El teatro Bellas Artes de Madrid nos regala este otoño el encuentro, una vez más desde hace cuarenta y dos años, entre el genial escritor Miguel Delibes, la leyenda del teatro Lola Herrera y sus “Cinco horas con Mario”, que ya no se sabe si pertenece al autor, a la actriz o a todos nosotros.
El verano de 2021 ha sido una declaración de intenciones por parte del teatro Bellas Artes frente a la pandemia, un golpe encima de la mesa en el que nos ha hablado de la muerte y de la vida, del amor y de la duda, de la compañía y la soledad -aun estando acompañados-, del “Señora de rojo sobre fondo gris” y de “Cinco horas con Mario”.
De José Sacristán y de Lola Herrera, de sus inmensas presencias en escena y su voz inolvidable que reverbera horas, días, años después de escucharlos. De Delibes y su amada esposa, del monólogo sobre la añoranza y los reproches a quien nos deja.
El pasado sábado pudimos disfrutar de Lola Herrera, que a sus ochenta y seis años (¡86!) nos maravilló con sus cambios de registro, desde el humor y la ironía, desde la distancia y lo íntimo, desde sus credos, filias y fobias de todo tipo y sus dudas y fallas imprevistas en la pérdida.
Una viuda que, tras recibir pésames, abrazos, comentarios sentidos y comprometidos, se queda sola velando a su marido y comienza a hablarle.
Le habla de su amor, de imágenes y momentos que le sobrevienen sin sentido, añorándolo pero también ajusticiándolo por no haberle dado lo que se suponía y finalmente haberla dejado inesperadamente.
Si en “Señora de rojo sobre fondo gris” el tono es de adoración y dolor absolutos por la amada, en “Cinco horas con Mario” el amor es indudable pero la viuda no puede evitar disparar una retahíla de reproches ante el cuerpo presente de su marido, achacándole sus principios inamovibles, su obsesión por la bicicleta -aquí se nos aparece Delibes riéndose de sí mismo y su sencillez- en vez de haberle comprado un Seiscientos, “que no te pedía un 1500”, como mandan los cánones de la clase media emergente de provincias en los 60, su terquedad en las cuitas con la autoridad local y sus amistades bohemias que no le granjean lo que ella espera, su influencia desequilibrante en alguno de los hijos, su carácter depresivo y ausente también en lo íntimo…
Lola Herrera danza por el escenario, haciendo reír al público con un regusto amargo en un momento tan triste y enseñando, a quienes no lo sepan, que del dolor a la risa a veces hay un paso.
Sin embargo, es todo un crescendo hasta la catarsis que llega cuando ella se derrumba ante él, asumiendo un error secreto del pasado -quizás el único que una mujer tan pulcra haya cometido-, una catarsis no exenta de humor pero al que en unos emocionantes minutos finales entierra el llanto desesperado y la voz apabullante de esta Gran Dama de la escena, que nos hace amar el teatro un poco más mientras se derrumba junto al ataúd.
Quizás no sea casual que eligiera esta obra para celebrar mi 18º aniversario de boda, un texto tan oscuro, vivo, sarcástico y luminoso como el devenir de cualquier pareja que aguanta en estos tiempos de promesas incumplidas.