. Pero yo no. Si me iba a planchar, al menos me daba el gusto de contestarle cuatro frescas. El rubito sonrió de medio lado, se le pusieron aún más coloradas las mejillas de niño gordiflón y me dijo que pasara en dos horas a buscar la visa.
Bueno, quién sabe si se impresionó cuando le enseñé mi libro, porque, naturalmente, llevé un ejemplar a la entrevista. Cuentos bifrontes es el título que se le ocurrió a Mercy.
—¿Usted escribió esto en inglés o alguien se lo tradujo? —me preguntó el rubito.
—Lo traduje yo misma.
Al momento me arrepentí, por a lo peor saber inglés me hacía sospechosa de querer quedarme. Pero quién quita y prefieran a un quedado que masculle la lengua a otro que llegue sin saber decir ni good morning.
Recogí la visa esa misma tarde. Shirley, la editora, me mandó dinero para el pasaje y los trámites porque ¿con qué los iba a pagar yo? Mi sueldo es en puros pesitos cubanos, con los que no me puedo sacar ni un boleto a Haití. Yo me gradué de licenciada en inglés en la Facultad de Lenguas Extranjeras en el año noventa y desde entonces he estado enseñando el idioma a estudiantes de Estomatología. A veces les hago traducciones a los amigos que tienen casas particulares o alquilan almendrones o son guías turísticos o jineteros encubiertos, pero siempre me quedaba el bichito de intentar algo literario. Y como yo había escrito un montón de cuentos, pues me lancé a traducir algunos y al final me quedó un volumen de siete historias bilingües.
La madre del cordero era cómo y dónde darlas a conocer. En Cuba, forget it, la simple idea de publicar un libro me parecía complicadísima. Lo llevé a varias editoriales y en todas me decían que no había papel. Como en todo, hacía falta tener buenas conexiones… ¿De dónde iba a sacar conexiones yo? Si no hubiera sido por Mercy, todavía estarían los cuenticos durmiendo el sueño de los libros olvidados. Ojalá consiga plata para comprarle un regalo a mi socia. Yo voy, como dirían las monjas, con espíritu de recogimiento. Las monjas. Muchas veces me he preguntado cómo sería mi vida si me hubiera metido a Hija de la Caridad, cosa que pensé hacer seriamente cuando ir a la iglesia era diversionismo ideológico. Quién sabe si sería más feliz. Vocación, lo que se dice vocación, no tenía, pero tampoco la tenía para el matrimonio y me casé.
¿Cómo es esa poesía de Frost?
“Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo.”
Monja o casada con el Vejestorio son los dos primeros caminos que me vienen a la mente cuando me da la majomía por pensar en lo que no fue, pero pudo haber sido.
Al Vejestorio lo conocí en mi trabajo, donde se apareció con una delegación de yumas y canadienses que querían saber sobre los métodos usados por la odontología cubana. Era dentista retirado, me dijo, vivía en Tampa y siempre había sentido curiosidad por conocer la isla. Me tocó ser su intérprete porque yo era la única que hablaba inglés en la facultad. En esos años ya estaba madurita, con treinta años en las costillas, pero no pasada como ahora. Si bien no era ninguna belleza criolla, con el culo descomunal y las curvas peligrosas con que nos imaginan los del mundo exterior, tenía buenas tetas, que todavía no se me habían caído, y cierta sandunga. Me invitó a salir y yo —aunque con miedo, porque entonces si te veían andando con extranjeros, te colgaban el cartelito de jinetera— acepté a ver qué se me pegaba.
Me llevó a La Divina Pastora y al Polinesio y yo, que estaba crujiéndome de hambre por el periodo especial, saqué el vientre de penas. No pensé que llegara a más porque el señor tenía, según su propia confesión, sesenta años cumplidos. Pero después que regresó a su país siguió escribiendo y llamándome, y a los seis meses estaba otra vez en La Habana. Al cabo de quince días de romance me propuso matrimonio, de lo más embullado, y me ofreció llevarme a vivir con él a Tampa.
Yo le dije que sí, aunque hacerme tilín, la verdad es que no me lo hacía. Orgasmos, los únicos que he tenido en mi vida han sido con esta mano blanca, de palidez de lirio, de suavidad de seda. Con los hombres, nananina jabona candado y menos con un veterano mandado a recoger. Pero a ver si iba a pedir limosna y con escopeta.
Mi abuela fue quien lo bautizó como el Vejestorio, y se llenaba la boca diciendo que el tipo estaba bueno para ella, no para mí.
—A ése no se le para ni tocándole el himno nacional.
A pesar de sus burlas, igual me aconsejaba que me casara con él.
—Hija, si después no te conviene le das una patada por el fondillo y te buscas otro. Pero, como quiera que sea, ya estás del lado de allá y empezando una Nueva Vida.
Así lo decía, con mayúsculas. Pragmática la doña. Si hubiera tenido veinte años menos, me levantaba al tipo. ¿Por qué no le hice caso? En parte, porque mi madre se metió a decir que cómo me iba a ir con un desconocido a tierra extraña, donde yo no tenía ni un primo tercero. Que capaz de que el viejo me pusiera a putear. ¿Y qué iba a hacer si era él quien me daba la patada y tenía que irme a vivir debajo de un puente? Aunque supiera inglés, tampoco tenía más oficio que enseñar el idioma y no era cosa de bailar en casa del trompo. ¿De qué iba a vivir si el Vejestorio se hartaba de mí?
—Tú que nunca has sido muy espabilada, ¿cómo te las vas a arreglar sola en alma por allá afuera? —me preguntaba mami—. Además, fíjate en lo feo que está el tipo. Todo arrugado y se le está cayendo el poco pelo que le queda.
—Lo peor no es que se le caiga el pelo, sino que se le caiga el palo —remachaba abuela.
El Vejestorio, ilusionado, regresó a Tampa con el sí de la niña y empezó a hacer las gestiones para llevarme con él. Pero entre la matraca de mi madre y el enredillo con Yuniel, el matrimonio y mi Nueva Vida se fueron a bolina.
Yuniel no era malo. Ni bueno tampoco. Ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. Era una nulidad en dos patas, de esos tipos a los que en un grupo de gente nadie los toma en cuenta y terminan arrinconados. Tenía dos o tres años más que yo y tampoco se había casado. Empezó a darme vueltas justo cuando me volví popular en la facultad porque había conseguido un yuma.
¿Qué volá con la flaca esa? se preguntaban las envidiosas. ¿Tendrá un diamante en la florimbamba la muy mosquita muerta? Si ellas supieran, me reía para mis adentros. Aunque tuviera una mina de diamantes en las entretelas, el pobre Vejestorio jamás habría podido dar con ellos. Todavía no se había inventado el famoso Viagra y él tomaba a esas pastillitas que fabricaban en Cuba, el PPG, que decían que eran para el colesterol, pero los hombres las usaban para fortalecer el pito. A veces funcionaban, pero la mayoría del tiempo, no.
Yuniel trabajaba también en la Facultad de Estomatología como higienista. Hasta esa época no habíamos pasado los buenos días, pero de repente empezó a interesarse en mí.
—Quédate aquí, mamita, que el periodo especial no va a durar toda la vida. Cásate conmigo, que yo voy a tenerte como a una reina.
Yuniel era mejor parecido que el vejestorio, claro. Y tenía más palabrería —comoquiera que sea, las cochinadas en la lengua materna suenan mejor. Me acosté con él un par de veces y aunque tampoco nada de fuegos artificiales, el hombre traía más empuje y me hacía sentir… no sé, deseada, vaya. Luego se volvió posesivo. Acaba de mandar al diablo a ese fulano y ven a vivir conmigo, me conminaba.
La voz de la aeromoza me saca de mis recuerdos y me hace rebotar en la realidad. ¿Un sándwich? ¿De jamón y queso?
—Por favor, compañera ¿a cuánto?
La mujer me mira con una media sonrisa de burla o de compasión.
—Es gratis.
Bueno, gratis hasta las bofetadas. Me lo trago de cuatro mordidas.
Azuzada por Yuniel le mandé una carta muy fina al Vejestorio, explicándole que lo había pensado mejor y había decidido quedarme en Cuba. El pobrecito me llamó enseguida, descorazonado, pero cortés.
—Lo comprendo, querida. Soy demasiado viejo para ti y esto ha sido sólo una ilusión. Gracias por hacerme soñar, aunque al cabo me despertara.
Yo estaba esmorecida del llanto cuando colgué el teléfono. Algo me decía que estaba metiendo la pata, que estaba tirando mi futuro a un mar infestado de tiburones. Pero no reaccioné y nada, me ofusqué y me cerré ese camino.
The road not taken, como diría Frost.
“Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.”
Y yo sigo la rima:
“Pero ya era muy tarde; se había impuesto el fracaso.”
Si el poeta me oye, me manda para el bosque de una patada.
Total, el matrimonio con Yuniel fue un rotundo fracaso. Fuimos a vivir a su casa, pero allí estaba su madre, malgeniosa como ella sola, y mi cuñada, divorciada y madre de tres chiquillas pesadísimas. Y yo, acostumbrada a tener mi espacio, no aguanté ni un mes. Entonces él se mudó con mami, abuela y yo, pero tampoco eso resolvió la situación porque allá quien sentía que no tenía “su espacio” era él. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, decía abuela, que nunca lo tragó. Le echaba la culpa de que yo había perdido la Oportunidad de mi Vida. Y mi madre, que tampoco tenía paz con nadie, se la pasaba refunfuñando, vigilando lo que Yuniel hacía y quejándose cada vez que nos sentábamos a comer porque era una boca más que llenar.
Luego estaban los problemas de cama. Él me acusaba de no saber moverme, de ser muy pudibunda, de no saber cómo excitarlo… Ah, ¿por qué no me dijo eso cuando yo andaba con el Vejestorio? Entonces lo excitaba la competencia, pero una vez que el rival desapareció, el interés sexual de mi marido hizo mutis también. Al cabo de año y medio nos divorciamos.
Al veme sola, fané y descangallada como en el tango me tragué el orgullo y le escribí otra carta al Vejestorio dándole mil explicaciones, pero nunca me contestó. Y yo, aunque conservaba su número, no me atreví a llamarlo por miedo a que no me aceptara la llamada, que era a pagar allá. ¿Vivirá todavía? ¿Se acordará de mí? Pensé invitarlo a mi presentación, pero no me decidí. Lo más probable es que esté en un asilo o se haya muerto ya.
Ah, si volviera a vivir lo haría todo distinto. ¡Si volviera a vivir! Pero ¿acaso no estamos viviendo a la vez muchas vidas? Yo tengo una teoría que nunca me he atrevido a compartir con nadie: la tan llevada y traída doctrina de la reencarnación no significa que vivamos mil vidas diferentes, sino que estamos viviendo una sola en muchos planos paralelos. En una vida yo estoy viviendo en Tampa con el Vejestorio y en otra me he metido a monja y en una tercera he seguido casada con Yuniel y así hasta la eternidad. Así resulta que somos inmortales porque las posibilidades, como el universo, son infinitas. No hay road not taken porque tomamos todos en algún momento de esta travesía del vivir.
¡Qué bandazo ha dado el avioncito! Se me han bajado los sesos al estómago. Me olvido de las teorías y muevo los dedos de los pies dentro de los zapatos de Primor que me quedan chiquitos y tienen rasponazos en los tacones, pero son los mejores que tenía. La blusa azul que traigo puesta (muy fina, con encajes) es de mamá. La última vez que se la puso fue cuando mi boda con Yuniel, y mira que ha llovido desde entonces. El pantalón es de látex, feísimo, pero al menos no tiene huecos ni desgarrones.
—Comenzamos el descenso a Miami. Abróchense los cinturones de seguridad.
Qué rápido se me ha hecho el viaje. Más tiempo toma trasladarse de Centro Habana a Mariano. Aterrizamos, pero todavía no nos dejan bajar. Sigo hurgándome en la memoria, que es lo único que se puede hacer cuando una tiene que estarse quietecita y sin abrir la boca. Hablando de bocas, la señora que está a mi lado se ha quedado dormida con la suya abierta. Suerte que no hay moscas. La pobre, se parece a mi abuela el día que se murió…
Después que abuela se fue al otro lado, mami y yo empezamos a llevamos mejor. Ella ha reconocido que tiene mal carácter y que en muchas cosas estaba equivocada, entre ellas su actitud cuando lo del Vejestorio. “Si te hubieras casado con él, otro gallo nos cantaría,” me dijo una vez. No creo que el gallo, que ya debe estar como el de Morón, sin plumas y cacareando, vuelva a meterse en mi gallinero, pero ya veremos. Ya veremos, dijo un ciego y nunca vio.
Ay, qué nerviosa estoy. Y pensar que del aeropuerto vamos derechito a la Feria, pues el panel donde participo celebra esta misma tarde. Shirley me dijo por teléfono que me alojaría en el hotel Marriott, que la Feria lo paga. ¿Pagará también mi comida? Porque no voy a pasar hambre en un hotel, por muy Marriott que sea. Menos mal que me embutí el sándwich.

Pasar el Control de Aduanas fue más fácil de lo que pensaba, con mi visa, mi pasaporte y la cara de tranca que pongo siempre que me toca lidiar con las autoridades. Pero me costó Dios y ayuda dar con un baño en este aeropuerto que parece una ciudad en miniatura, con restaurantes, tiendas y hasta peluquerías. Ah, qué alivio es vaciar el vientre. Y también una precaución, porque qué vergüenza si me entran ganas de hacer caca en medio de la lectura.
Dios mío, me he embarrado las manos. Pensar que estoy por fin en territorio americano, en la tierra de Frost y de Whitman, y yo con las manos cagadas. ¿Cómo se abrirá esta pila? ¿Será que se fue el agua, igual que en Centro Habana? No, a la mujer que usó el lavamanos antes que yo le salió un chorro grandísimo. ¡Pero si esta cosa no tiene llave! ¿Cómo se supone que salga la puta agua? Y aquí no hay a quién preguntarle.
No me voy a presentar en la Feria con los dedos oliendo a porquería. Ya sé, voy a lavarme con agua del tanque. Avemaría purísima, ¡estos inodoros no tienen tanque! Qué va, una cosa es ir mal vestida y mal calzada, pero maloliente, eso no. A ver, el agua de la taza esta clarita porque la cadena se haló sola hace un momento. Deja meter las manos. Nada, si está más limpia que la cisterna de mi casa, que siempre está repleta de gusarapos. Perfecto. Ahora me las seco bien en este papelito que sale solo… Ya no hiedo. Qué mal rato he pasado, Virgen del Cobre. Ahora a buscar a la editora y…
—¡Teresa!
Ésa es la Shirley. Se ve mejor en persona que en las fotos. Hola, hola, besos, ven que apenas tenemos tiempo para llegar.
El camino del aeropuerto a la feria es un despiporre de luces: las de los edificios, las de los otros carros y las de los anuncios. Al pasar ante una vidriera, los ojos centelleantes de los arbolitos de Navidad me saludan con guiños de complicidad.
Media hora más tarde estamos en el salón donde tendremos la presentación. Somos tres. Las otras dos parecen escritoras de verdad. Vaya, que tienen cara de escritoras y llevan con sandunga escritoril esa tarjetica que nos han colgado del pescuezo. Yo estoy toda aciscá. Luego parece que todos se han puesto de acuerdo para preguntarme lo mismo: qué me parece la visita de Obama a Cuba y si creo que las cosas van a cambiar. No sé qué contestar. ¿Que todo sigue igual, como diría Julio Iglesias? ¿O que no es lo mismo, pero es igual, según Silvio Rodríguez? ¿Que yo sigo con el mismo par de zapatos que me compré para los quince y que ya me hicieron ampollas? ¿Que al menos no tuve que pedir visa de salida como se usaba en otros tiempos, nada más que de entrada? ¿O los mando al carajo para que no me jodan más?
En la sala de la lectura hay como cien personas, seguro que han venido por las otras dos autoras. Me siento en un rincón y me hago la que estoy leyendo el programa mientras observo al público con disimulo. Hay mucha gente joven, por eso se destaca más un señor calvito que se da, desde lejos, un aire al Vejestorio. Pero no puede ser. No puede ser que se haya enterado de mi presentación, ni que yo fuera una famosa. No puede ser que haya venido desde Tampa para verme la cara, después que no nos hemos comunicado durante veinte años. No puede ser.
Leemos. Leen ellas, las escritoras de verdad, primero, y yo al final. Me arriesgo con el cuento más corto, que es medio fantástico y se titula “El sobreviviente de la catástrofe.” Empieza con la descripción de un refugio que una familia ha construido porque saben que el día menos pensado les zampan un bombazo por la cabeza. La familia son los padres y un chiquito de siete años. Y resulta que dan la alarma de bombardeo (eso lo saqué de una película rusa) mientras los padres están en el trabajo y el niño en la casa, de modo que el único que se puede meter en el refugio y salvarse es él. El refugio está bajo tierra y diseñado para alimentar a tres personas durante medio siglo. El muchacho se queda allí por años y años. Cada vez que intenta subir a la superficie, el refugio, que es una casa inteligente (eso lo saqué de Bradbury) le bloquea la subida porque toda esa zona está cundida de radioactividad. A los cuarenta años del zambombazo nuclear, el protagonista, que se ha criado a sí mismo, descubre un día que ¡por fin! ya va a poder salir. Y decide subir a ver lo que ha pasado con el mundo.
Puesto que no ha tenido roce con la gente en tantos años, está asustado. Como yo ahora, vaya. Está gordísimo porque comida no le ha faltado y ejercicio no había modo de hacer en el refugio. Pesa más de trescientas libras y se mueve con dificultad. Llega a la superficie y ve los restos de su casa, un coyote mutante con seis patas y un pajarraco con plumas que parecen púas y que por poco le saca los ojos. Empieza a caminar y llega a un bosque, porque la ciudad está invadida por la vegetación. Allí encuentra a un grupo de gente, todos flaquísimos y cubiertos de andrajos, alrededor de una hoguera. Con la voz ronca les dice quién es y les pregunta qué sucede. Pero apenas lo entienden porque en cuatro décadas la humanidad ha involucionado. La civilización está destruida; no hay comida ni a quién pedírsela, de modo que la vida se les va en subsistir. Mientras el hombre habla y habla, encantado de tener quien lo oiga, un tipo se le acerca por detrás y le estampa un garrote en la cabeza. El cuento termina con la horda de harapientos hambreados dándose banquete con el sobreviviente.
No sé si les habrá gustado. Me aplauden, pero supongo que aquí aplauden a todo el mundo. Se abre la sesión de preguntas y la primera me la lanzan a mí; viene de una muchacha joven con aire de pazguata:
—¿Y por qué su historia no trata sobre Cuba?
¿Qué se le puede contestar a esa sandez? ¿Le digo que porque no me dio la gana de que tratara sobre Cuba y ya? No, deja hacerme la fina para que no piensen que una ha salido de un solar.
—Yo escribo para olvidarme de lo que me rodea. De que no hay agua, de que no hay comida, de si hoy van a quitar la luz, entonces me invento algo distinto (hasta peor si viene al caso) para no acordarme de las cosas desagradables que tengo al lado, ¿entiende?
Alguien del público sugiere que el cuento es una metáfora de mi realidad cubana, pero como no es una pregunta, me hago la boba y dejo que corra la bola. Metáfora ni un cohete. Las luces me dan en plena cara y siento que se me llena la cabeza de pulsiones rojas, verdes, amarillas —un arco iris multicolor que estalla ante mis ojos atónitos.
Hacen otra pregunta que va dirigida esta vez a una de las autoras de verdad. Yo aprovecho para mover los dedos de los pies, y me sorprende no sentir las ampollas incubadas durante el viaje. Miro hacia abajo y me llevo el susto de la vida porque los zapaticos de Primor han desaparecido. En su lugar llevo unas sandalias blancas y sin raspones. Los pliegues de una saya de mezclilla caen sobre mis rodillas. La blusa azul con encajes se ha transformado en un pulóver negro. En el dedo anular de la mano izquierda llevo un anillo de oro.
Ahora sí que me perdí en el bosque amarillo. Frost, por tu madre, ¿esto qué cosa es?
Termina la presentación. Me dejo saludar por los que dicen ser mis lectores. Como autómata firmo ejemplares de los Cuentos Bifrontes. Se vacía el salón. Shirley se despide, se aleja y me deja junto al calvo que distinguí antes en la audiencia y que es, sin duda alguna, el Vejestorio. Hoy más Vejestorio que nunca, con ochenta años en las costillas, que me dice en inglés que lo he hecho muy bien y que está proud of me. No le contesto porque temo que me falle la lengua, todas las lenguas que conozco, y lo sigo en silencio hasta un carro que espera en el estacionamiento cercano. No se me ocurre qué decir ni qué hacer.
Me acomodo en el lado del pasajero mientras él se pone al timón. Abro una bolsa que estaba en el asiento y veo una billetera. La abro y me salta a la vista la foto de un muchacho que se parece a mí, pero con los ojos del Vejestorio. Tendrá catorce años. ¿Un milagro del Viagra o del PPG?
El Vejestorio se queja de que le duele la espalda y me dice que va a necesitar un masaje con Neosporin cuando lleguemos a la casa. No me habla como a la amante perdida y encontrada al cabo de dos lustros sino como a la esposa de los años. Sonrío y digo que sí, que cómo no. Mi marido conduce entre la marejada de vehículos que atiborran las calles. Cruzamos la ciudad guiados por los guiños de los semáforos, y yo me dejo conducir, como a tiendas, por aquel camino que no tomé.
Biografía de la autora:
Teresa Dovalpage, colaboradora habitual de Profesor Jonk, nació en La Habana y ahora vive en Hobbs, Nuevo México, donde es profesora universitaria. Ha publicado nueve novelas y tres colecciones de cuentos. NBC News seleccionó su novela policíaca Queen of Bones (Soho Crime, 2019) como uno los diez mejores libros latinos del 2019. De la misma serie es Death Comes in through the Kitchen (Soho Crime, 2018) y Death of a Telenovela Star (junio del 2020). En su lengua materna ha publicado Muerte de un murciano en La Habana (Anagrama, 2006, finalista del Premio Herralde), El difunto Fidel (Renacimiento, 2011, premio Rincón de la Victoria en España), La Regenta en La Habana (Grupo Edebé, 2012), Orfeo en el Caribe (Atmósfera Literaria, España, 2013) y El retorno de la expatriada (Egales, 2014). Su sitio en la red es Teresa Dovalpage.