O que arde. Mirafiori, última novela de Manuel Jabois

Manuel Jabois (Sanxenxo, 1978) se ha hecho mayor. Y no, no es un comentario edadista. Es mi constatación en lo referente a su literatura, y por literatura me refiero muchísimo más al lenguaje, a la escritura, al fraseo, a la prosa, que a la trama. Jabois se ha hecho mayor y Mirafiori es la prueba.

Si sus anteriores novelas (Malaherba, 2019 y Miss Marte, 2021) eran pura trama aderezadas con lenguaje, Mirafiori es puro atropello jaboisiano. Lo leo y resuena su voz, lo leo y resuena su respiración, lo leo y en cada acotación percibo esa búsqueda (¿necesidad?) de equilibrio entre la ironía y la ternura porque Jabois, aunque no los transcriba, adora los paréntesis (y ahí le guiño un ojo).

Mirafiori, novela de Manuel Jabois

Mirafiori es una historia de (des)amor y de fantasmas en la que el (des)amor es el primer fantasma de la historia, el espectro que va y viene, el que se oculta y se manifiesta, el que provoca las reacciones más (in)humanas en la parte más “fea” del (des)amor: celos (“ya no era amor, por más que yo creyese que sí: era dependencia y obsesión, y, por encima de cualquier cosa, posesión; o sea, violencia”), obsesión (“también dentro de las obsesiones se puede vivir: el sobresalto alegre, el chorreo de dopamina, oxitocina o serotonina“), paranoia, presencia impuesta (“la mataba perderme y a mí me mataba perderla a ella, creo que porque en el fondo ya nos habíamos perdido, y nos dedicamos a sabotearnos cada uno con sus debilidades”). Mirafiori comienza (casi) con un entierro y termina (casi) con otro. Y la presencia de la muerte en este tratado del (des)amor es el hilo no-ariadnítico del que Jabois tira a voluntad para asentar y desestabilizar su historia (su, de Mirafiori-trama; su, de Jabois, de la voz de Jabois: “Dejar de llegar” significa que un día llegabas, y ya no; morir es que nunca habías muerto, y ahora te habías puesto a ello”).

En Mirafiori el amor adolescente, ese que se quiere presuponer eterno, es el primer fantasma. El fantasma en el espejo, el fantasma en el que mirarse, el fantasma del deseo de volver “allí”, al lugar en el que la mirada era proyección de futuro, al lugar de las posibilidades, al lugar del “todo está por hacer y lo haremos bien”. Sin embargo, Mirafiori está narrada, en su mayor parte, desde un hoy en el que aquel amor-fantasma-bello hace tiempo que desapareció (“Desde esos días de otoño de 1996, Valentina Barreiro y yo estuvimos más de veinte años saliendo. Pasamos juntos todo lo que teníamos que pasar, y también lo que no teníamos que haber pasado. Fueron muchísimas cosas, entre otras razones porque en algún momento de la relación nuestras vidas explotaron como fuegos artificiales, iluminando el cielo de una manera perfecta para aquellos vecinos a quienes luego no les cayeron los cohetes en casa”), un hoy desde el que rememorar para entender(se), justificar(se) y trazar a posteriori los caminos transitados, esos que al ir y venir no siempre vemos.

El segundo fantasma de Mirafiori es la facultad de ver fantasmas. Como su abuela, como su madre, Valentina se sabe acompañada por presencias del más allá. Y quizás como su abuela, quizás como su madre, busca en su compañero de vida un sostén para el peso de los espíritus. Ser pareja no es sólo compartir el amor, ser pareja es también compartir la(s) carga(s), las del amor y las que no. Y he aquí un adolescente que no comprende pero acata (“Tenía prohibido hacer preguntas. Al principio pensé que estaba de broma, pero era verdad: no podía preguntar. Duró años”), que no ve pero percibe cuando la mirada del otro (la otra) lo traspasa para mirar más allá. Y como si de una enfermedad contagiosa se tratase hay un momento en que él también ve, un momento post drogas y post borrachera en el que la lucidez se re-ajusta, un momento de playa al amanecer (“olía despacio a mar”), el momento en que un muchacho (“gorro de lana, camiseta oscura, mandilón de pescador”) sale del estómago del Atlántico para perderse en la playa.

El (des)amor genera preguntas. Los fantasmas también. ¿Quién era ese muchacho y por qué él lo ve? ¿Cuándo comenzó a torcerse la vida? Porque no es sólo el amor el que se quiebra, es la fe, las expectativas, la seguridad en uno mismo, el conocimiento del otro (la otra): “Habíamos hecho algo aún más doloroso que empezar a desenamorarnos: perder la confianza, no atrevernos a decir según qué por si al otro le molestaba, no atrevernos a hacer según qué chiste por si el otro no lo entendía o, peor, fingía no entenderlo, abriendo una distancia incómoda por desconocida, la más abismal que existe, la de quienes antes eran inseparables”. Si el amor es comprar dos Tanzanitos y cogerse de la mano al mordisquearlos, el desamor es no recordarlo. Si el amor es mostrar el amor en una foto de enamorados, la alarma del desamor es perderla en una mudanza y el re-amor es comprarla al verla en un mercadillo (“ese trozo bellísimo, quizá el mejor, de nuestra vida: los años en los que nunca perdíamos o empatábamos, los años en que solo arriesgábamos y ganábamos”). Porque él, este él enamorado y abandonado (“no eran ya días tristes ni oscuros, como lo fueron al principio de la ruptura, sino días perfectos como asesinatos sin culpables”), este él que de tanto amar mentía, que de tanto amar se vengaba, que de tanto amar se iba con otras, es el mismo él que puso un altar a Valentina para que sus sueños se cumpliesen (los de actriz –“supe que sería modelo o actriz porque era demasiado inteligente para limitarse a ser una única persona, y esos oficios permiten ser varias”-, los de mujer no todos), es el mismo él que se mudó a Madrid con ella, previo ingreso “pijeril” de papá notario, para comerse juntos la ciudad (“así era como había que conocer Madrid, como quien atraca una pastelería”), es el mismo él que vomita los detalles del amor y el desamor (“todas nuestras acciones tenían el encanto de la primera vez, esos momentos que registrábamos en la cabeza para contarlos después, dentro de muchos años”) bajo el influjo de la seducción valentiniana así que pasen x años, es el mismo héroe-villano (“al final de todo, incluso de la vida, siempre asoma la sombra de un traidor”) que en su duplicidad alberga tantas otras que el amor ya manifestó en otras obras (de Strategia del ragno-Bernardo Bertolucci, 1970- a Taxi driver -Martin Scorsese, 1976-, por citar algunas).

“Con ella a su lado me sentía Colón embarcado todo el rato, viendo tierra un día desde el barco, encontrando seres humanos otro, de repente oro, más allá frutos, formas nuevas de comunicación, un clima distinto, asombro y expectación a cada paso en el Nuevo Mundo”. Jabois se propone en Mirafiori exaltar el amor sin olvidar que este tiene un filo (“olía a invierno y a leña, a cortinas cerca de la hoguera, olía a todas las cosas que están bien un minuto antes de que empiecen a estar mal”) y acusa a la brecha que abre el trabajo, la suerte o el destino (“mis sueños se diluían sin saber cuales eran, que es la forma más perversa de perderlos: no encontrarlos; los de Valen empezaban a cumplirse de forma implacable”) como el sumidero primero por el que el amor empieza a deshacerse, a desaparecerse, a derrotarse, a consumirse, a aniquilarse, a desvanecerse. Si el amor es exuberancia, el desamor es “una planta descontrolada y venenosa” que lo coloniza todo. Si el amor es exaltación vital, el desamor es sufrimiento y adicción al dolor: “no existía más que el dolor de vivir sin ella; un dolor al que de ningún modo renunciaba”.

Gallego por nacimiento y convicción miña terra galega es lugar y contexto, aunque buena parte de la novela se sitúe en Madrid o en tránsito (polisemia). Es desde la iconografía y las leyendas, desde la genealogía marítima de la tierra (“lo que ocurrió lo hizo en ninguna parte, en alta mar, en un punto perdido del Atlántico, un sitio sin cámaras ni testigos, donde matra el diablo”), desde el vivir en aldeas semiabandonadas (“los abuelos en la aldea, los padres en el pueblo, los menos en la ciudad”), desde la elección de los fantasmas por los vivos (“no son los médiums, son los muertos. No es la capacidad de ver de los que están vivos, que tienen los mismos ojos que los demás. Son los muertos los que eligen quién puede verlos: es asunto suyo, es su poder. Son ellos, no nosotros”) desde donde Jabois desata los vientos que azotan al protagonista (que no en vano escribe obituarios), a Valentina, y a los fantasmas que los acompañan y que no siempre son espectros, también son preguntas, respuestas, excusas, defensas (“todos los porqués de pronto, como un ejército fantasma rodeando mi vida”). Destaco también el momento Interestellar (Christopher Nolan, 2014) con los libros (en especial “el” libro) cayendo de las estanterías, un momento fantasmagórico universal pero que aquí, letra tortuosa included (“como lo haría un salvaje que nunca hubiese hecho un trazo y fuese obsequiado por un soplido de Dios”), impone su presencia en galego.

Libros en estantería

Regreso al inicio, al lenguaje, al fraseo jaboisiano: “Nunca se quiere a alguien del todo. Hubo siempre una mirada no devuelta o un gesto extraño que nadie tradujo, ya fuese por miedo o por piedad. Queda un fondo sin luz así que pasen los años y así corra el amor, y ese fondo se va con uno”. Mirafiori está plagado de párrafos que, acostumbrado el oído a la voz de Jabois, es imposible no leer desde su entonación, desde su cantinela galega-cañí (“en el amor hay una forma de hablar, una forma de mirarse y una forma de follar, y siempre muere antes la primera, quizá porque es la que menos se nota, y eso permite a los amantes seguir caminando entre muertos”), sin embargo escucharlo a él no desvirtúa la voz de ese narrador desubicado entre sus sentimientos (los de antes y los de ahora), sus acciones y su(s) alrededor(es) (“todos merecemos morir en paz. Para no entretener a los que quedan”).

“Nunca la vi tan guapa como en aquel momento, quizá porque toda ella imploraba algo que ya no podía conseguir: que el pasado no hubiese tenido lugar”. Rehacer el pasado, admirar la belleza, dominar a los fantasmas, ¿no será eso la literatura?

Mirafiori, Manuel Jabois. Alfaguara, 2023.


Foto de Manuel Jabois : Jairo Vargas

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