“¿Conoce África una canción sobre mí?”
Hoy no escribo una reseña, ni una crítica, ni una crónica, ni un poema. Hoy escribo una carta de amor. Una carta de amor a Karen Blixen.
Querida Karen,
Lo primero que supe de ti fue que te enamoraste de Robert Redford. Te conocí en el cine, no en tus libros, y me fascinaron tanto tu personalidad como tu historia de amor con Denys Finch Hatton. En ningún momento puse en duda nada de lo que vi en la película. Era todo tan dolorosamente hermoso en las colinas de Ngong que sólo podía ser verdad, la única verdad, tu única verdad. Tenía 17 años y ya quería ser libertina como tú.
Después empecé a leerte. Recuerdo mi viejo ejemplar de Memorias de África, una de aquellas ediciones de quiosco de RBA que amarilleaban a medida que iba pasando las hojas. Y te encontré ya a ti. La historia era más o menos la misma historia, pero en el libro estabas de verdad tú. Tu voz. Tu respiración. Tus pausas. Tu literatura. Las palabras escritas me abucen y leer tu vida en tu voz fue acompañarte de nuevo a un mundo tan fascinante como difícil. Esa colonia británica a la que llegaste (matrimonio con tu primo, el barón Bror Blixen-Finecke, mediante) y en la que te construiste y reconstruiste tantas veces como fue necesario: tras la sífilis (la misma que provocó el suicidio de tu padre), tras el divorcio, tras el incendio en la plantación, tras las habladurías por tu cercanía a los kikuyu. Narradora en voz alta, te leía y te escuchaba.
Seguí viviendo Memorias de África como una suerte de liturgia periódica. Tu brindis “por la cándida adolescencia” es el mío desde entonces y, aunque no soporto que me toquen el pelo, sueño con un enjabonado y aclarado como el tuyo con Denys a orillas del río Mara. Crecí y tú seguías teniendo las mismas edades, la misma imagen, los mismos duelos. Crecí y entendí mejor tu lucha contra un mundo clasista, racista y heteropatriarcal al que era muy difícil vencer. Crecí y la historia de amor primera, la de Redford, se vió superada por la otra historia de amor, la de África. De hecho en algún momento de mi vida Senegal fue un destino posible, pero eso sí es otra historia que nada aporta a ésta.
Como la tía excéntrica de la familia, la pariente medio loca a quien todos critican pero de la que envidian la valentía, ahí estabas y ahí permaneciste. Un referente silencioso al que acudir. No era necesario nombrarte a menudo (o no más a menudo que en el homenaje siempre implícito al brindar), estabas conmigo. Te guardé en los altares de mis mitos. Te quería desde un respetuoso silencio. Las historias de amor no son de más amor por mucho que se expliquen.
En los últimos meses el cine me ha llevado de nuevo hasta ti
Primero fue en Karen, la pequeña película de María Pérez Sanz (65 minutos, si fuese una novela sería una nouvelle). Volvías a ser la cosechadora de café en Kenia y la relación con tu criado somalí Farah era el centro de la historia. Abandonada por todos, por el barón, por el cazador, por tu familia, mientras la Karen Coffee Company se hundía, sólo Farah se mantienía fiel a tu lado.
El silencio fue, quizás, lo que más me sorprendió de la película. El respeto desde el silencio, la admiración desde el silencio, el lugar de cada uno desde el silencio, la fidelidad bidireccional desde el silencio. Son tus últimos años en Kenia, todo ya ha sucedido, el destino está echado, y en lo mínimo, en lo cotidiano, en lo contemplativo, tú eres luz. No una luz cegadora sino una luz tenue pero constante, luz a la sombra de las velas, luz mimetizada en tus paseos, en tus desayunos, en tus fiebres.
Hay algo ancestral, más allá del (mi) entendimiento racional, que sella para siempre tu vínculo con Farah. Quizás desde tu esnobismo no había otra relación posible con él. Lo que para otros hubiese sido una relación puramente servil para ti fue de amistad (sí, de acuerdo, de amistad entre señora y criado, pero de amistad). ¿No fue la amistad la que sorteó todas las diferencias culturales, raciales, religiosas que transitaban entre vosotros? Mitos ambos el uno para el otro. Qué biopic rara avis desde el que admirarte de nuevo, querida Karen.
Y ayer fue El Pacto. Qué tú tan distinta de las que había visto hasta ahora encontré en esta otra película. Pero qué tú tan complementaria con aquéllas. Mujer siempre de mando (¿de ahí tanta incomprensión?), aquí el núcleo central está en tu relación con el poeta magister Thorkild Bjørnvig, al que acogiste en tu casa de Rungstedlund con esa seducción tan tuya, ésa en la que lo sexual estaba de más. Desde tus 62 años, y frente a sus 29, casi embrujas su alma, pero gracias a ti, al tiempo y el espacio que le concediste para escribir, logró ser un firme candidato al Nóbel. Tendré que leer Pagten, su libro sobre vuestra historia, claro. Quiero verte a ti desde él.
Hoy que se habla tanto de relaciones tóxicas parece evidente que la vuestra lo fue. Tú no tenías ningún escrúpulo en provocarle la literatura (proponiéndole aventuras extramatrimoniales, manteniéndolo confortablemente encerrado, deslumbrándolo con tus fiestas, tus amigos, tu poder, tus excesos, provocando el suicidio (fallido) de su esposa). Y él se dejaba. Con sus luchas internas, sus dudas, sus enfados, sus “hasta aquí”, pero se dejaba. Él, fascinado y víctima de tu influjo, inocente pero expectante ante la posibilidad de ascender al olimpo de los grandes poetas. ¿El tan común ego artístico?
¿Fue el magister Thorkild más criado tuyo que Farah? ¿Fue vuestra relación mucho más jerárquica que con tu criado somalí? Él esperó 12 años tras tu muerte para (d)escribir vuestro pacto, un vínculo aceptado por ambos que no soy capaz de dilucidar cuan fatídico fue… ni si en realidad lo fue. ¿Vampirismo? En caso afirmativo, ambos bebisteis la sangre del otro. ¿Voy a ser yo quien os juzgue? ¿Yo, desde mi admiración por ti? Imposible.
¿Necesitamos un alma torturada para crear, Karen? Tú la tuviste. Y sin duda a él se la incitaste. Yo miro a mi alrededor y me hago preguntas todavía con todas tus aristas cinematográficas perforándome la retina: las que duelen (las de esa tú manipuladora, nociva, diabólica, culpabilizadora y culpable) y las que más admiro (las de esa otra tú feligrés de la literatura, la de la capacidad arrolladora de crear, la del carisma infinito, la de la necesidad de perfección y la que claudicaba ante el deseo, ese deseo tan polisémico tuyo).

Hay algunas constantes en todas las/tus películas que tienen que ser tan tu verdad como tus historias. O así quiero creerlo.
Tu gramófono. El regalo más preciado de Finch Hatton. El que ni en la ruina más absoluta quisiste vender. El que te revive con la música, te transporta, te mantiene, te equilibra. Y el que compartes. Porque si algo también habitaba en ti era que la felicidad está en la compañía, de ahí tus celebraciones: pequeñas cenas en Kenia que mutarían después a esas otras fiestas tan completamente epaté en tu regreso a Dinamarca. El premio para los que de algún modo conquistaron tu corazón era que les pusieses, directamente de tus manos, un disco. Qué gran acto de amor es siempre regalar música.
Tus camisones, Karen, y perdona la frivolidad. No sé si decir camisones de baronesa, pero qué elegancia tan majestuosa la tuya cuando te vestías casi desnuda. Qué porte en la enfermedad, bajo las mosquiteras de África, mientras Farah te cuidaba de tus fiebres, o arropada por la también fiel Clara en Rungstedlund, envenenada ya completamente por el mercurio que, contradictoriamente, te mantenía viva. Esos camisones, esas negligee, ese charme, Karen. Qué belleza la tuya en lo mínimo.
Escribías historias y las engendrabas en los demás: para que las viviesen, para que las escribiesen, para sentirte, tal vez, el mayor demiurgo entre ellos. La hermana leona, como te llamaban los masais, la de la personalidad salvaje, la megalómana sensible, la de las maldiciones y los pactos con tantos diablos como encontraste en tu camino, la felina herida por el estigma de la sífilis, la del aura y el influjo, la dama del bisturí que no dudabas hendir disfrazado de palabras… Permanentemente envuelta en humo, bajo tu turbante de bruja (de bruja buena, para mí de bruja buena), frente a las escopetas como cuadros que seguías descolgando en tu casa danesa, elegante, arrolladora, implacable. Tan tú siempre, Karen. Tan tú hasta los 77 años.
Te escribo desde el deseo del que lanza un mensaje con una botella al mar y espera que alguien la abra al otro lado. Este mundo nuestro se ha vuelto tan extraño que ni las cartas son como antes, ni las botellas son de cristal. Que este mi amor te llegue allí donde estés. Desde esta Barcelona contaminada no puedo ver bien las estrellas para sonreír al asteroide 3318, el tuyo, pero como tengo una tozudería infantil que no pienso superar, y no creo en según qué muertes, estoy segura que podrás leerme.
Pourquoi no?, decías. “Y la pregunta se transforma en una respuesta que contiene esperanza”. ¿Por qué no vas a leerme? Pourquoi no?
Te quiero, Karen.
Tuya,
Gema
Memorias de África, Sydney Pollack, 1985.
Karen, María Pérez Sanz, 2020.
El pacto, Billie August, 2021.
Coda: 3318 es un asteroide perteneciente al cinturón de asteroides. Descubierto el 23 de abril de 1985 por Karl Augustesen, y el astrónomo Poul Jensen desde el Observatorio Brorfelde, Holbæk, Dinamarca. Tiene una órbita caracterizada por un medio eje mayor de 3.0096076 UA y por una excentricidad de 0.0477103, inclinada por 11.57962° con respecto a la eclíptica.
Designado provisionalmente como 1985 HB. Fue nombrado Blixen en honor a la escritora danesa Karen Blixen.
¡Qué artículo tan padre! Voy a leer memorias de África.
Leer y releer, ya verás