Proseguimos con nuestra serie de entrevistas/cuestionarios con diferentes personajes del mundo de la cultura.
Para ello nos basamos en el cuestionario que realizó Marcel Proust y que grandes personajes de la historia han contestado, desde Oscar Wilde a David Bowie. Nos hemos permitido la licencia, perdón por el sacrilegio, de pasar algunas preguntas por la chapa y pintura del siglo XXI, aunque la mayoría siguen siendo exactamente igual que las ideadas por el escritor de la famosa magdalena.
Un viernes 14 de Febrero de 1964, en la capital de España, mientras miles de parejas conmemoraban las buenas obras realizadas por san Valentín de Roma, nació nuestro entrevistado, Eloy García Tizón.
De su infancia y juventud desconocemos casi todo, así como de su vida personal (con excepción de una mini-biografía telegrafiada del propio autor), lo que no impide que, puestos a imaginar, inventemos, desde el respeto, una biografía antes de que se convirtiera en uno de los mejores escritores del panorama literario español.
Observamos, desde la distancia fantaseada, a un niño feliz jugando en las calles a piratas en busca de tesoros, ajeno, todavía, a la falta de libertad que les rodea. En el hogar, junto a sus dos hermanas, la justa medida de amor incondicional y batalla campal. No siempre es fácil escoger bando cuando la tormenta le pilla en medio y ambas solicitan su apoyo. En la mayoría de estas ocasiones, opta por marcharse a su habitación y refugiarse en la lectura o en desarrollar su recién descubierto don para el dibujo artístico.
En el primer colegio al que asiste, bajo la estricta supervisión de los curas, ese humor especial que ya nunca le abandonará le abre las puertas a la admiración de sus compañeros a costa de cerrarle las del centro. Y, como bien sabían en la escuela pitagórica, no hay dos sin tres.
Damos al botón de “forward” y distinguimos a un adolescente, ahora con gafas, que le dan un toque intelectual de artista despistado, observando ensimismado el cuadro El jardín de las delicias. Con él sueña en ser pintor y, sobre todo, en cómo enamorar a la chica que acaba de conocer. ¿Quizás un poema?
Introducimos las coordenadas 40° 44′ 14” N, 3° 43′ 48” O. Verano. Ahí está Eloy Tizón, ya con dieciséis años, devorando los libros de Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Cada lectura es un meteorito que impacta en el joven lector hasta crear un cráter de emociones hasta entonces desconocidas. Tras la colisión, ya no hay vuelta atrás. Ha nacido un escritor.
O nada fue así. Posiblemente no, para qué engañarnos, pero poco importa. Lo que realmente sabemos, sin necesidad de fabular, es que nos encontramos frente a uno de nuestros escritores predilectos, cuyo enorme talento es proporcional a su valía personal. Un autor que, en nuestra opinión, debería ser mucho más leído. Su calidad así lo reclama.
Su andadura literaria se inició con un pequeño libro de poemas en prosa, que el propio autor considera hoy en día un “pecado juvenil”, La página amenazada. Tenía sólo veinte años y fue publicada por Arnao, una pequeña editorial de unos amigos suyos. No la hemos leído ni podido encontrar, pero estamos seguros que, a pesar de las reticencias de Tizón, seguro que en su interior podríamos descubrir los primeros brochazos de lo que estaba por venir.
Hubo que esperar a 1992 para su siguiente libro. Y la espera merecería la pena. Velocidad de los jardines, uno de los mejores libros de relatos de la literatura española.
A partir de ahí Eloy Tizón nos ha seguido regalando auténticas maravillas que cuestionan nuestra concepción de la literatura. Libros que son música, que nos emocionan y descolocan, que nos hacen reír y llorar.

Si ya los han leído, saben perfectamente de qué hablamos. Si no, no duden en sumergirse en sus páginas. No se arrepentirán.
Y una vez realizada esta breve introducción, donde casi nada hemos contado, J. Félix González-Encabo y José Díaz de Cerio sacan una Olympia Portable SM-3 de los 50, crujen los dedos y teclean unas preguntas.

Vivimos en una época donde el término “fast food” parece que trasciende ya a todos los ámbitos de nuestra sociedad. Las redes sociales se están convirtiendo, para gran parte de una generación, en los nuevos formatos de lectura (en ocasiones, afortunadamente, como puerta de entrada al siguiente nivel) y aquí la poesía parece haber encontrado un nuevo nicho donde crecer. Las editoriales han tomado nota, volcándose en los últimos años en la publicación de poemarios de nuevos talentos, lo cual es una excelente noticia. En este contexto, uno pensaría que deberíamos estar también en una época dorada del cuento, pero en España seguimos, editoriales, medios de comunicación y lectores, reluctantes a darle la importancia y cuidado que se merecen, casi como si fueran un arte menor.Sólo hay que ver la lista que realizó Babelia sobre los’100 libros españoles del siglo XXI’, donde no encontramos un sólo libro de relatos. ¿Cuál cree que es la razón de este continuo olvido a los libros de relatos? ¿Por qué se sigue considerando la novela y la poesía géneros superiores?
Ese relato convendría revisarlo. No estoy seguro de que sea cierto. Lo fue, pero ya ha dejado de serlo. Dejando de lado a los best sellers (que se rigen con otra lógica), en España la mayoría de las novelas venden igual de poco que los libros de cuentos; algunas, incluso menos. En los últimos años, por suerte, gracias a la tarea de muchos agentes implicados (autores, editores, libreros, profesores, periodistas culturales…), el cuento literario va saliendo de su ostracismo y ocupando el lugar que le corresponde en igualdad con los demás géneros. Lo que ocurre en España es una anomalía. A nadie de Hispanoamérica o de Estados Unidos se le ocurriría menospreciar el género predilecto de Borges, de Lorrie Moore o de la premio Nobel Alice Munro. Ese prejuicio anacrónico, que no es más que ignorancia y pereza, por desgracia, todavía mantiene su inercia en algunos medios, cuyas encuestas interesadas producen grima.
¿Por qué Eloy Tizón decidió ser escritor y cuando se consideró por primera vez como tal?
No tengo conciencia de que tal cosa haya sucedido en un momento concreto, fruto de una decisión meditada. Más bien fue algo que me pasó, de manera accidental, sin yo buscarlo. Es cierto que mis primeras inquietudes se inclinaron hacia el dibujo y la pintura. Desde niño me gustaba mucho leer, pero jamás se me pasó por la cabeza ser escritor, hasta que llegó la adolescencia, con su famosa crisis de identidad, que padecí de una forma bastante cruda. Me encerraba en mi cuarto. Me volví introvertido y huraño, incapaz de comunicarme de forma satisfactoria con mis semejantes. Tenía un problema de comunicación evidente, que hubiese requerido de la ayuda de algún psicólogo, lo que no sucedió. En esas circunstancias difíciles, recurrir a la escritura se me apareció de pronto como una salida salvadora, casi terapéutica, la única que encontré a mano, que me ayudó a sobrellevar ese periodo oscuro.
Mis primeros escritos adolescentes, tengo que admitirlo, fueron desahogos anímicos, sin otra pretensión que aliviar y compensar esa falta de comunicación que padecía. Nunca pensé publicarlos. Cumplieron su función, por lo que les estoy agradecido. Sin yo pretenderlo, poco a poco, ese veneno de la escritura se me fue metiendo dentro, cada vez más hondo, hasta que se convirtió en lo que hoy es: una necesidad de primer orden.
Pese a ello, me costó mucho sacar a la luz mis primeros libros: era como desenterrar un secreto o, quién sabe, un pecado. Hacer público algo muy privado e íntimo. Incluso, cuando ya era un autor publicado, seguía produciéndome pudor presentarme a mí mismo como «escritor». Lo encontraba ridículo y pretencioso, y evitaba hacerlo porque me daba vergüenza. Cuando conocía a alguien nuevo, tardaba mucho en confesarle que era escritor. Me parecía una palabra demasiado grande, demasiado importante y sobrecargada de todo tipo de connotaciones y símbolos, para referirme a eso que yo hacía a solas y a escondidas en mi escritorio. Había como un deseo de negación, o un miedo por mi parte. He necesitado años para asumir que, después de todo, mejor o peor, bueno, regular o malo, sí, eso es lo que en el fondo soy: escritor.
Los hábitos que cada escritor tiene a la hora escribir es un tema que siempre nos ha intrigado. ¿Cómo y dónde trabaja? ¿Las ideas le salen de inmediato y sin previo aviso o van creciendo en usted lentamente hasta que eclosionan?
Es complicado decirlo, porque no hay un patrón fijo. A veces las ideas surgen de repente, en medio de cualquier parte: una conversación, un viaje, una fiesta. Otras, se deben al forcejeo de la mente con una materia que se resiste a salir. Algunos cuentos míos (los menos) han brotado con una espontaneidad que a mí mismo me asombra: fue el caso de «Velocidad de los jardines» y algunos otros, escritos casi de corrido y con escasas correcciones. Pero, en general, salvo esas excepciones, suelen ser fruto de la disciplina y el esfuerzo.
Todas las mañanas, a primera hora, me instalo en mi escritorio con mi taza de café. Enciendo el ordenador y abro el documento en el que estoy trabajando. Durante un par de horas, al menos, a veces más, escribo o corrijo o lo intento. No siempre lo consigo, pero no por eso dejo de probar. Nunca me doy por vencido. Mis cuentos más recientes nacen de un concepto que aprecio mucho y creo que define bien mi proceso creativo: el asedio.
A partir de una idea o intuición un tanto borrosa, voy cercándola, aproximándome a lo que realmente quiero decir, a base de ajustes, añadidos, descartes… Podría decirse que son cuentos trabajados por capas, o por veladuras, que casi nunca se entregan de golpe, sino para los que es necesario invertir tiempo y paciencia: dos cualidades de las que, por suerte, dispongo.
¿Quién es la primera persona que lee lo que usted escribe?
Depende de los libros. Los primeros que publiqué solía dejárselos a mi novia de entonces. En el caso de Velocidad de los jardines, tuve además la suerte de contar con un primer lector excepcional, que fue el crítico Rafael Conte. Me recibió en su casa, un torreón forrado de libros frente al parque del Retiro, me invitó a sentarme en una sillita baja, porque estaba medio sordo y ese era el lugar desde el que mejor me oía, y desde su altura superior –literalmente– me señaló algunos defectos de mi libro, dentro de una valoración general claramente elogiosa. No tenía por qué hacerlo; Conte fue conmigo de una generosidad conmovedora, ante aquel veinteañero novato.
Esa misma generosidad he vuelto a encontrarla, en repetidas ocasiones, en el denominado mundo literario. No es un mundo sórdido, como quiere el tópico, sino que abunda en personas decentes y dispuestas a hacer favores. También hay mala gente, desde luego que sí, y yo he tenido la desgracia de tropezarme con tres o cuatro de ellos, no muchos más; en mi experiencia, por fortuna, son minoría.
Técnicas de iluminación tuvo la suerte de contar con otro primer lector excepcional, como es mi amigo Andrés Neuman: tras pasar por sus ojos, el libro adquirió otro vuelo, otra consistencia; siempre estaré en deuda con él. Andrés y yo mantuvimos una conversación telefónica nocturna de unas cuatro horas de duración (no exagero), que para mí fue memorable; me señaló sin piedad, párrafo a párrafo, todos los puntos débiles de mi texto. Eso no hay dinero que lo pague. Comprendí que solo un amigo extraordinario, casi un hermano de tinta (o sin casi), es capaz de semejante entrega.
Y mi nuevo libro de relatos, todavía inédito, está ahora mismo en la mesa de mi editor, Juan Casamayor, a la espera de conocer su juicio. Expectación y nervios.
¿Tiene al lector en cuenta a la hora de escribir? ¿Cómo son los lectores que imagina que leen o espera que lean su obra?
Sí tengo en mente al lector. Esto hay que matizarlo. Cuando se afirma algo así, puede dar la impresión de que escribes para complacer o halagar a tus lectores. No hay nada de eso. Tener en cuenta al lector significa tomar conciencia de que la responsabilidad de la literatura no es cosa únicamente de uno, sino de dos. Una tarea que se realiza a medias entre el lector y tú. Lo que hay entre ambos, justo en ese espacio intermedio, eso es la literatura, que no es ni tuya ni mía, sino un poco de todos y un poco de nadie.
Tener en cuenta al lector significa que no hace falta que yo lo diga todo, lo explique todo, se lo de todo bien masticado (esa es la mala literatura), sino que al otro lado del folio cuento con una energía complementaria a la mía, que se hará cargo del relato y que completará los huecos que yo deje y añadirá la información que falta. Contar con el lector significa, en resumen, respetar su inteligencia y permitirle co-crear el texto conmigo.
En principio, cualquier lector puede ser un buen lector. No soy nada elitista. ¡Si nací en Carabanchel! Puestos a soñar, imagino lectores cultos, sensibles, bien predispuestos hacia lo que tengo que contarles. A los que no solo no les importa, sino que también disfrutan releyendo algunos párrafos, para saborearlos mejor. Que me acompañan a lo largo de mi trayecto y tienen la santa paciencia de seguirme, e incluso de disculparme, si a veces, por buenas razones, me retraso en publicar más de lo conveniente. En definitiva, que sean un poco mis amigos.
Usted es profesor del taller de Relato Breve en el Hotel Kakfa (https://hotelkafka.com/). ¿Cómo es la experiencia de enseñar a técnicas para el relato breve y qué le aporta, si así es el caso, a usted en su proceso creativo?
Empecé tarde en esto de la enseñanza, a los cuarenta años, pero ha sido un descubrimiento fabuloso y, a la larga, mi principal sustento. Yo no vivo de mis libros; no creo que nadie pueda, o solo unos pocos privilegiados. La enseñanza me parece una forma no demasiado indigna de ganarme la vida, sin perder el contacto con la literatura. De eso se trata: de transmitir la pasión, el misterio y la belleza que puede contener un texto narrativo, propio o ajeno.
En mis clases evito dar recetas de escritura, o trucos del oficio, sino más bien acompañar con respeto a los alumnos durante un trecho de su recorrido, procurando afinar sus talentos, ofrecerles referencias de títulos y autores, ensanchando sus intereses y animándolos a dudar y a mejorar sus preguntas.
Detrás de toda labor de escritura siempre hay un interrogante; o más de uno. No aspiro a conocer las respuestas, sino a perfeccionar nuestras dudas.
No sé si desde el punto de vista creativo, enseñar me ha hecho mejor o peor creador. Eso no me corresponde decirlo a mí. Sí creo que me ha aportado un hábito de intercambio y de capacidad de escucha. El aula, realmente, es el lugar de la escucha. Se trata de evitar imponer nada, ninguna visión, ninguna certeza, sino ser capaces de avanzar juntos y de crear entre todos un espacio libre de agresividades y egos, que propicie la expresión literaria. Eso a veces se consigue y a veces no.
Dar clase es una disciplina que me obliga a sistematizar mis conocimientos sobre literatura, para poder transmitirlos. Antes de dedicarme a la enseñanza, tenía intuiciones acerca de la creación, más o menos vagas. Ahora eso ya no me sirve; hoy día esas intuiciones están más definidas y asentadas, y puedo comunicarlas mejor.
¿Dejar retazos de uno mismo en la escritura es un acto de generosidad, exhibicionismo o directamente incapacidad para abstraerse y crear personajes independientes y puros?
Cualquiera sabe; quizá un poco de todo ello. O tal vez sea una esperanza de trascender la mortalidad, dejando una pequeña huella de nuestro paso por este mundo. Pienso que la ficción tiene mucho de memoria (igual que la memoria tiene mucho de ficción), hasta llegar a un punto en que ambas se entremezclan y ya no hay forma de distinguirlas. Muchos de mis escritos parten de una base autobiográfica, pero luego interviene la imaginación que añade, colorea y deforma a su antojo.
La ficción no necesita respetar la verdad de los hechos (a diferencia de la crónica periodística o histórica), pero en mi opinión sí requiere respetar la verdad emocional de la historia, que no admite trampas ni adulteraciones. Eso es lo más difícil. Cuando un escritor traiciona la verdad emocional de lo que está narrando, por razones extraliterarias (que pueden ser comerciales o ideológicas), en ese momento está perdido, se nota mucho y ya no tiene remedio.
A principio de los noventa estábamos enfrascados en conocer a autores como Ray Loriga y Benjamín Prado pero se nos escapó usted. Gracias a los vasos comunicantes de Profesor Jonk y a José Díaz de Cerio por fin llegué a usted. Desde aquella época nos gustan las historias circulares tipo “Vidas cruzadas” de Raymond Carver y películas como la versión de Robert Altman, “Crash” o “Magnolia”, ¿algún libro de relatos entrelazados que nos aconseje?
Ese es un formato atractivo, a medio camino entre el libro de cuentos y la novela, que ha producido frutos tan estimulantes como Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson, Marcovaldo de Italo Calvino o Crónicas marcianas del gran Ray Bradbury. O esa rareza que es Locos de Felipe Alfau, cuya calidad merece mejor suerte y más lectores. En España, ese territorio híbrido lo ha explorado bien Clara Obligado, a través de La muerte juega a los dados y La biblioteca de agua.
Estamos preocupados por la adicción a la inmediatez de los jóvenes, ¿cree que la ausencia de pausa, soledad buscada y tiempo puede influir en un desplome de la producción cultural e intelectual en los próximos años o es un enfoque pesimista?
Pesimista no soy, eso seguro. No tengo una visión negativa del mundo. Sobre todo, porque no puedo permitírmelo. El pesimismo requiere una posición acomodada, de la que yo carezco. El pesimismo es conservador, incluso reaccionario. Nunca se ha leído tanto como ahora. Gracias a la tecnología, disponemos de mejor acceso que nunca a las fuentes. Por otro lado, el número de adictos a la literatura, a lo largo de la historia, nunca ha sido numeroso. ¿Ha habido alguna época en que la sociedad no haya maltratado a sus creadores? Lo dudo. La literatura, bien lo sabemos, tiene algo de círculo secreto, de contraseña para iniciados, de taberna subterránea y clandestina, y está bien que así sea. No es un espectáculo de estadios; ni falta que hace. La literatura es una apuesta incierta a largo plazo, que se expande con lentitud, en ondas concéntricas, que terminan calando hondo.
¿Qué le pediría a la sociedad en estos tiempos convulsos?
Exigir algo a la sociedad suena demasiado solemne. Yo me conformaría con vivir en una sociedad en que la sanidad, la educación, el transporte público y la justicia funcionasen de manera razonable, en lugar de fomentar el descrédito y el desmantelamiento de lo público que ahora padecemos. Más allá de eso, de la sociedad espero poco; si acaso, que me deje tranquilo con mis cosas; que no se meta conmigo, igual que yo no me meto con ella.
¿Por qué cree que la última reforma educativa excluye del estudio de la historia lo anterior al siglo XIX? Personalmente me parece un grave error para valorar lo que somos y cómo hemos llegado hasta aquí, ¿piensa que se está ideologizando también la historia?
No soy ningún experto en el tema. Hablo de oídas. Sí me parece que existe una tendencia en arrinconar las humanidades, en beneficio de un enfoque digamos más pragmático de la existencia, orientado hacia el beneficio económico y el «éxito». Si es así, constituye un error. Mi esperanza es pensar que, de una manera o de otra, tanto el pensamiento crítico como el arte terminan encontrando resquicios para abrirse paso. A veces, en situaciones históricas muy precarias y comprometidas. Recuerdo que durante la guerra de los Balcanes de los años noventa, mientras bombardeaban Sarajevo, había personas que se jugaban la vida corriendo por las calles y esquivando francotiradores para reunirse con otras en algún sótano e interpretar juntos una obra de teatro o tocar un cuarteto de cuerda.
En medio del terror, mientras llovían bombas, en circunstancias en que todo invitaba a claudicar, ese puñado de valientes mantuvo vivos los valores humanistas (que algunos pretenden borrar) y demostraron con su ejemplo que la belleza no es un capricho o un adorno, sino una necesidad de primer orden.
Por último, David Foster Wallace dijo en una ocasión que el problema de las entrevistas era «que ninguna cuestión verdaderamente interesante puede ser respondida satisfactoriamente dentro de los límites formales (a saber, espacio en una revista, tiempo de emisión en una radio, decoro público) de la entrevista». ¿Está de acuerdo?
No mucho. Me parece que una entrevista también puede ser un arte, si consigue ofrecer una imagen certera del entrevistado, siempre que este se preste a ello. Basta con mencionar aquellas añoradas entrevistas para Televisión Española de Joaquín Soler Serrano, gracias a las cuales aún podemos ver y escuchar a Cortázar, Borges u Onetti. O las legendarias entrevistas a escritores del Paris Review, que ha recuperado la editorial Acantilado.
Algunas entrevistas, de hecho, se convierten con el tiempo en piezas literarias con valor por sí mismas, y así podemos leer con la misma fruición con que leemos una novela las Opiniones contundentes de Nabokov o Cassavetes por Cassavetes, editada por Ray Carney, y que es uno de mis libros favoritos; lo releo en momentos de flaqueza, o cuando necesito rearmar mi fe en la creación. El actor y director de cine John Cassavetes, que se la jugó en cada proyecto, arriesgando tanto su patrimonio como su salud mental, representa para mí toda la integridad, el riesgo y la emocionante alegría que supone arrojarse a la piscina del arte, borrando la distinción entre crear y vivir. Esa es una enseñanza que no conviene olvidar.

Principal rasgo de tu carácter?
La constancia (pero puede que mañana responda otra cosa).
¿Qué cualidad aprecias más en un hombre?
Bondad inteligente.
¿Y en una mujer?
Bondad inteligente.
¿Qué esperas de tus amigos?
Que sean leales.
¿Tu principal defecto?
La miopía.
¿Tu ocupación favorita?
Escribir. Leer. Pasear. Ir al cine. Por este orden.
¿Tu ideal de felicidad?
Se resume en dos palabras: tener tiempo. Esa es la condición necesaria de la felicidad para mí.
¿Cuál sería tu mayor desgracia?
Dejando de lado las muertes cercanas (por razones obvias), alguna incapacidad que me impidiese la práctica de la escritura, la lectura, ver películas, exposiciones…
¿Qué te gustaría ser?
Lo mismo que soy ahora, pero un poco más.
¿En qué país desearías vivir?
En uno culto, cívico y tolerante. ¿Existe alguno?
¿Tu color favorito?
Morado.
¿La flor que más te gusta?
Alguna campestre, como la amapola o la margarita. O el tulipán amarillo.
¿El pájaro qué prefieres?
Simpatizo con los pingüinos, que son elegantemente torpes, ¿un poco como yo?
¿Tus autores favoritos en prosa?
Hay muchos: Proust, Nabokov, Cheever, Onetti, Djuna Barnes, Clarice Lispector, Marina Tsvetáieva…
¿Tus poetas?
César Vallejo. Emily Dickinson. Roberto Juarroz.
¿Un héroe de ficción?
Tintín.
¿Una heroína?
La dama del perrito de Chéjov.
¿Tu músico favorit@?
Leonard Cohen.
¿Tu pintor preferid@?
No es exactamente un pintor, pero sí un artista extraordinario, creador de esas misteriosas cajitas capaces de detener el tiempo: Joseph Cornell. También aprecio mucho los videos de Bill Viola.
¿La película de tu vida?
Arrebato de Iván Zulueta.
¿Tu héroe/heroína de la vida real?
Aquel ciudadano chino que detuvo el avance de los tanques en Tiananmén.
¿Tu nombre favorito?
Me fascina el nombre de la cantante cubana Omara Portuondo. Parece como si sonase el mar.
¿Qué hábito ajeno no soportas?
El caos, la impuntualidad, la mezquindad traicionera.
¿Qué es lo que más detestas?
La crueldad.
¿Una figura histórica que te ponga mal cuerpo?
Cualquier dictadorzuelo: Hitler, Stalin, Castro…, y en general todas las monarquías.
¿Qué virtud desearías poseer?
El don de lenguas.
¿Cómo te gustaría morir?
En mi cama, de repente: cerrar los ojos una noche y ya no despertar.
¿Cuál es tu estado de ánimo más común?
Diría que razonablemente esperanzado.
¿Qué defectos te inspiran mayor indulgencia?
Las mentiras piadosas.
¿Tienes una máxima?
Sí: vive y deja vivir.

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