La honestidad caníbal, cuento desde México con amor

Escritor mexicano Gonzalo Trinidad Valtierra

Para Guille Acosta

La comida estaba fría, aunque Maritza dijo lo contrario: casi hirviendo, era su frase.

—Pues estaría hirviendo hace dos horas —rezongué, de malas.

Desde el cuarto llegaba la voz de las gemelas.

Me entraron ganas de fumar, pero antes de buscar la cajetilla empezó a vibrar el celular. El nombre de Beto parpadeó en la pantalla.

—¿Vas a contestar o a comer? —me sorprendió Maritza mientras miraba el teléfono—. Dudo que puedas con ambas cosas.

Su comentario era una alusión a cierto episodio reciente. Así como hoy, Beto había llamado a la hora de la comida. Maritza dijo: no te atrevas a contestar. Entre una cosa y otra, me atraganté con el bocado. Terminé por escupir un trozo de pollo que fue a aterrizar al plato de Almendra, una de las gemelas. Caras de fuchi, gritos y reclamos. De nada sirvió que tratara de explicarles la diferencia entre vomitar y escupir. Después de eso fue un pleito lograr que terminaran su comida.

El celular seguía vibrando sobre la mesa, al tiempo que recordaba aquella escena del idilio familiar.

Carajo. Contesté el teléfono.

—Qué pasó. Yo bien, ¿y tú? ¿Nos vemos? Vale, donde siempre.

Busqué un cigarro que finalmente no encendí, porque Maritza volvió del cuarto de las gemelas cargando una canasta vacía, ansiosa por hacer algún comentario.

—Apenas viste al Beto la semana pasada. Ahora qué quiere. ¿Dinero? No te vayas a ir de briago, la última vez dejaste a las niñas sin lo del paseo. Ni te atrevas, Ricardo.

—¿Yo las dejé sin lo del paseo? Perdón, pero yo cumplo con darte dinero para las niñas; si tú te lo gastas en uñas, brillantina y cortes de cabello, es cosa tuya.

—Está incluido, papacito.

Maritza era una mujer de ideas fijas. Cuando se afanaba en tener la razón no había modo de demostrarle lo contrario, aunque estuviera equivocada.

—De menos te va a talonear la borrachera.

—Cómo crees que me va a talonear el pinche Beto, ni que tuviera diez años —dije en tono conciliador.

—Si tuvieras diez por lo menos estarías en casa para jugar con las niñas, en vez de estar perdiendo el tiempo en el billar. Qué, ¿no vas a comer?

Le dije que la sopa estaba fría, pero me ignoró. Pasó de largo rumbo al lavadero.

—Tengo que ir a casa de mi mamá —dijo cuando volvió con la canasta llena, hasta el punto en que apenas veía su cara, semioculta entre las playeras y los calcetines.

—Nos vemos en la noche.

—¿Adónde, papacito? Primero me llevas con las niñas.

—Te dejo el carro —eché las llaves en la mesa y salí.

En la calle encendí el cigarro y me percaté de que había olvidado despedirme de Luna y Almendra. En fin, pensé, ya las veré más tarde en casa de mi suegra.

***

En este punto tengo que aclarar que Beto en realidad era Betsy, una muchacha de veinte años, oriunda de Morelia; piel morena, carita de ángel, nalgas divinas, sin una sola estría, caderas de rumbera y un auténtico agasajo. El verdadero Beto, en cambio, era un panzón que compartió sus juguetes en la infancia y luego sus revistas pornográficas conmigo, el Pequeño y con otros cuates del rumbo. Tenía varios meses viviendo en Cuernavaca, e incluso si Maritza hubiera llegado a encontrarlo en la colonia, si por algún azar estuviera de visita en casa de su tía o hubiera venido a saludar a los camaradas, Beto estaba al tanto de mi relación con Betsy. Podía confiar en su destreza para mentir, que era, por así decirlo, prodigiosa.

Sería injusto decir que Betsy era la más perfecta, la más hermosa, la más divina de las criaturas de la creación. Porque era eso y más. En rigor no fue mi alumna. Cuando ella pasó a tercer año, yo renuncié al Conalep. Conseguí trabajo en un despacho de diseño y dos años después la encontré en un café, de esos que abundan en las zonas de oficinas, con su mandil y su playera de la empresa. Betsy me reconoció, me saludó efusivamente, charlamos y en cuestión de minutos me volví asiduo al expreso doble, su carita de ángel y la deliciosa curva que trazaban sus pechos sobre un vientre firme.

En una ocasión, ya entrados en confianza, llegó a contarme que el gerente era un verdadero ojete, que los trataba con la punta del pie y que, encima de eso, era su costumbre amenazarlos con ponerlos de patitas en la calle.

         —Todo el tiempo está chingando con su “agradece que tienes trabajo, que no eres una persona de la calle sin visión ni futuro”. Ya mero quiere que les demos las gracias de rodillas por esta mierda de empleo —me dijo un día que la encontré fumando a un costado del local.

         Ese día llamé a Maritza para decirle que llegaría tarde. Invité a Betsy a un restaurante italiano al que ni por error habría llevado a mi esposa. Ya en confianza, me contó que tenía una hija de un año, que no estaba con el padre de la niña, que necesitaba el trabajo y que esa era la única razón por la que aguantaba los abusos y el maltrato del gerente.

Le dije que había peores lugares.

         —¿Ah sí? ¿Cómo cuál?

         —El Conalep, por ejemplo.

         —¿Por eso dejaste de dar clases?

         —Por eso y porque aquí pagan mejor. Tengo dos hijas.

         Cuanto más la miraba, mayor era la atracción que sus labios ejercían sobre los míos. Quería besarla. El vino despertó esa parte de mí que estaba urgida por decirle: “Pienso amarte como si fuera tu esclavo y poco me importa engañar a mi mujer”. Una parte de mí que de pronto se abría como un telón. Betsy estaba hablando sobre su hija (se llama Dayna) con el orgullo que caracteriza a las madres que se miran en sus críos. Me mostró una foto en el celular. Aproveché el pretexto para deslizar mi mano sobre la suya, y me percaté en sus ojos que parecía agradarle mi contacto.

Ordenamos otro par de copas y me pidió que le hablara de mis hijas, cosa que hice no de muy buen agrado. Si estaba allí, con Betsy, es porque deseaba alejar mis pensamientos de la familia, por mucho que quisiera a las gemelas. Hablar de ellas era como arrastrarlas a una calle abarrotada de peligros para los que aún no estaban preparadas. De todas formas le hablé de Almendra y Luna, aunque sentí una pérdida de espontaneidad. Supuse que Betsy habría notado mi cambio de humor porque un rato después me preguntó la hora y dijo que tenía que volver a casa. Eran las once de la noche cuando me ofrecí a darle un aventón.

—Prefiero usar el Metro.

Insistí, como todo un caballero, pero lo único que obtuve fue una segunda negativa, más cortante que la anterior.

         —De veras, es más rápido.

Una semana después nos encontramos en un bar, cerca de la oficina. Mientras platicábamos en la barra, me percaté de las miradas coquetas que ella le devolvía a los hombres con ese aire juguetón de muñeca costosa. ¿En serio estaba celoso de alguien que por poco fue mi alumna? Debía de ser así, y se lo hice notar.

—Me parece que hoy estás muy preocupada por tus admiradores.

Sus rasgos más agradables se retiraron a una región sombría. Inmediatamente me arrepentí de haber causado ese efecto. ¿Qué derecho tenía de avergonzarla? Noté que buscaba las palabras y supuse que había una lucha al interior de esa boca, un incendio que deseaba ser apagado. Traté de alcanzar sus labios con los míos.

Ella se retiró, sin dar muestras de asco. Simplemente reaccionó ante la sorpresa.

—Perdona, solo estoy distraída. ¿Qué decías de tu esposa?

Esta vez fue su pregunta la que me hizo respingar las cejas. No recordaba haber dicho nada sobre Maritza; me sentí expuesto, porque mientras ella jugaba a intercambiar chispazos de reconocimiento con otros hombres, me hizo recordar la indiferencia de Maritza, quien había renunciado a nuestros encuentros sexuales ya de por sí esporádicos, hasta desaparecer, según ella, por culpa mía.

Lo cierto es que si nos casamos fue por las gemelas, y por ellas decidimos mantener las conveniencias de un matrimonio. Sin embargo, no pasaba un día que no sintiera que Maritza me guardaba un rencor despiadado. A la menor oportunidad emitía una queja, un comentario mordaz, encontrando fallos en mi forma de actuar, de pensar y de vivir. Lo peor de todo es que quizá fuera cierto. Sin embargo, decía las cosas de tal modo que cada una se llevaba un trozo de mí en sus fauces.

A pesar de ello me había mantenido firme en mi convicción de serle fiel, como buen marido que aspira a ser el perro de la casa, al que dejan estar sin grandes molestias. Una costumbre familiar que quizá heredé de mi padre. Sin embargo, ese fue mi error, creer que podría vivir con una mujer simplemente como una cosa que está ahí, sin ser molestada. Y la manera de enmendarlo era esta.

—¿Por qué no nos olvidamos de todo lo demás? —le dije a Betsy.

Sonrió, en señal de tregua. Y decidí ser más sutil, para lograr lo que deseaba.

Poco después, en ese mismo bar, me contaba, con lágrimas en los ojos, que había renunciado a su trabajo. Ya no soporto a ese puto gerente, es que me tiene harta. Le dije que encontraríamos otro empleo, mejor pagado, con menos mierda en el contrato. De pronto estaba hablando como un padre, cosa que había tratado de evitar a toda costa. Betsy vivía con su madre, quien le ayudaba a cuidar a la niña, y estaba preocupada porque su madre seguramente le haría un reproche.

—Es capaz de correrme de la casa.

Le dije que, de momento, yo podía apoyarla con algo de dinero. Ella se negó de inmediato.

—Lo digo en serio. Sin compromisos.

—Eso es lo que me preocupa —respondió.

La tomé de las manos —juro que sentí su pulso corriendo a toda prisa— y ella me respondió con el beso que antes me había negado. Sus labios firmes y su aliento ligeramente alcohólico erizaron los vellos de mi cuello. Se acercó a mí, presionó sus pechos en mi cuerpo y me volvió a besar. Ordenamos otro par de tragos y más tarde accedió a que le diera un aventón hasta cierto punto de su recorrido, con el pretexto de no desviarme de mi ruta.

***

Le ayudé a conseguir empleo en la cocina de la Aduana del Aeropuerto; antes del Conalep yo mismo había trabajado ahí para pagar mi carrera. Un amigo, de la misma camada del Beto, era el encargado de la cocina, así que fue muy fácil conseguirle un empleo con prestaciones y seguro. Cuando hablé con el Pequeño le dije que se trataba de una amiga. El mismo día que Betsy se presentó al trabajo, recibí una llamada de su oficina.

—No te hagas pendejo, Richi, le estás poniendo al cuerno a Maritza con esta vieja.

Temí, por primera vez en la vida, que un amigo pudiera delatarme.

—¿Cuál es el pedo? Yo cumplo con mis obligaciones, amo a mis hijas, me encargo de las cuentas del hospital, las medicinas y las consultas de mi suegra. Los putos doctores me están chupando hasta el tuétano.

Una risa desaforada repicó en mis tímpanos. En seguida me recriminé el haber alzado la voz, pues estaba en la oficina y los muros eran de cristal.

—Esta morrita está… ufff, qué te digo. Tú trancas y yo barrancas, pinche Richi.

—Te la encargo, cabrón. Marca personal, todo el tiempo.

—Órale pues. A ver cuándo nos vemos con el Beto y la tropa. Ya tiene un rato que no pisteamos.

El trabajo de Betsy era perfecto para vernos un par de veces entre semana y, más importante aún, las tardes de los sábados. Con mi suegra enferma, Maritza y su hermana apenas se daban abasto para cuidar a la señora. Almendra y Luna ayudaban en lo posible, principalmente como distracción para la abuela, y de esta forma le hacían compañía a la más grande de las Flores, especialmente los sábados, que eran los días posteriores a la quimioterapia. Yo, con una responsabilidad tan grande sobre los hombros, debía pasar en la oficina tiempo extra con el propósito de agradar a los jefes y conseguir el aumento que nos vendría a sacar del atolladero: las deudas y las cuentas del doctor. Lo que no sabía mi mujer es que había recibido el aumento poco después de que Betsy y yo nos besamos en el bar. ¿Cómo iba a negarle su participación en algo tan bueno? El dinero y Betsy eran dos caras de la misma moneda.

Decidí posponer la noticia en casa para invertir el dinero extra en algo más emocionante que medicamentos y estudios de laboratorio. Un poco de diversión.

***

Los rituales son todo en esta vida. Después de explorar nuestro cuerpo demorándonos en los lugares precisos, mi momento favorito transcurría en la regadera. Su piel mojada tenía el brillo saludable del barro húmedo. Su cabello, empapado, se desgajaba sobre los hombros y espalda, hasta llegar a la parte media de su espalda, donde mis manos se apoyaban para atraerla hacia mí, como si quisiera fundirme en Betsy, una vez más. Al hacerlo, oprimía sus pechos en mi cuerpo, y el movimiento más sutil me permitía seguir la ruta que trazaban sus pezones.

         Bajo el chorro del agua, mi verga se endurecía y apuntaba hacia su ombligo. Ella enchufaba nuestros cuerpos, se reía; tal vez fuera la acústica del baño, pero su risa me recordaba un reguero de canicas. Luego, se volvía de espaldas y conducía mi erección entre sus nalgas. Deslizaba mi verga cuesta abajo y la plantaba en su vulva. Un menear de caderas, lentamente, subía de ritmo hasta que no podía aguantarlo más y hacía que se inclinara para dejarme ir por completo.

Envuelta en una toalla, Betsy disfrutaba el despegue de los aviones desde la ventana del hotel donde solíamos reunirnos. Decía que los aviones le daban esperanza. Nunca había volado, pero hacerlo se había convertido en su deseo más grande.

         —Me gustaría conocer otros países. Estoy harta de esto —y señaló su uniforme en el sillón, como si fueran las ropas de una prisión.

         —¿No te gusta tu empleo?

         —¿En serio? ¿Ayudante de cocina? Para cuando termina el día apesto a cebolla y ajo. Me gustaría hacer otra cosa, algo más glamuroso. Quisiera ser azafata.

Es cierto que a veces llegaba a percibir el olor de la cocina en su cabello. Un olor que, por lo demás, se quitaba fácilmente. Sin embargo, creer que repartir cacahuates y refrescos en una lata voladora era más glamuroso, me parecía francamente ingenuo, y sobre todo tierno.

—Podrías ser hostess. Conozco a alguien que…

—Ay, ya vas a empezar como Joel…

¿El Pequeño? Seguramente había platicado con él sobre este mismo asunto.

—¿Por qué quieren que sea sirvienta?

—Claramente no sabes lo que hace una azafata.

—Es diferente.

—¿En qué modo?

—Estás volando, a cien mil metros sobre el mar, viendo las nubes.

—Cariño, no creo que vuelen tanto los aviones.

Supongo que Betsy buscaba lo mismo que yo: un sentimiento de escape. En eso consistía nuestra unión, en ir buscando la salida, sin ver atrás, o a los costados.

Al anochecer, salíamos abrazados del cuarto. Nos despedíamos en la recepción, porque usualmente teníamos prisa, ella por llegar a casa de su madre con su hija, y yo a la de mi suegra con las mías. Pero a veces nos demorábamos a propósito. Caminábamos juntos a la estación de Metro más cercana y prolongábamos nuestros encuentros a un lado de los torniquetes, donde la gente nos miraba con envidia.

***

Una mañana salimos en familia a pasear a la Alameda. Compramos helados, globos y chicharrones. Todo lo que pidieron las gemelas. Era domingo. La noche anterior Maritza y yo habíamos discutido porque llegué tarde a casa de su madre. La historia del exceso de trabajo comenzaba a desgastarse. La gente abarrotaba la Alameda, hacía calor y estábamos de malas, pero había que consentir a las gemelas de alguna forma, además de cansarlas para que a su madre no le dieran tantos problemas.

         Almendra llevaba un rato insistiendo con jugar en las fuentes, como los otros niños.

         —No traes muda de ropa —le dije—, y además el agua está sucia.

         —Pero los otros niños…

         —¡Entiende, carambas! —rugió Maritza.

Almendra amagó con llorar, sus ojos se enrojecieron y, de un momento a otro, no pudo contenerse.

Levanté a mi niña para consolarla. Maritza se mostró alterada por su propia reacción: nos dio la espalda. Luna estaba sentada, comiendo su helado. Entonces la vi venir: el tiempo se detuvo en torno a ella, que caminaba entre el gentío, tomada de la mano de un muchacho. Betsy llevaba un vestido azul y botas de media caña. Su pareja tenía un rostro imberbe, melena desaliñada, camiseta de rockero, pantalones entubamos y una actitud que me causó un acceso de impotencia. ¿Acaso yo era el estúpido viejo que la mantenía mientras ella se divertía con sus amantes? El ruido se volvió odioso, la música de las bocinas comenzó a crujir en mi cabeza, los gritos, las voces y el llanto de mi hija lastimaban como vidrio molido.

Ese mugroso debe ser su novio, pensé.

Me calé la gorra y traté de vigilar por el rabillo del ojo, mientras consolaba a Almendra. Conforme avanzaban me fui girando hasta darles la espalda. Ya se alejaban cuando el mugroso la tomó por la cintura y dejó caer su mano para acariciar sus nalgas.

—Eres un viejo puerco, Ricardo. Tienes dos hijas, por Dios.

Me tomó por sorpresa, se plantó frente a mí y dijo que siempre hacía lo mismo.

—Estás loca, Maritza.

—Ah, ahora yo estoy loca. Si te estoy viendo. Ya mero te la comes.

Por lo menos eso era cierto. Me hubiera gustado comerme a Betsy para que no fuera de nadie más. Sólo mía.

Almendra me miró con extraña delicadeza, como si intuyera que su papi era muchas cosas, además de su consuelo.

En cuanto pude le mandé un mensaje.

—¿Con quién estabas? Te vi en la Alameda.

—Con un amigo.

—¿Dejas que tus amigos te agarren las nalgas?

—A veces.

Acto seguido me envió una foto. Estaba desnuda, sobre la cama, sentada de forma tal que sus nalgas rosaban sus talones. El vello de su pubis parecía una llamarada negra. Una gema falsa adornaba su ombligo. Y su cabello trenzado se deslizaba sobre el hombro hasta rozar uno de sus pezones. Además, tenía bigotes de felino y unas orejas, agregadas con un filtro.

—Ya quiere verte tu gatita —decía el mensaje.

Reconocí la foto. Yo se la había tomado un día antes. Me pregunté si yo sería el único destinatario.

***

Llegué al hotel con media hora de retraso. No había logrado convencer a Maritza de que fuera a casa de su madre por su cuenta. Tuve que llevarla en coche, justo en la dirección opuesta. Supe que algo no estaba bien cuando vi a Betsy en la recepción, de brazos cruzados, mirando el reloj de pulsera que le había regalado hace poco, por su cumpleaños número veintiuno. Le dije que subiéramos. Ella insistió en que no había tiempo. Parecía alterada.

—Es mejor hablar en privado —la conduje a nuestra habitación, en el último piso.

Apenas entramos se soltó a llorar. Me dijo que necesitaba dinero, con urgencia. Le expliqué que no podía ayudarle en ese momento. Una semana antes había tenido que hacer un depósito en el hospital, una cantidad considerable para la operación de mi suegra, que ya se recuperaba en casa, después de varios días en observación. Pero Betsy estaba alterada, e insistió:

         —Ricardo, necesito el dinero ya.

         Finalmente la tranquilicé. Le dije que le ayudaría en la medida de lo posible.

—Pero de menos explícame qué está pasando. ¿Está bien tu hija? ¿Le pasó algo?

         —No… o sea, sí. Está bien. No es eso. Necesito quince mil pesos.

         —Pero de dónde voy a sacar ese dinero. No lo tengo.

         —Vende algo o empéñalo.

         —Cómo crees que voy a empeñar mis cosas. ¿Con qué cara se lo digo a mi mujer?

Exigí una explicación, pero me recetó un discurso bastante insípido sobre la confianza. En algún punto me pidió que la abrazara y la llenara de besos. Sospeché que se trataba de un montaje. En otras ocasiones había hecho lo mismo para que le cumpliera sus caprichos. Conforme la besaba, la fui desvistiendo. No paraba de sollozar, y eso era algo nuevo, excitante: desnudar a una mujer hermosa mientras llora como una niña. Se dio la vuelta, y apoyada sobre el colchón de nuestro cuarto favorito, me dijo:

—Cógeme —al tiempo que me ofrecía su oscuro tulipán de carne, separando con ambas manos las preciosas nalgas de azabache.

Durante meses había gozado cada parte de su cuerpo, menos la que le provocaba más pudor, a pesar de mi insistencia. Y allí estaba, a mi entera disposición. Sin embargo, un temblor se hizo presente en mis extremidades, como si fuera un primerizo.

Entonces Betsy dijo: ¿Qué no le gusto, profesor?

Profesor: Claro que sí, nena. Me vuelves loco.

Alumna: Usted me moja mucho, profesor.

Profesor (poniéndose de rodillas): Sí.

Alumna: ¿Quiere tocarlo? ¿Le gusta?

Profesor: Es hermoso.

Alumna (buscando la cara del profesor con su mano): Venga aquí, lo necesito.

Saltó de pronto en mí ese relámpago, ese animal que sólo obedece a su propio instinto.

La tumbé en la cama; comencé a besar sus nalgas hasta llegar a los pliegues más profundos, los besé, los acaricié y saboreé el acre sabor de su entresijo; le dije cuánto había deseado ese momento, cuánto la amaba, cuánto había pensado en ella, semanas o meses, cuántas veces me había masturbado imaginando este momento; el relámpago saltó de mi cuerpo al suyo, oh, Betsy, también le dije: haré lo que me pidas, todo lo que quieras… y le mentí, como le había mentido a mi esposa.

***

—Ya te expliqué, Ricardo. Necesito que me ayudes.

—Pero es que no me has dicho nada. ¿Te metiste en pedos? ¿Te están extorsionando? Dime algo que tenga sentido.

—¿Sabes qué? Vete a la mierda. Yo he hecho todo lo que has querido, y si te pido ayuda espero que lo hagas sin tanta preguntadera —insistió mientras se vestía.

Al ver que se marchaba, obstruí la entrada.

—¿Después de darte del dinero voy a saber de ti?

—No lo sé, Ricardo. ¿Tú qué crees? Ya te dije que confíes en mí.

Escuché ruidos en el pasillo.

Alguien trató de abrir la puerta. Betsy, aunque de piel morena, se puso pálida. En ese momento vino a mi mente la idea de que su hija tenía un padre que bien podría estar al otro lado de la puerta sosteniendo un arma. La perilla se agitó. ¿Y si fuera mi esposa? Carajo, pensé, lo siento por las gemelas.

Segundos después, oímos la voz de una mujer rectificando el número de la habitación; hubo un intercambio de frases y una risa.

—Aquí cerca hay un cajero —le dije en el vestíbulo.

La máquina estaba fuera de servicio.

Betsy dijo que fuéramos a otro lado. Para no volver al hotel le propuse que subiéramos a un taxi. No más hacerlo, se acurrucó junto a mí, tomándome del brazo. Era la primera vez que viajábamos juntos en el asiento trasero de un coche. Por la ventanilla, la ciudad iba cambiando de rostro. En diciembre los árboles se quedan sin hojas y el gris del cielo se confunde con los edificios. La luz de la tarde era así mismo gris, distante y fría. Algunas luminarias se encendieron y en la mayoría de los negocios los dependientes cerraban con estruendo las cortinas de metal. El viaje no duró más de diez minutos, pero yo me sentí el hombre más dichoso del mundo, tomado del brazo de Betsy. El calor de su cuerpo comenzaba a adormilarme. Me acerqué a su cabeza para besarla y percibí el aroma del ajo y la cebolla.

Con el dinero en la mano, sin dárselo aún, le pregunté:

—¿Quién es el mugroso con el que te vi?

Noté la herida en su manera de fruncir el ceño.

—El papá de mi hija. No hables así de él.

—Ahora lo defiendes.

—No lo conoces. Siempre miras a todos por encima del hombro.

Me arrebató el dinero. Dijo gracias y lo guardó. Al menos tuvo la delicadeza de no ponerse a contar los billetes.

***

Esa noche llegué a casa de mi suegra más tarde de lo previsto. Maritza no estaba, había salido a la tienda. Las gemelas dejaron de lado sus crayolas y empezaron a reírse. Almendra me dijo que tenía pintura en la mejilla. Luna le cuchicheó algo al oído. Mi suegra, que reposaba en la silla de ruedas junto a sus nietas, también lo notó. Miré mi reflejo en la pantalla del horno de microondas. Tenía estampado un beso en la mejilla y rastros de brillantina en la frente. Despinté la evidencia con la palma de la mano, pero ya era tarde. Más que nunca extrañé el baño del hotel.

Me enjuagué el rostro.

         —Eres un imbécil, Ricardo —le dije a mi reflejo—. Mira que cagarla de esa forma ni cuando tenías veinte años, no mames. De seguir así, pronto estarás viviendo con el pinche Beto.

Cuando volví a la cocina, encontré a Maritza frente a la estufa. Sin dar señales de complicidad con las niñas o su madre, se limitó a preparar la cena. Me senté junto a Almendra, que habían dibujado a su papito con muchos colores en la frente y las mejillas.

—Papi es un payaso —dijo.

—Sí, cariño, es un grandísimo payaso —dijo Maritza.

Mi suegra también había vivido las infidelidades de un esposo autoritario; supuse que estaría acostumbrada a la complicidad. Aunque no tenía motivos para encubrirme. Nunca le agradó que yo fuera el esposo de su hija. En cuanto a la hermana de Maritza, tampoco me profesaba cariño. Me limité a desearle buen provecho a la familia, como si nada hubiera ocurrido, y luego me fui a la sala, donde encendí el televisor.

El sudor de Betsy aún se aferraba a mi cuerpo, podía olfatearlo. Esto hacía que no dejara de pensar en ella. Tuve que masturbarme en el baño y, cuando por fin salí, Maritza ya estaba preparando a las niñas para volver a casa.

Conduje en silencio. El lunes iré a buscarla al trabajo, me dije a mí mismo mientras dejaba atrás el semáforo. Apenas tuve tiempo de pisar el freno. Una camioneta de redilas volanteó para no estrellarse con nosotros.

—No mames, Ricardo, traes a las niñas contigo.

La voz de Maritza llegaba desde lejos, como los cláxones, las luces y los rostros de mis hijas en el retrovisor, al borde del llanto.

—Te dije: está en rojo, te dije que frenaras. ¿Quieres matarnos?

La miré de soslayo antes de orillarme para tomar un respiro. Sabía que les debía una disculpa, a las tres. Pero ella hablaba y hablaba (no creas que no sé lo que está pasando, si no te dije nada fue porque estábamos en casa de mi mamá), y conforme su voz se hacía más aguada e insidiosa, mi sangre comenzó a hervir. El llanto de Almendra y Luna sólo vino a exacerbar mi enojo. Miraban en todas direcciones, desde el fondo del asiento, un mundo que se les venía encima a través de los cristales, con sus luces y sus coches a toda prisa.

—Eres un pendejo —insistió Maritza, tratando de obtener una respuesta.

Apreté los dientes. Hice el viaje a casa en silencio, tratando de contenerme, y cuando por fin llegamos, le dije a Maritza que bajara a las niñas. En cuanto salieron del coche, encendí el motor y me alejé de allí.

***

En casa de Beto no había nadie. Una vecina se asomó por la ventana y me dijo que la señora y su hija habían salido de viaje a Cuernavaca, que volverían hasta el domingo.

El reloj marcaba las once.

Llamé al Pequeño, pero no contestó. Me dirigí a su casa. Su hermana salió a recibirme, de mal humor y en bata; dijo que el Pequeño había ido al billar.

—El que está en la glorieta, donde trabaja el Chui.

—Sí, ya se cuál.

Me enfilé rumbo al billar, a toda prisa, impulsado por la necesidad de estar en compañía de mis amigos. Definitivamente no podía volver a casa y tampoco quería estar solo. Comencé a pensar en Betsy. Pero la imagen de Maritza se sobrepuso. Imaginé cómo debía sentirse. Su madre enferma, su hermana desempleada, las niñas a su cargo todo el día, las noches en vela, y ahora esto.

Tal vez nuestra incapacidad para entendernos no se debía a mi culpa, como había llegado a creer a fuerza de reclamos, sino a la suma de cientos o miles de pequeños incidentes, desaires y errores que, en la vida conyugal, se vuelven regla.

Tuve un presentimiento: si volvía con ella quizá pudiera enmendar lo poco que nos quedaba. Salvar los restos del naufragio. Pensé esto mientras llegaba al final del recorrido. Encendí un cigarro, y luego otro. Qué más da, ya estoy aquí, me dije al ver los neones del billar. Necesito una cerveza.

En la entrada pregunté si habían visto al Pequeño. Está arriba, dijo el portero.

Una lámpara de péndulo flotaba sobre cada mesa. La música en la rocola hacía que la atmósfera del billar se caldeara con las risas, el golpe seco y el rebote de bolas en la banda. El Pequeño, en efecto, estaba al fondo del billar, taco en mano, rodeado por varias personas. Su figura alta y delgada era inconfundible. Hizo una pausa antes de inaugurar una nueva partida. Estiró el brazo y alcanzó una cerveza.

Avancé sin prisas. El Pequeño dejó la cerveza y su brazo, en vez de estirarse hacia el taco, alcanzó el talle de una mujer que estaba de espaldas, platicando con otra chica. Ella giró de tal manera que su cabello cubrió parte de su rostro, del cual tuve un atisbo de traición. Una sonrisa que parecía una burla. Se besaron.

Acto seguido, el Pequeño sujetó el taco, casi al mismo tiempo que yo tomaba uno.

Ella volvió el rostro en mi dirección, cuando ya estaba a unos cuantos pasos.

Los suficientes para descargar un golpe.

—¡Espérate, Ricardo! —su rostro se contrajo y por primera vez la vi afearse.

El Pequeño no tuvo oportunidad; se desplomó sobre la mesa.

Un grandulón hizo lo mismo conmigo antes de que pudiera desquitarme con Betsy.

Cuando recuperé el conocimiento, estaba esposado en la banqueta, empapado en sangre. Pregunté por ella, pero nadie me dio razón de su paradero.

—Eres un pendejo, Ricardo. Lastimaste al Pequeño.

—¿Y yo qué? Mírame —le dije a Maritza, que aparecía bañada en la luz metálica de la patrulla.

—Todo por una pinche vieja que te estaba viendo la cara.

—Al menos me dirigía la palabra para algo más que reclamarme o echarme la culpa.

—Pobrecito. ¿Y dónde está? ¿Ella te va a sacar de este broncón? Le vale madres. Se fue.

—¿Cómo sabes?

Me dio la espalda.

Gonzalo Trinidad Valtierra


Gonzalo Trinidad Valtierra es autor de varios libros de relatos y participante en diversas antologías. Autor y editor de la revista alternativa de Ciudad de México CanCerbero, podéis encontrarle en Twitter y Facebook. Colaborador en Profesor Jonk desde principio de 2023.