“y si yo la quiero saludar digo su nombre y menciono otro pueblo…”,
Así reza una de las estrofas de esa canción que me perseguía desde que había llegado a esa segunda o tercera patria en la que se convirtió Colombia.
Debían ser las cinco de la mañana y nuestro pequeño grupo fue interceptado en el parque de Laureles de la capital Antioqueña. Nosotros éramos tres, ellos al menos una decena. Nos cortó el paso un tipo grande con sombrero de finquero y bigote de galán; pistola al cinto, camisa a medio abotonar, el perfecto protagonista para una telenovela de grandes terratenientes y verdes pastos. Su séquito rápidamente acordonó de forma sanitaria la zona, marcando un perímetro de seguridad y convirtiendo la acera en territorio vedado a cualquier otro infeliz paseante. Los pocos, que despistados no se habían desviado ya previamente, eran reorientados hacia otras calles con miradas de advertencia por dos tipos a los que no querrías retar a no ser que seas un auténtico pendejo insensato con ningún apego a la vida.
Sus hombres le llamaban “comandante”; los míos, Don Ramon. Los suyos y los míos, tras cordiales saludos y fingida sorpresa, se pusieron a hablar de una inminente reunión en una finca, en el Valle del Magdalena Medio. Discutían con vehemencia de lo equivocados que estaban los míos y de las “posibles “nefastas consecuencias de su error. Les acusaban de inocular mentiras, falsas promesas, en los espíritus de los campesinos de la zona.
En aquella época yo ignoraba casi todo de minifundios, latifundios, de la desmovilización del movimiento M 19 (aunque dormía en casa de uno de sus exguerrilleros). Poco sabia de las matanzas de las autodefensas unidas y los grupos paramilitares, aunque me los había topado en los controles de entrada a Turbo en la zona de Urabá. Desconocía lo complejo del entramado de violencia entre narcos, ejército, guerrilla, sicarios que desangraba uno de los países mas hermosos de América del Sur.
Yo estaba allí jugando a ser “progre”, bohemio, aventurero, solidario, viajero, pero con las cartas marcadas del que sabe que al final volverá a su atalaya de bienestar. Estaba jugando a ser joven y ¿qué joven no quiere cambiar el mundo?
Si a una edad no eres revolucionario, contracorriente, utópico, soñador, es que no tienes corazón. Si en un mundo lleno de causas no encuentras una por la que dejarías todo y cruzarías cordilleras sin suelas, entonces mi hermano no tuviste juventud.
La conversación se iba tensando entre mis “compaes” activistas y el “comandante”, se venía el “chiharrón”. Con todas mis alarmas de superviviente activadas, miraba de reojo al gigantón con machete que custodiaba las espaldas de su patrón. Otros tres tipos mas bajitos me miraban fijos e inescrutables desde unos escasos metros , en la retaguardia de su jefe. Algo no iba demasiado bien y ese algo no era el aguardiente colombiano que corría por mis venas a esas horitas de la madrugada. Todos iban armados y aunque la visión de las armas no era nada extraordinario, yo andaba sopesando las opciones de salir corriendo de allí.
El aire cálido de esa noche se volvió denso y premonitorio del choque irreconciliable de dos patrias dentro de la misma nación; aunque cantaran lo mismo, bebieran lo mismo y casi sintieran por igual cada brizna y palmo de tierra.
Qué hermoso lugar y que maltratado. Cuando la belleza sobra , a veces se malgasta . Y América del Sur rebosa y malgasta su belleza a iguales partes.
Las nubes que habitaban en sus corazones ya presagiaban tormenta inminente y no habría cobijo si La Violencia pasaba de los dardos del intelecto al empuñar de las pistolas…
En un intento de aliviar la tensión e introducir la variable diplomática en la ecuación, mis camaradas me presentaron como un voluntario español que había venido a colaborar con las comunidades y colonos en el Urabá, en plena selva del choco.
-¡ Vaya, un revolucionario nos visita desde la madre patria ! ¡ Eso hay que mojarlo !
Parecía entre divertido, curioso y socarrón, ese comandante de autodefensas. Un hombre recién salido de los cuentos cortos de Doña Isabel Allende.
Como ya he dicho, en Medellín todo se hace en la calle. A una señal, uno de los bajitos con rasgos indígenas, cruzó la cuadra y se trajo de vuelta a tres músicos callejeros y un chico que despachaba refrescos.
En África se festeja bailando, en España comiendo y bebiendo. ¡En América se baila y se toma! Y allí, así, me hice Ayombero . Entre Aguila y Aguila, el sabor que une Colombia.
Ramón, el comandante, resultó tener un vozarrón. Cantaba el vallenato de moda: Señora, de Rafael Ricardo.
-¡¡Canta Gallego Canta!! ¡¡O te hago fusilar!!
-¡¡Con más berraquera, galleguito!!
Yo cantaba, desafinado y bastante acojonado. Se me cruzó fugaz la idea de que mi viaje podía acabar allí, cantando hasta la ultima bala.
-¡¡Ay ombe!! ¡¡Ay ombe!!
Así recuerdo al menos una hora larga, tres o cuatro cervezas Aguila y muchos intentos de educada evasión por parte de nuestro triunvirato acorralado.
Alguna que otra vez hizo girar el revolver en mi cara mientras me abrazaba en honor del hermanamiento eterno entre la madre patria y la sangre criolla.
Las luces del alba ya desperezaban sobre la ciudad de la “eterna primavera” cuando algo inesperado acudió en nuestro socorro. Algún ruido extraño en el parque alertó a los hombres de don Ramón. De súbito todos acudieron a llevárselo de allí.
Como en las películas… los rostros se crisparon, se oyeron gritos, correrías y se blasfemó varias veces contra pobres madres ausentes …Como en la realidad, nosotros salimos volados sin mirar atrás hasta doblar dos o tres cuadras.
Cuando el corazón dejó de desbocar y el alma nos alcanzó, alguien dijo:
–¡De la que nos hemos librado Pendejo!
Seguimos caminando.
Todos los tragos se habían bajado de golpe.
Amanecida Medellín, las tripas rugían de hambre y la mente callaba de miedo.
Nos fuimos a Pavía, al mercado de las flores, a desayunar Paisa: Unos huevos y arepas…
Con los silleteros.
Yo no sabía si canturrear “Señora” o “De tu querida presencia comandante Che Guevara”
Agosto del 96
Freddy