“EL FINAL SE ACERCA. EL APOCALIPSIS YA ESTÁ AQUÍ”, se lee el rótulo en la televisión. El presentador, un tipo excéntrico con ojos de paloma, señala repetidamente un mapa donde se expone su teoría, “certera y verídica”, que corrobora que será hoy, y no mañana, el temido Armagedón. Resoplo. Nunca he sido particularmente fan este tipo de programas; por mucho que claman que el fin ha llegado, en el firmamento no se divisan meteoritos, drones o naves espaciales. No hay más que vacío y satélites bailarines ahí donde duerme la luna. Sin embargo, esta no deja de ser la habitación de mi hermana, Clara, y, puesto que es a ella a quien le toca elegir, me limito a prestar atención, y a preguntarme qué será de nosotros después de este último fin del mundo.
El sonido de lo que posiblemente sea un plato rompiéndose nos saca de la hipnosis. Bajo la escalera, se oyen voces; juraría que son dos fantasmas discutiendo junto a la alacena. Dos espectros rojos con los ojos encharcados que juegan al tira y afloja con la vajilla y el hambre. Mi hermana, -quien asumo, odia los ruidos-, sube el volumen de la televisión justo cuando los cuchillos vuelven a lanzarse y el pestillo de la puerta no es lo suficientemente fuerte como para enmudecerlos. “¿Tú crees que serán los aliens o los iluminati los que acaben con la Tierra?”, alza la voz. “El calentamiento global”, contesto. “O los lagartos humanos.”
—¡Refúgiense! ¡Busquen latas y conservas y escóndanse! —ordena el hombre catastrofista de la voz pausada.
¿Dónde podríamos escondernos frente a una visita del espacio exterior? En el armario, claro. O bajo la cama, en el recoveco que ya me conozco entre el cabezal y la pared. Hace un par de años, solía jugar con Clara a que ella era un cazador y yo tenía que huir al lugar más remoto de la casa para que no pudiera atraparme. Entonces yo me hacía muy muy pequeño, casi inexistente, casi casi nada, y ella me buscaba hasta la saciedad durante lo que bien podría ser horas. “Busca un escondite donde nadie te pueda encontrar. Que no se oiga ni el batir de tus pestañas, Juan”, me aconsejaba. Y así era.
De nuevo, más gritos. Retumban las paredes esta vez de la intensidad, tanto que incluso la piel de Clara se vuele trémula y fría como el filo de una daga. Vuelve a hacer acopio del mando y sube el volumen al máximo, colmado así toda la habitación con las promesas del Mesías del canal tres. Mas las voces de las figuras grises de la cocina no cesan, y yo me pregunto: ¿cómo pueden seguir peleándose en una situación así? ¡Si tan solo supieran que estamos condenados…!
Más reclamos. Ahora, el sonido de un florero impactando contra el suelo. Criaturas de otra galaxia en el televisor. El sabor de la mandarina que me pela Clara. Naranja y verde fluorescente. El parchís abandonado en el suelo. Los cuatro jinetes cabalgando. El cuadro de la virgen junto a la puerta, orando.
En algún lugar de La Mancha estamos en la habitación, alerta, esperando muy quietos el fin de los días. Mientras el cuarto da vueltas y el suelo no es lo suficientemente fuerte como para aguantar el peso de nuestra casa, entiendo por fin que hoy sí que sí se acaba el mundo, y que no habrá traca final o créditos a que aplaudir.
Viento huracanado. Gotelé cuarteado. Interferencias. Sirenas. Carne de gallina. Luces azules y rojas tras la ventana. Más y más y más gritos. Pisadas presurosas subiendo por la escalera. El abrazo helado de mi hermana mayor.
Aquel hombre tras la pantalla, ya amigo, nos repite: “ESTE ES EL FIN”.
Sí, supongo que sí.
Con este relato damos la bienvenida a Elsa Calvo González, ávida lectora de Literatura desde pequeña -apenas con diez años se zambullía en “El lobo estepario” mientras el resto de niños jugaban a Dios sabe qué- y perteneciente a una nueva generación de voces que, incluso menores de edad, ya lanzan sus dardos con destreza.
Castellana de origen, cántabra y valenciana de adicción, dicen que abandonó las ciencias con sobresalientes para leer, crecer y escribir. Presentimos que tiene mucho por contar y que no tendrá el más mínimo pudor en sorprendernos.
Bienvenida a la banda de Jonk, Elsa.