Yo
– Señores, ¡¡¡el viernes tendré una noche psicodélica frente al puto Roger Waters!!! He comprado una de las últimas entradas en Madrid de su gira de despedida. Nada como una gira antes de la muerte, creo que con esto inicio mi próximo cuento ahora mismo.
Gonzalo
– Qué chingón. Eso incluso amerita una crónica.
Enrique
– Sin duda será un gran concierto, hace algunos años lo vi acá en México y creo que ha sido de los mejores directos que he visto – escuchado.
Yo
– Abrazos carnales, iré con mis hermanos de sangre, muy de Pink Floyd – yo no tanto, aunque también -, será algo para siempre. Me harté de dejar que sean mis mujeres quienes tiren la casa por la ventana. Este viernes es Padre quien se va de farra. No sé por qué dudé, Money, que cantaba PF.
– (Qué chingón. Eso incluso amerita una crónica.) La habrá, la habrá.
Samuel
GIF de Waters, escuchando encorbatado a una líder indigenista.
GIF de Waters, descamisado y despeinado, ojos saltones, cabeceando, gritando y metiendo el índice en la cámara.
Yo
– Dicen que el tipo es polémico, que es pro ruso y no sé qué más causas perdidas. Si el LSD le fundió el cerebro, daremos gracias al Altísimo por el resultado, porque eso es lo que perdurará dentro de cincuenta o cien años. Qué tipo (emoji de admiración).
Enrique
– Hace tiempo por acá teníamos charlas acerca de si las convicciones personales de los escritores debían afectar nuestra percepción sobre su trabajo. Por ejemplo, yo soy súper fan de Knut Hamsun, premio Nobel de literatura pero también un pro-nazi en principio. Supongo que lo mismo puede aplicarse a cualquier otra rama de la creación artística. Una conversación interesante, por lo demás.
– Les dejo esta rola de Pink Floyd que se presta para desconectarse un rato…
Yo
– (Hace tiempo…) Aquí también, es un debate que acabaría en revisionismo histórico y oscurantismo de todo lo opuesto a cada giro político a lo largo de las décadas y siglos. De hecho, ya está ocurriendo, se borran o discuten nombres de calles de artistas, se quitan autores de las programaciones de estudios o teatros, se pretende negar el modo de pensar y de contar de otras épocas –no el fondo, sino su propia existencia y huella, sus causas y entorno- por si tuviera un efecto llamada en gente sin criterio propio, pero así no se considera madura a la población. En el colmo de la locura, es como tirar estatuas de personas que fueron parte de nuestra historia e incluso como pedir que retiren desnudos de las paredes de los museos o la estupidez de meter actores de otras razas en películas o series sobre obras de épocas en las que los personajes no eran ni podían ser más que blancos, todo lo que está ocurriendo ya hoy en día. Cuidado con la maledicencia y a la vez candor de la nueva moral imperante, porque tiende a aplastar como cualquier otra si no encuentra contrapeso.
Enrique
– Así es, verdad.
Samuel
– Te amo, profesor.
Gonzalo
– Acá andamos en las mismas, hay una nueva corriente puritana que sopla con fuerza, entre los libertarismos a ultranza y los puritanismos oscurantistas cada vez es más difícil respirar con libertad.
Yo
– (Te amo, profesor) Sin mariconadas, admiración y afecto mutuos, señor Segura (emoji difícilmente escogido, finalmente de sonrisa con lágrima de sudor).
– Gonzalo, es nuestro deber pensar y hacer como creamos conveniente, sin miedo a la nueva censura. Todo extremo encuentra su límite y no nos gustan los extremos, salvo los lugares a los que nos lleve nuestra libertad respetando la del resto.
Gonzalo
– Totalmente de acuerdo.
Yo
– Buena tarde, caballeros, sigan evangelizando hoy en Ciudad de México, que hay masas por ver la luz. Abrazos.
Gonzalo
– Abrazo, carnal. Y suerte en el concierto, que sea tan épico como uno podría esperar.
Enrique
– Abrazos, máster.
Samuel
Sticker de un horrible perro con orejas cuasihumanas, hocico más bien de cerdo, mentón también humano y brackets en la dentadura.
He terminado de escuchar el setlist oficial de Roger Waters en esta última gira “This is not a drill tour”, inconmensurable, incluso para un profano como yo, pero debería presentarse ante nosotros durante tres horas sin rechistar. Ya veremos los bises qué dan de sí.
Compré la entrada de un modo compulsivo a dos días del evento, todo lo compulsivamente que alguien con dificultades económicas puede permitirse porque a dos meses vista nunca sabes cómo vas a estar.
La compré y mantuve esta conversación con mis amigos y colaboradores, los escritores mexicanos Gonzalo Trinidad Valtierra, Samuel Segura y Enrique I. Castillo, el hombre que oculta la I. porque no tiene nada que decir ni reclamar a Julio Iglesias, es un hombre hecho a sí mismo y no quiere malentendidos ni prevendas.
La compré después de escuchar esta mañana que alguien a quien conozco, un emprendedor con quien viajé a Panamá, a Colombia, a México… está enfermo. Me cuentan que gravemente enfermo, acaso irreversiblemente, tres hijos, un suegro al que conozco y con quien también compartí momentos memorables, una empresa rentable… Todo. Todo, hasta ahora.
Hay que joderse.
Suena “Mother”, del álbum “The Wall”, esa pétrea obra maestra de 1979, esas sinfonías de diez minutos que nos retrotraen a nuestra primera infancia, al rock conceptual y sinfónico que giraba lentamente a 33 rpm en giradiscos dentro de maletas de madera y posteriormente en equipos hifi en mueble acristalado.
Cintas de cassette, algunas, la mayoría, piratas. Compradas en el mercadillo semanal de los martes, al que me escapaba de clase con aquel melenudo al que llamaban el heavy y que te hablaba de AC/DC, Jethro Tull, Deep Purple, Leño, Led Zeppelin, Black Sabbath, Genesis, Mike Oldfield… Mejor que la clase de matemáticas, sin ver las fórmulas en la pizarra gracias a mi incipiente miopía.
Todo es tan efímero.
Tengo una fotografía con él. Ambos sonreímos en un conocido restaurante de Bogotá. Dos jóvenes, ataviadas con anchos vestidos folclóricos, nos cuelgan del hombro una banda con la bandera colombiana. Nos la acomodan por encima de los sacos. No nos los quitamos porque ni en la cena abandonamos el modo trabajo. Yo visto una americana beige y camisa blanca.
Sonreímos y ahora él recibe un durísimo tratamiento de quimioterapia. Lo supe por terceros. Nuestra última conversación, escrita hace tres meses. Ya no se habla. Ya no se queda. Ya no hay reuniones y, si existen, son menos invasivas y personales en Zoom, Teams, Meet, Webex, Skype o incluso alguna red social o servicio de mensajería instantánea.
No permitamos que nos toquen, dejemos pasar el tiempo en espera de un mundo mejor. Aislados. Inmunizados. Cuando alguien cae, lo lamentamos. Pensamos en lo que deja atrás, la huella y los momentos no compartidos. Pero eso dura poco. Mañana será otro día y viviré un momento de unión junto a mis hermanos.
Volviendo a la infancia con esa música de canciones y desarrollos interminables, mecida por esos instrumentistas virtuosos, esas leyendas de la cultura popular.
Volveremos por dos horas al cuarto de jugar, donde teníamos un poster de Kiss y otro de Abba, donde dormíamos y también jugábamos al ping pong, a los primeros videojuegos de fórmula 1 en Amstrad, con aquellos diskettes mágicos. Al Risk y al Monopoly jugábamos en el portal, en un altillo a modo de terraza, con los vecinos.
A veces por las tardes venía nuestra madre al cuarto y se sentaba a la mesa con nosotros. Nos sonreía con amor infinito y le tomé una foto que hace poco encontré en un cajón. Siempre supe encontrarle su bella sonrisa.
Mis hermanos, como yo, tienen su propia mierda pero ahí siguen. Somos de una generación acostumbrada a esperar, paciente, capaz de ser feliz en una habitación sin más ventana que un libro, un cuaderno, un disco de Pink Floyd y tiempo.
Dicen que el 23 y 24 de marzo de 1973 se publicó en Reino Unido el álbum “The dark side of the moon”, sin duda una de los mayores hitos de la historia del rock, un regalo para escuchar en bucle de niño, adolescente y a los setenta. Estos dos días Roger Waters actúa en Madrid. Todo tiene su momento. Mi hija dijo ayer que es “música para extraños”. Weirdos. Puede ser. Pero felices.