Tuve que vender el coche y el reloj de oro de mi esposa para conseguir una entrada en la reventa, pero por nada del mundo iba a perderme el espectáculo del que ya se consideraba como el escritor más grande de todos los tiempos. Algunos críticos decían de él que era tinta aguada la que corría por sus venas, también que acostumbraba a yacer desnudo con dos musas a la vez, pero esos vilipendios sólo lograban acrecentar aún más su fama.
Apareció sobre el escenario en medio de una fastuosa y estridente nube de humo, luces y música, y sin pararse a saludar, se dirigió con premura al escritorio del decorado mientras se sujetaba con ambas manos las ideas desbocadas que pugnaban por salir de su cabeza.
Se sentó en el borde de la silla, agarró el bolígrafo con una clase y profesionalidad que estaban fuera de toda duda y comenzó a llenar un folio tras otro mientras el numeroso público lo observábamos en reverente silencio.
Dos horas y diecisiete minutos después se detuvo. Con dramático gesto puso el bolígrafo entre sus dientes y rasgó pausadamente, como si le doliera, todas y cada una de las páginas que acababa de escribir. Los trozos de papel se balanceaban indecisos en el aire durante unos angustiosos segundos antes de caer heridos de muerte sobre el entarimado.
Sólo dos frases, una de ellas incompleta, lograron sobrevivir a la caída y se retorcían delirantes y agónicas en el suelo. Se inclinó ligeramente para observarlas unos instantes durante los cuales todos mantuvimos la respiración. Daba la sensación de que el tiempo se hubiese detenido para siempre. Ni siquiera nos atrevíamos a pestañear.
Finalmente, les propinó un pisotón antes de marcharse igual que había venido, como una estrella, sin pararse a escuchar la ovación enfebrecida que le brindamos.
Imagen : Vicente Aguado