Historias de checos, panenkas y salamis

Jugador de fútbol checo Panenka El mítico Panenka muchos años antes de encontrarnos

La cama hacía esquina y tendido sobre ella se reflejaba mi cuerpo desnudo en el espejo del armario, tan difuso y descorazonador como siempre me había parecido. En la TV5 programaban un telefilme de colaboracionistas y fiestas populares en las que los entonces niños de la memoria patria francesa se enamoraban por primera vez. El baño era amarmolado, de un color oscuro similar al de la lápida de mi madre pero menos sobrio, con pintitas blancas. Me pregunté en cuántos países el inodoro tiene teléfono, he aquí la gran globalización. ¿Y alguien lo utilizará?

El suelo de la ducha se encontraba a una altura bastante superior a la del terrazo del cuarto de baño: éstos son detalles en los que siempre me fijo al llegar, la posibilidad de tener que utilizar el teléfono para que me recojan desnudo tras un desafortunado resbalón es una situación que a toda costa me gustaría evitar. El hecho de encontrarme en otro país no implica mayor cuidado pero sí es cierto que la presencia del teléfono tiene un cierto carácter preventivo.

Frente al espejo me ajusté la corbata azul –normalmente las llevo ya anudadas para evitar la torpeza de un olvido repentino-, sobre blanco inmaculado y bajo un traje azul metalizado que me estiliza lo suficiente.

En los vestíbulos de los hoteles apenas saludo en el check in y el check out. El resto son entradas más o menos furtivas como el adolescente extrañado de sí mismo, sin interesarme por el clima local ni por la programación de la ópera.

Cuando viajo solo soy así.

En el bar a las ocho. Una lager. ¿Large? Large.

Cuando en Europa central dicen large te sirven una jarra de dimensiones similares al cubo que utilizaban mis abuelos para ordeñar las vacas. No todo al norte son medidas uniformes y los shots británicos son diminutos para en verano ahogarse y desahogarse en las barras de nuestras costas.

Aquí la cerveza es distinta, sí señor, no esa suerte de cebada apenas líquida que te obstruye el esófago a su paso.

Con tres minutos de retraso llegó Silhan, un tipo enfundado en un abrigo tres cuartos negro bajo el cual oculta una camisa granate. Los pantalones y los zapatos relucientes de charol y punta también son negros. Su pelo es castaño cobrizo y largo, sedoso y ondulado hasta los hombros cargados. Uno ochenta. Delgado y fumador.

Hablamos y rápidamente le muestro mi catálogo de enseñanzas aprehendidas en obvia escuela de negocios, mientras él sin inmutarse me intuye y me deja beber. Sin apenas haberme presentado estoy entregando mis cartas credenciales a un self-made man recién llegado de Shanghai, donde se pegó con los chinos para importar materias primas. Me cuenta que tiene un proveedor de cocos en Vietnam al que nunca ha visto ni oído, los pedidos son siempre escritos y como el pago es anticipado no hay por qué entrar en disquisiciones personales. Los chinos, cómo son los chinos, qué país.

Ya en la calle me señala el Museo de Ciencias Naturales, antaño palacio gubernamental ante el que se manifestaron miles de personas en la revolución del 89. Es curioso cómo uno habla de sus revoluciones con el convencimiento de que alcanzaron relevancia universal cuando en la metrópoli apenas arañaron un titular a las noticias locales y la metrópoli aquí somos nosotros o, al menos, eso creemos. ¡Qué lindo ser metrópoli y acudir a estos pueblos a invertir y dejar nuestro certero savoir faire! Generaremos riqueza que revertirá en todos nosotros como los ríos se desbordan y no dejan una margen indemne.

Silhan no leyó “El castillo” (soy indulgente porque yo tampoco soy buen guía turístico) pero cruzamos el puente de Carlos, habitado por sus músicos y fotógrafos, y subimos por calles adoquinadas y abrazadas por edificios claros hasta el rellano del castillo y su bandera izada, señal de que el presidente se encuentra en la república.

Se trata de un conjunto de edificios neoclásicos con altos ventanales y patios rectangulares en los que resuenan mis tacones de madera porque es de noche y sólo nos acompañan tres señoras. Dentro de uno de los patios se halla la catedral, acerca de la cual Silhan no es capaz de decirme si se levantó en el interior a modo de mausoleo regio o si fue absorbida por la fortaleza, ora militar, ora civil.

Ora, cuánto tiempo sin vernos.

La noche terminó cenando y bebiendo a las intempestivas once frente a una mesa en la que expandía su halo el mítico Panenka, rodeado de su cohorte de atractivas mujeres rubias arrebujadas en pieles. Incrustadas, apretadas, dibujadas, deseadas en pieles.

Panenka es un loco que un día se saltó las normas y se jugó la gloria y el destierro a cara o cruz y ganó (véase la final de la Eurocopa de fútbol de 1976, Alemania – República Checa). En las cosas importantes no cabe la tibieza.

La clase de hombre que nunca seré se levantó y fue a mear, caminaba cojeando fruto quizás de tantas batallas, americana abierta y camisa blanca de picos, su rostro es pétreo y viril, de un rictus egregio sin duda granítico, el tipo de mirada que un día sale de la piel y se esculpe en milagro, todo ello aderezado con un denso y oscuro mostacho, como el pelo de su cabeza, peinado con discreto flequillo mojado de colegial al que repasaba su madre antes de marchar cada mañana.

Se levanta y voy tras él.

En la puerta del servicio hay una vieja que no habla, al menos a mí. Está sentada a la derecha de una mesa cubierta por un hule de plástico sobre el cual puedo ver una pequeña cesta de mimbre repleta de coronas y céntimos por meter la mano en los miccionarios que cuelgan de la pared. La voluntad por recordarte que alguien ha de limpiar tu mierda: no me parece un trato justo, así que no dejaré nada.

En el interior está meando Panenka; cuando acaba me sitúo a su lado en los lavabos.

-¿Usted es el mítico Panenka?

Sonríe y pregunta si soy francés.

Un rato después nos encontramos sentados a su mesa, la única situada en el centro de una pista circular de baile latino. Alrededor se extienden balcones blancos con mesitas y lámparas rojas y en el frente una tarima para los músicos que todavía no llegaron.

La mesa de Panenka y allegadas es alargada, paralela al escenario, y sobre ella se sitúan las flores, medallones y laureles de una cúpula de estuco blanco en la que fijo la vista mientras hablan en checo y bebo vodka, presumiendo que cuanto más beba mejor comprenderé sus palabras.

Silhan le ha dado fuego a una de las rubias emergidas de entre las pieles del inicio del mundo…

Entonces comienzo a entenderlo todo, a hacerme con las claves que me hicieron llegar hasta aquí, a abstraerme, a pensar de nuevo en las células que mueren y nacen a cada momento, a confirmar que el juego consiste en saberles dar buen fin sin trascendencias mayores y mis neuronas van perdiéndose entre trago y trago desagüe abajo y mi mirada se alza a los puntos de fuga de la cúpula que avanza conmigo.

Y creo que todo surgió cuando me explicaron el derecho de los tratados y la Convención de Ginebra y el entusiasmo europeísta de aquellos jóvenes años o, quizás antes incluso, cuando estudiaba en el Reino Unido y probaba la cocina griega junto a saudíes gordos-sandalias-chilaba, cuyas libras uno nunca sabía de dónde salían pues aparentemente las chilabas no tienen bolsillos. Posiblemente mis delirios me proyectaban ya entonces como un estadista, un pacificador, un negociador, una eminencia, un brazo del poder fáctico supranacional, en definitiva, una entente cordiale con los demás y conmigo mismo. Una entente para no caer en mí mismo.

Y concluyo que todo lo que entiendo y todo lo que creo es confusión. Entendida, admitida como un hijo díscolo, pero no por ello menor.

Y la vida, que nunca es como nos la contaron, me catapulta a la mañana siguiente en el coche de Silhan camino de la frontera austriaca.

En Praga no te dejan nota de las multas en el parabrisas, en Praga te atrapan una rueda con un cepo y tú llamas a los agentes que vienen y te saludan y, si el importe de la sanción es insignificante para tus ingresos de comisionista, ríes con ellos y pagas y sigues aparcando en ese sitio que con multa incluida es poco más caro que un parking y mucho más cercano a tus intereses y conectas la radio y suena “Brown sugar”, cosecha de los Stones del 71, cuando recién nacidos, y nos vamos riendo viendo sorprendiendo los recibos de sonrientes multas guardadas en la guantera, que hace un magnífico día de lluvia que pasa su lengua por la autopista y lame y apenas deja ver camino de Moravia.

Al cabo de un rato, carreteras sinuosas y serrerías y un crematorio (sic) anunciado con grandes letras a la derecha y señoras mayores en los pueblos, que de eso en todas partes, y el “Sticky fingers” que se abre paso en la mañana.

Punzadas en la frente, acupuntura sospechosa del día después, mi espectro se pregunta qué apariencia tiene. Hoy llevo el otro traje y hace frío. Para volar en tránsito más vale ir con lo justo y no facturar el portatrajes y los dos despertadores.

Crematorio: cuestión de opciones: o los símbolos o la asepsia. Dos opciones y un destino.

A Silhan no le enseñó buen francés su profesor.

-Pasaba poco tiempo en clase y el poco tiempo que pasaba sólo me decía “Monsieur Silhan, avez vous fumé?, antes de echarme otra vez. Esa frase es lo único que aprendí.

Fuma compulsivamente y sacude la ceniza a pequeños golpecitos apenas perceptibles, se mesa los cabellos y caricaturiza los labios franceses al “fumer” (curioso que los labios adopten la misma posición para hacerlo y para hablar de ello, onomatopeya gaseosa). Me río, este tipo es un buscavidas, me pregunto cómo llegó a ser.

Habla del ruso, obligatorio en la escuela de los ochenta, y apunto que le viene bien para los negocios. ¿Cómo puedo ser tan conscientemente ridículo?

Silencio… El Chrysler es amplio y se agarra bien a las curvas.

Al cabo llegamos a la ciudad donde nos espera el cliente. Tras ponerme en antecedentes nos adentramos en un camino flanqueado por árboles sin hojas cuyas raíces se hienden al borde de un lago helado de patos que caminan pacientes. Es febrero, el mes más frío del año antes de la primavera.

Las instalaciones dejan bastante que desear, disponen de dos cámaras frigoríficas de escasa superficie, ahora comprendo los problemas de almacenaje. Tomo nota de todo lo que veo para hacer un report justificativo de un viaje injustificado.

Antes de la tarde, del almuerzo bajo los soportales de la plaza mayor y de las visitas a las superficies donde nos deleitaremos con el producto en los lineales, donde chequearemos precios y preguntaremos a las dependientas, donde cruzaremos los pasillos como la primera línea de una milicia romana:

  • Silhan a un lado, alto y desgarbado, manos en bolsillos y hombros permanentemente encogidos, aire de estrella de rock centroeuropea o ciudadano caucasiano empuñando un fusil corto bajo el abrigo.
  • El señor Kuss, a quien todavía no he presentado, paseará su aspecto silencioso y vulgar de mediana edad a juego con traje olvidable que jamás me pondría por lo discreto o anodino y complementos de gafas y corbata, a su vez a juego con el todo. Un ser definitivamente circular que conduce un coche de importación alemán.
  • Yo, de quien no haré mayor comentario que la extrañeza que producirá el paseo napolitano por los pasillos de supermercados poblados de gente sencilla en un mundo sencillo que evoluciona hacia la tienda de comestibles global. Siempre me horrorizaron los supermercados, sus espejos y luces asépticas, los encuentros, la tardanza de la madre. Aquí estoy, no comentaré más sobre mí mismo.

Antes de la tarde, iba diciendo, estamos sentados a una mesa el señor Kuss, Silhan y yo en medio como el emisario de los dioses. Tomamos café y gaseosa.

El señor Kuss desliza su tarjeta por la mesa y yo hago lo propio, la escudriña y se toca la oreja derecha. No habla inglés y Silhan traduce.

En el rellano de la escalera había una bicicleta, un neumático de coche, una manguera y un taladro, entre otras cosas; en la segunda planta no hay cuadros, sólo láminas y el lago en la ventana que se basta para insuflar belleza.

El señor Kuss tiene la cara definitivamente ovalada y sus gafas de pasta marrón parecen la escafandra de aquellas portadas de las veinte mil leguas de viaje submarino.

Parece buena persona pero hablamos de dinero y el hecho es que hay dos mil kilos de embutidos en el almacén presentando lo que podríamos llamar síntomas iniciáticos de putrefacción, con su moho azul y verde convenientemente esparcido en los curados y líquido amarillo y maloliente en las bolsas de los cocidos.

Bajamos a constatarlo… A decir verdad, esto no se lo comen ni los perros, sólo falta que emerja la vida en forma de gusano agradecido, casi me dan ganas de abrazarlo pero el arte de la negociación pasa por presentar las premisas menores, plantear todos los escenarios, evitar la asunción de responsabilidades que en fábrica interpretarán como falta de vis comercial, inconscientemente pensarán que me han tangado y en un tiempo pondrán en mi lugar algún cuatrero.

Cambios en la temperatura del transporte, ruptura de la cadena de frío, la humedad, contaminación de mohos provenientes de los quesos franceses que viajaron junto a lo nuestro, yo qué sé, señores, yo sólo quería… Nuestra empresa no habría llegado hasta donde ha llegado vendiendo moho y bolsas de agua, yo sólo quería…, pero aquí estamos, discutiendo de algo que no sólo desconozco sino que en mi interinidad me es indiferente.

El señor Kuss se hace cargo de mis excusas y empieza a gritar “¡totó, totó!” señalando una pieza de tres kilos de salami cubierta de moho azul. “¿Totó, totó?”.

Toto. Había un grupo americano que jamás creí volver a recordar.

Ante mi falta de respuesta, el señor Kuss se contonea sacudido por la ira y pregunta por su dinero mientras yo me pregunto absorto si Toto perteneció a la new wave o al rock sinfónico. Los veo más en lo primero. Sacudiéndose y sudando dentro de una cámara frigorífica, insiste en recuperar su dinero utilizando el único lenguaje que comprendo, el de los actos extremos, el estrambote llevado a sus últimas consecuencias, sus manos en torno a mi cuello.

De repente sus gafas sí que son grandes y hace frío. Entre ruido estertores aún puedo observar que tiene proveedores austriacos de quesos y algún que otro español que nos restó cuota en los camiones.

Debo estar enajenado o borracho todavía, este buen hombre me está ahogando y yo sonrío pensando cuán estúpida es la muerte eligiéndome a mí en una disputa por algo que no me quita el sueño, pues estoy de paso y eso es preocupante. Estar de paso y nunca quedarse.

De cerca la calva del señor Kuss es rocosa y lisa, sin arrugas, con gotas que tililan, más morena que mi cara, a la que le va cambiando el tono según me falta oxígeno.

Mis balbuceos, mis ruidos estertores, los movimientos de mis manos son desesperados en las suyas y el tiempo se acolcha sobre sí mismo en la cámara refrigerada. Hace tanto frío en la calle que no se está tan mal aquí muriendo.

Imágenes del mundo que he visto y que no he visto pasan por mi mente antes del golpe.

Mister Kuss, Ingeniero Kuss conforme a su tarjeta, se desploma sobre el suelo líquido de agua y barro que entró de la calle y el cemento frío de un sitio donde no pensé que viera la muerte tan de cerca.

Uno nunca piensa en esas cosas, en el hecho de matar a alguien o propiciar que otro lo mate o esté cerca de lograrlo.

Algo que no se aprende, sobre cuya resolución final nunca existen los bocetos, llega y sacude dejando el silencio a su paso.

Ingeniero Kuss yace en el suelo como un cerdo con la sangre fluyendo de la espalda y unas tijeras de podar afiladas sobre el incipiente charco.

El pánico nos impide tocar y mover, sin preguntas y asustados damos por hecho que nuestra suerte ya cambió y que esto es el punto de inflexión estúpido e hiriente en nuestra vida. Que no todo se prevé y maldita sea mi suerte.

Los ojos de Silhan han perdido la expresividad y los míos no se preguntan por el presunto muerto sino por cómo obviar este borrón en mi expediente.

Las tijeras alargadas tienen mangos verdes y podrían no haber llegado hasta allí.

Quizás si Ingeniero Kuss hubiera sido más cuidadoso y el rellano de la escalera no hubiera estado atestado de objetos llamativos, Silhan no habría salido a por algo tan punzante y le habría sacudido con un putrefacto salami azul.

Quizás si el proveedor de las fundas de plástico verde de los mangos no hubiera atendido el pedido a tiempo, el lote en que salieron esas tijeras nunca habría llegado a la ferretería el día que Ingeniero Kuss pasó por allí.

Quizás si yo no hubiera dado respuestas tan esquivas, quizás si yo hubiera perdido el segundo avión en Zurich, quizás si el transportista no se hubiera dejado la mercancía al sol de septiembre en la aduana, quizás si no la hubiéramos cargado en aquella fecha, quizás si nunca hubiera conseguido este trabajo y no sintiera la necesidad de ver los mismos gestos en distintas latitudes.

Quizás si tantos astros no hubieran convergido para acercarme hasta sus manos…

Quizás no estaríamos discutiendo alrededor del charco, dando breves pasos y girando sobre nosotros mismos como las agujas de un reloj de seis horas, como un balancín, un péndulo, la primavera y el otoño en los dos hemisferios, uno hacia el verano y otro hacia el invierno. Es triste la navidad en pleno verano pero así son las cosas, en un segundo hemos cambiado de hemisferio y es verano y ya no hay más navidades blancas para nosotros.

Discutimos cómo salvar la nueva situación, si conducir el Chrysler hasta Austria para sentirme a salvo o regresar a Praga y salir al día siguiente.

Al fin y al cabo, nadie nos vio y nadie sabe cómo somos pero habrá documentación de nuestra llegada, algún fax, algo.

-No. Sólo hablamos por teléfono-, responde Silhan.

-Pero tendrá esposa y hablaría con ella.

-No era muy hablador, no me jodas. ¿Qué quieres?, ¿que me hunda? Tengo una mujer, tú lo sabes.

-Fue un accidente-, pretendo convencerme mientras miro a mi amada a los ojos grandes que todo lo ven. Los miro en la sordidez de un millón de años luz que nos separan, jamás debería haber salido de su regazo, que ella todo lo puede y yo sólo soy un funambulista de ojos tristes.

Somos los dos niños que rompieron la vajilla y no saben cómo esconderla. Cómo rebotó la pelota en tantos sitios.

De repente Silhan se hace consciente del horror y niega que haya sido un accidente, lo ha matado en una discusión y el testigo soy yo, tan culpable como él.

Y es claro que hubo una disputa porque están estos chorizos azules aquí presentes.

¿Cómo los sacas de aquí? Pensé en tirarlos al lago pero se trataba de dos mil kilos y el lago estaba helado. No existe manera de ocultar los chorizos y a tocar el cuerpo no nos atreveríamos, no conduce a nada. Pero los chorizos… Si pudiéramos… Ellos constituyen la prueba de mi presencia o al menos el indicio. Dos mil kilos, uno tras otro, posiblemente desbordarían el lago fosa común. Gracias a Dios el hielo nos persuade y entumece ante ideas que huyan en espiral. Ya es hora de crecer, que sonó el reloj y asumiremos el color gris de la mañana.

Si al menos hubiera venido alguien del departamento de calidad, mis respuestas no habrían sido tan esquivas y penosas, ¿qué quieren?, la culpa no es mía y si acepto la reclamación pensarán que soy débil, que ya se sabe cómo negocia esa gente del Este, prefieren morir con tal de no pagar. Esta empresa no me conviene, no entienden de marketing, el cliente, joder, el cliente tiene siempre la razón, el cliente es el centro de gravedad y a éste le hemos dado un buen servicio postventa, de eso no cabe la menor duda, en un segundo hemos cancelado toda deuda y aceptado la reclamación antes incluso de comer gulash juntos.

La admisión de los hechos se mezcla con vanas ideas sobre cómo justificar el viaje si no he chequeado los precios de mercado, las gamas y calidades, calibres de las piezas, envasados al vacío o en atmósfera controlada, con especies y ahumadas, de humo líquido o viruta de haya… Por momentos sólo pienso en que he perdido el cliente pues no creo que tenga un hijo… Demasiado joven para tener un hijo en edad de ser gestor que se haga cargo de todo el estropicio… He perdido el cliente que me legaron, el regalo sorpresa envenenado.

Joder, de todas las bolas del sorteo tiene que ir a salir ésta. It´s no fair, man.

De nuevo Silhan es una sombra que grita y gesticula tras mi dulce niña con los proyectos guardados en su armario sin poderme sospechar.

La plaza es cuadrada y los edificios crema, azul, verde y naranja. Las dependencias del ayuntamiento y la policía bajo los soportales de uno de los laterales me recuerdan a otras plazas.

En ésta todavía aparcan los automóviles.

Silhan ya no habla. Yo tampoco me atrevo a hablarle. En cierto modo le he arruinado la vida, o acaso no: no es lo mismo hacer negocios con los rusos habiendo clavado unas tijeras de podar a alguien en la espalda que sin haberlo hecho.

Mi vuelo se retrasará y tras el cliente es posible que pierda el empleo.

No me importa, no debería ser preciso viajar tan lejos para darse cuenta de los propios miedos.