“Libra de la espada mi alma, del poder del perro mi vida”, Salmos 22:20.
1925, un rancho en Montana, una familia disfuncional en lo emocional, una mujer alcohólica, un suicida ausente, un cowboy difunto, un adolescente casi andrógino, un paisaje entre la aridez extrema y la exuberancia sthendaliana, animales sexuales, vaqueros como animales, la contención y el trauma, la veneración y lo enfermizo. Y el erotismo. El erotismo soterrado, el erotismo constante, el erotismo en el río, el erotismo en el trenzar de una cuerda, el erotismo en esa silla de montar con corazones de metal (¡corazones en una silla de montar de vaquero!, sí), el erotismo en la sangre de las bestias muertas y en la pulsión de las vivas, el erotismo en el bisturí (instrumento para la cura, arma en diferido), el erotismo en las espuelas de las botas.
Hay en El poder del perro (Jane Campion, 2021) un silencio que recorre las imágenes. Es el silencio de lo no-dicho, de lo no-vivido, de lo contenido, de lo que acontece por debajo. Vemos escenas e imaginamos las que no vemos. Vemos planos cortos que no nos dejan ver el foco completo de lo que sucede. Vemos como si viésemos a través de una cerradura, sólo una parte, aunque percibiendo un todo, el todo. Vemos unos personajes que sufren porque sienten (por acción, por omisión, por determinismo). Vemos, nos confundimos, nos damos cuenta del error, vemos de otro modo. Y, entre tanto, la fotografía de Ari Wenger y la música de Jonny Greenwood (Radiohead) nos hipnotizan, nos duelen, nos absorben, nos llevan desde lo más profundo de las almas y los cuerpos de los protagonistas hasta la contemplación más pura de las fuerzas telúricas del entorno. El perro, ¿vemos el perro? (no, no aclararé a qué perro me refiero).
¿Y ellos? ¿Quiénes son ellos?
Phil (Benedict Cumberbatch), un rudo cowboy que toca el banjo, sabe latín y colecciona minerales. El hermano pequeño que observa, calla y actúa. El monoteísta casi predicador de su mentor ausente. Ponedle comillas a todo ello y dejaros arrastrar por su piel sucia, su mirada escudriñadora, sus venganzas, su crueldad pueril. Phil, el vaquero mezquino que grita más que habla (porque tiene miedo). Phil, el misántropo que añora (a Bronco Henry -el ídolo muerto que no caído-, a su hermano, ¿a su madre?). Phil, el cazador, el castrador, el torturador (el cazado, el castrado, el torturado). Phil, el atormentado por su sexualidad reprimida (sexualidad a la postre trágica), por su masculinidad y por su vulnerabilidad.

Cumberbatch en un papelazo magnético e impresionante, entre el adusto Willem Defoe de El faro (Robert Eggers, 2019) y el sensibilísimo Heath Leager de Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), comparación inevitable por género, claro.
Rose (Kirsten Dunst), la mujer marcada por el suicidio de su marido (¿qué clase de mujer permite que su marido se suicide? pregunta que roza la absurdidad pero que está presente en muchas de las miradas que recibe). La mujer-madre, la mujer-que-alimenta (la posadera gentil). La mujer que se abandona. Ella, que quiere ser quien no es, tal vez quien fue, y tropieza una vez y otra con su piano, sus botellas, sus zapatos, el amor (la dependencia) que siente por su hijo y la dependencia (¿quizás amor?) que siente por su nuevo marido, George.

Kristen, con la misma mirada perdida que en Melanc(h)olía (Lars von Trier, 2011), mujer de cristal vestida de colores traslúcidos, sin maquillaje, mojada, sudada, atrapada en un rancho misántropo cada vez más pequeño para ella (a medida que el metraje avanza apenas tiene exteriores: sólo su habitación, sus sábanas).
Peter (Kodi Smit-McPhee,) la víctima. ¿O quizás el victimario? El bello, el aplicado estudiante de medicina, el de las manos sutiles y mágicas (capaz de hacer flores de papel absolutamente realistas y de mantener el pulso firme al diseccionar un conejo al que acaba de desollar), el huérfano de padre (¿los cimientos de su madre?), el que consiente vejaciones desde la equidistancia, el silencioso, el a veces casi invisible. Peter, el que romperá el equilibrio de Phil desde el mutismo, desde una observación recíproca con tintes de duelo mudo, de combate silente, en el OK Corral.
Kodi, secundario-protagonista, a ratos vivaz, a ratos sonámbulo. El amanerado con zapatos blancos en pleno oeste (¡!). El larguilucho, el delicado, el refinado (versus la tosquedad que lo rodea -atención a la polisemia-). Tal vez el más complejo (por nada explícito) de todos los retratos psicológicos de la película.
Y George (Jessie Plemons). El hermano de Phil. El solitario que decide compartir su cama con una mujer en lugar de la habitación con su hermano. El amable, el suave, el utópico-empático. El tímido, el tranquilo, el apacible. También el de las decisiones a destiempo. El único vaquero que conduce un coche en la película. El que prende la mecha sin saberlo ni pretenderlo. ¿El pusilánime? Quizás por inconsciencia, el listo. El que sale ganando perdiendo.
Plemons, el resilente que brilla en la aparente conformidad con su suerte a cada giro de la trama. El que empieza la película en la bañera, usa pijamas impolutos y repele el polvo de la pradera en todo el metraje.



El resto ya lo intuís en lo escrito. Y es que el argumento no importa. Bueno, sí importa, pero aquí, en este artículo, ya no. Las pistas, los indicios, los anzuelos, están servidas, vertidos, lanzados.
Y, last but not least, hablemos del ¿mensaje? (¡horror!), del mito masculino, del viaje atávico, de los patrones rotos.
Algunas escenas de El poder del perro recuerdan a los bailes del parque de bomberos en Titane (Julia Ducournau, 2021). Es la misma exaltación de la masculinidad y la misma cárcel. El mismo machismo asfixiante, los mismos machos alfa rítmicos (¡la escena del río!) y (desde el hoy) ridículos. Las mismas identidades en entredicho, la misma épica de la masculinidad tambaleante, la misma oscuridad (luminosa aquí) perturbadora. Y es que este es un western que derrumba la virilidad y ridiculiza la exaltación de la testosterona. Un western entre la tosquedad y el refinamiento. Un western-drama-de-época entre la delicadeza y lo salvaje. Un western que podría ser anti-, post- o no serlo. Porque los arquetipos no tienen género (cinematográfico, quiero decir).
¿Recordáis el año de Sin perdón (Clint Eastwood, 1992)? Apuesto a que el polvo del oeste (esta vez neozelandés) volverá a correr por la alfombra mágica de los Óscars.
“Adiós aquí, no importa dónde. Reclutas de buena voluntad, nuestra filosofía será feroz; ignorantes para la ciencia, taimados para el bienestar; que reviente el mundo que avanza. Ésta es la verdadera marcha. Adelante ¡en camino!”. Arthur Rimbaud, Iluminaciones, 1874.
Artículo de Gema Monlleó, colaboradora y miembro de la banda de Jonk
Gema Monlleó (Barcelona, siglo XX cambalache). Lectora y librera (con o sin librería, pura anécdota). Urbanita como la Negra Flor, fan de La Capitana. Siempre inquieta (en la facultad obtuvo la banda de “la bellugadissa”). Diletante de adicciones varias: poéticas (intenta cazar búfalos de momento sin éxito, por aquello del bolañianismo), epistolares, musicales, y más prosaicas: cola zero y mahonesa. Fue Marion en un blog y ahora tiene El sueño de las Manzanas en La charca literaria, Tatuada con dos ejes pseudosimétricos: literario y cinematográfico (por aquello de aspirar al equilibrio). Utópica, claro. Mitos muertos, muchos. Los más: Bolaño (otra vez) y la Duras. Mitos vivos, algunos (prefiere no citarlos). Género literario favorito: cortavenas. El cine lo ve en salas (por militancia). Una vez abrazó a Murakami. Meta: vivir en un faro abandonado. Sólo volvería a cometer matrimonio con(tra) Batman.