A veinte metros, Itaewon

Grabando vídeo en el callejón de la avalancha de Itaewon por la noche

El taxista me deja en otro hotel de la misma marca y casi idéntico nombre. En recepción amablemente se niegan a llamarme un taxi, abro las maletas en la entrada del edificio ocho plantas abajo, me cambio en el recibidor para ponerme un jersey y el abrigo, se está yendo la luz y hay un ligero viento helado que no esperaba.

Camino hasta donde marca Uber cuando señalo en inglés “Samil-daero…” pero es una calle interior repleta de basura, carteles y extractores de humo. Luminoso rojo que no se corresponde con el que esperaba. Uber no funciona.

Encuentro otro ibis Ambassador Myeongdong subiendo la avenida con las maletas tiradas por mis congeladas manos a seis grados bajo cero. Las intento ocultar con las mangas largas del abrigo, no tengo guantes. Por una vez agradezco la mascarilla.

Son las 17:30, llevo una hora deambulando.

Tiendas de Apple, paradas de autobús, taxis que nunca me verán, edificios financieros cerrando, tráfico y, en las calles interiores, restaurantes, peluquerías y tiendas de fotografía.

El taxista debía tener ochenta años, era un tipo alto y conducía rápido pero, a pesar de manejar un coche automático, el muy cabrón no dejaba de dar tirones al arrancar y cambiar de carril y los pequeños frenazos también me hacían palidecer, la temperatura de la calefacción, las horas de vuelo, los tres certificados de inmigración, sanitario y de aduanas, el atasco en inmigración y en la carretera, la escasa alimentación que estoy llevando.

Al llegar al hotel apenas puedo abrir y cerrar las manos. Las froto pero duelen. Entumecidas, parecen cogollos de lombarda. Tengo sangre en un dedo. He expuesto todos los dedos menos los pulgares que serán lo que me quede para el móvil agarrado por muñones.

Cinco minutos metidas en agua ardiendo hasta que se va el tono violáceo que se confundía con el vello de los dedos.

Menudo cabrón el viejo.

Sin yo saberlo hemos quedado a cenar en Itaewon, a cincuenta metros de donde hace un mes murieron cien personas asfixiadas. El policía dice no conocer el restaurante a menos de cien metros. Números. Coordenadas. Espacio. Tiempo. Papeletas.

Esta vez sí, el taxista pedido por el hotel nos ha llevado adonde nos han citado.

Al bajar vemos a una mujeruca que pregunta si somos religiosos, pues claro, somos españoles, nos da unos pasquines en árabe, inglés y coreano en comic sobre la vida de Jesús.

Tras ella, un cartel anuncia “Gay love is Sin”, pertrechado por dos cruces rojas de cartón con el lema “Believe Jesus” en letras blancas. Megáfono. La oímos según avanzamos.

Deliciosa ternera y cerdo a la brasa, con verduras también pasadas por el fuego, ensalada y kimchi para valientes.

Hablamos y lo pasamos bien.

De sindicatos, gobierno y feminismo, de empresarios admirables, de Corea.

Al subir desde la avenida hemos atravesado cientos de ramos de flores, peluches y notas de recuerdo bajo plásticos mojados junto a la parada de metro.

En pocos metros hemos embocado en un callejón de subida con una pendiente colosal y ahí las notas de amor y dolor se han hecho patentes muros arriba.

Ningún local ha vuelto a abrir ni lo hará en ese ascenso de unos treinta metros. Nadie quiere comer, reír, beber, besar donde murieron tantos.

Sin embargo, en la calle paralela a la avenida, una vez que subes a través del horror, se mantienen abiertos restaurantes y pubs, algunos con fútbol en directo de madrugada y otros que acogen algunos extranjeros y locales tomando copas. La mayoría sin clientela.

Por encima y por debajo de esta paralela, otras callejas empinadas de difícil equilibrio,  de las que debieron brotar jóvenes que empujaban en una y otra dirección aquella noche, colapsando donde alguien fue empujado y alguien tropezó.

En el cálido restaurante de muros decorados con botellas de vino, cenamos y debieron cenar otros disfrutando del gentío más allá de los cristales, pegados a los cristales, hacinados en sus plumíferos acolchados blancos y negros con deportivas blancas de diseño y grandes plataformas y pantalones denim de doscientos euros.

A veinte metros de la embocadura de la calleja de acceso, del precipicio, de la caída, posiblemente de la muerte.

En la mesa de enfrente cuatro coreanos han terminado de cenar mientras nosotros nos preocupamos de que los sindicatos rechacen la firma de un convenio colectivo con un ocho por ciento de aumento salarial. La empresa no puede imputar todos los costes. Los márgenes no se pueden estrechar más. Conseguirán que cerremos y luego a quién reclamarán. Está exquisita la ternera. Joder, cómo trabajan la carne en Corea.

En la mesa de enfrente un coreano mayor agarra la cabeza a un coreano joven, lo hace posando sus manos sobre las sienes, ambos hombres gruesos de cabello brillante, frentes que se tocan, aparentemente no hablan, uno se quiebra y el otro reconforta con todo el amor del que es capaz.

Al otro lado de la mesa los observan en silencio una mujer y un hombre, también mayores. Al otro lado del cristal, las miradas gélidas y estupefactas de jóvenes al borde del abismo, aplastadas ya sobre su mesa, infinitamente tristes, conocedoras, también los observan.

A veinte metros de la muerte, un mes después la vida sigue adelante, abrazándonos y quemándonos con todo el hielo de esta madrugada.

A veinte metros de un tipo que graba un vídeo en una cámara sobre trípode. Un vídeo estático de una cuesta abajo demasiado empinada, sin nadie que la ascienda y decorada con flores, tarjetas y papeles.

Invita a cruzar y nuestras siniestras siluetas atraviesan la imagen en silencio.

A las víctimas y familiares de la avalancha de Itaewon