Hoy nos visita Sara Nieto y su poesía

Joven china mirando las redes sociales en la moto Un poco de Wechat e iconos de osos panda en el semáforo

La rabia

La rabia es una calle cortada 

camino de ese trabajo gris 

al que no quieres llegar. 

Pero la rabia maldice, 

blasfema contra la barricada repentina. 

Y en vez de dar la vuelta 

en dirección contraria 

busca una vía alternativa

para seguir existiendo la rabia en ti.

Es un atasco intempestivo 

en las arterias de la ciudad inhóspita 

que te habita.

Es la rabia de un color amarillo verdoso 

como la flema que suelta en la acera 

el borracho que camina justo delante.

La rabia es no haberte acordado

 de esa cita en tu agenda, 

la única que de verdad importaba.

Yace contigo la rabia 

acompañándote en noches insomnes 

de lunas tremendas. 

El ojo de cíclope que te observa desde dentro 

se alimenta de ella. 

Y por las mañanas te recibe 

con olor de mirlos muertos 

y sabor de flores pisoteadas 

en el parque cercano

camino del trabajo.


Estoy aquí

Yo tuve una gata

que se llamaba Cleopatra.

Cleo, para acortar.

Era una gata elegante y refinada

que ronroneaba con voz de cascabel

y se movía sinuosa por la casa,

dueña absoluta de sus dominios.

Paseaba su minina presencia

con un porte indiscutible de reina gatuna.

Trepaba suavemente con sus garras por mi espalda

y, a veces, cuando estaba triste, se me acurrucaba.

Mi pequeña tigresa emperatriz del Siam

tenía unos ojos azules como el mar sereno.

Pero podían tornarse en galerna

en cualquier momento.

Cuando yo escribía posaba su patita

sobre mis manos, juguetona.

Dormía aovillada a mis pies, inseparable.

Por las mañanas me miraba al espejo

para quitarme el sueño.

Me lavaba, me cepillaba el pelo y

ponía color a mis mejillas.

Ella se asomaba detrás de mí observando mi reflejo,

curiosa y satisfecha.

Al salir de casa me despedía

con un maullido corto y lastimero:

Vuelve pronto.

Recuerdo que acababa de morir mi abuela

cuando Cleo llegó a mi vida.

Pasaba yo largas noches

llorando su ausencia.

Buscándola por la casa

en el aire que ya no ocupaba.

Y entonces mi gata saltaba a mi regazo,

más consoladora que mimosa

y me miraba fijamente, lo juro,

con los ojos mismos ojos gatunos

que tenía mi abuela.

Y me decía con un maullido alto y claro:

No llores. Estoy aquí. 


Fotos :

Portada – Profesor Jonk

Gato – Pixabay