—Ah, pero para que veas tú cómo son las cosas, el día después del ataque a las torres, justo cuando estaba preparando mis maletas para venir, tuve una revelación, un satori. En medio del olor a humo y a carne humana vuelta chicharrón que lo impregnaba todo, comprendí que estaba viviendo de prestado. Me dije que cualquier día podía caerme en la cabeza un avión o un cohete espacial o un asteroide y que no valía la pena seguir esperando para satisfacer los dictados de mi vagina, o los anhelos de mi corazón. Y me sentí dispuesta a apostar por la relación. A comprometerme. A llevarme a Maiviz de aquí, para empezar una nueva vida, juntas en Nueva York. Si me deja luego, al carajo, que me quiten lo bailao. Pero yo sé, lo sé en el fondo de mi pecho, o en las bolsas de mis ovarios, donde se saben bien las cosas, que no me va a dejar.

Vaya, me invita de palabra porque el pasaje, si no es por Carmen Julia, hubiera tenido que sacármelo del trasero. No hay manera de hacerles entender a los extranjeros que aquí el peso no está devaluado, como en México. No, señor. Está invaluado, no sirve para nada, es el anti-dinero. Para las cosas importantes —como los viajes— o te buscas los dólares o te aguantas los dolores. 

Quince años después, en el noventa y cinco, La Habana se debatía en medio del período especial, un tiempo surrealista en que los ómnibus se convirtieron en camellos y las íntimas en trapos viejos. La carne de res se transmutó en pasta de oca y el pan con algo en pan sin nada. La falta de vitaminas nos volvió más pálidos que el personaje de Lugosi y los cines oscurecieron sus pantallas; no había electricidad para Abbot, Costello, Delon o sus sucesores en el favor del público y de las fancitas.

Para los no enterados, kink es lo que se conoce finamente como “sexualidad alternativa,” entiéndase dominación, disciplina, encordamiento, suspensiones, uso de collares y látigos y un largo y doloroso etcétera. Prácticas sadomaso, vaya. Una revista sicalíptica —a la que mi abuela llamaría de relajo— para la que escribo en inglés bajo seudónimo buscaba un reportero que se infiltrase en la feria y contase del pe al pa lo que pasaba allí.

Era a principios de otoño, pero había empezado a hacer su friecito. Cuando entramos al restaurante, lo primero que me llamó la atención fue la estufa panzona que se hallaba en el medio del salón. Los aromas (mezcla de canela, puerco y, por supuesto, chile) eran deliciosos. Había una vidriera llenita de pasteles en la parte de la panadería, pero juramos no meter las narices allí hasta terminar el almuerzo.

Yo necesito un abogado, urgente. Y trata de que sea un tipo especializado en inmigración, ¿oíste? Ah, y mándame dinero. Estoy en Tijuana y no me queda ni un centavo partido por la mitad. ¿Qué tú dices? Hazme el favor, mima, ¿qué Cuba ni qué barbas ni qué ocho cuartos? Lo que hace falta es que me mandes mis papeles, vieja, algo que diga bien claro que soy americana, officer.

Un hombre en camisa de rayas y bluejeans desteñido venía hacia mí con los brazos abiertos, pisoteando las margaritas tiernas de un césped verdemar. Yo, muy vestida de blanca novia, con velo y cola y corona de azahar, corría a su encuentro. Ya íbamos a encontrarnos, ya se oía a lo lejos la música de Wagner y el coro de las ninfas cuando un violento aullido del teléfono me hizo trizas el matrimonio.