¿Qué hace Yvan de Weil (Fabrizio Rongione), un banquero de la banca privada suiza, acompañado por su esposa Inés (Stéphanie Cléau) en la Argentina de los 80? Como dice el refrán, seguir al dinero.
Poco importa que el país esté en plena dictadura, que los militares llenen las calles cacheando (metralleta en mano) a los jóvenes de manera aleatoria. Poco importa que el país lleve años hundiéndose económicamente si los hoteles de cinco estrellas siguen siendo un lujo posible para unos cuantos. Poco importa lo que un país democrático se permite con uno en dictadura si de quien hablamos es de Suiza (de nuevo, sigue al dinero).
Película inquietante y perturbadora, por las preguntas que hace y sobre todo por las que no, por los silencios, por las tensiones nunca explícitas aunque implosionando, por lo que no sabemos pero deviene lo más importante de la historia: el motor de la misma.

¿Y qué es lo que no sabemos? Dónde está René Keys, el socio de Yvan. Creemos haberlo visto en las primeras imágenes del film: un tipo seductor, sonriente, vestido como para una fiesta. Pero nunca sabremos si es o no es. No vuelve a aparecer más. Y de René lo único cierto es que ha desaparecido.
Desaparecer en esa Argentina de ese momento puede tener todos los significados sombríos y aterradores que ya conocemos. Pero curiosamente a Yvan no le interesa saber dónde está René, de hecho a sus clientes les confirma que está bien (¡qué bien mienten los banqueros!). A Yvan le interesa cerrar los negocios que René dejó a medias, incluido el “Proyecto Lázaro” (del que no tiene ninguna información pero sí alguna pista). De nuevo, sigue al dinero.
Azor es un thriller-no-clásico empapado del contexto de una situación política terrible, en cuyos detalles no ahonda explícitamente. Una película críptica en algunos momentos, oscura casi siempre, sobria, perversa, astuta y muy bien acompañada por la música de Paul Courlet, que afianza todo lo tenebroso e inquietante que retrata Andreas Fontana (Ginebra, 1982). También es un thriller con tintes de tragedia en el sentido más puro del término: τραγῳδία (compuesto de τράγος -tragos, “cabra”- y ἀοιδός -aoidos, “cantor”-). A saber: “Tipo de drama en que el actor principal sufre las consecuencias funestas de un sino o destino adverso, o se debe enfrentar a una decisión fatal de los dioses.” Aquí el dios será la parte oscura del mismo Yvan.
Yvan es el antihéroe, su socio René el héroe. Y todos los personajes con los que se cruza, en una división espacio-temporal en cinco capítulos, le recuerdan y confirman el carisma y el encanto de su socio. Yvan, desde su personalidad pueril, insustancial y anodina (reforzada por los sarcásticos y crueles comentarios de Inés), disculpa la espantada de René. No le queda otra, lo importante aquí no es el socio sino el dinero que manejaba el socio. De nuevo, sigue al dinero.
El contexto histórico ya mencionado no se subraya con transiciones sino con las acciones de los protagonistas. Cada conversación que Yvan tiene con sus clientes es un apunte más sobre la inmoralidad de las dictaduras, los beneficiarios y las víctimas. Cada conversación de diálogos secos, justos, cortados y cortantes, es una bajada a los infiernos de la perversidad económica de las clases dominantes. Cada conversación es un duelo silente de machos opresores u oprimidos (todos los clientes son hombres) e Inés, la mujer de Yvan, es sólo la distracción para sus esposas, el punto de empatía tal vez definitorio para cerrar un negocio tras otro.
Película de vampiros sin vampiros, de seres vampirizados y vampirizantes. El banquero pone el cuello cuando es necesario (la escena del ascensor con el monseñor es un claro ejemplo) y el banquero clava los colmillos cuando lo necesita. Sin spoiler: la sonrisa final en la barcaza es el reflejo de su alma vendida y de su sed colmada.
El dinero al que sigue Yvan no tiene más color que el de su valor. No importa que sea fruto de los negocios con el extranjero de un nuevo rico (al que todos desprecian, claro), de los lícitos ahorros familiares del padre terrateninente de una desaparecida, de las inversiones en armamento o diamantes de sangre de la iglesia (sí, sí, la iglesia mirando a África y no por las misiones), o del expolio militar a la población perseguida (el inventario de bienes, desde cinturones a televisores, máquinas de coser, vajillas, alfombras y coches o inmuebles, se hace insoportable de escuchar). El dinero es azor, palabra polisémica (halcón) que aquí invita (dialecto suizo mediante) a guardar silencio.
Reminiscencias de Conrad, de Lynch, de Costa-Gavras, de Kafka, de Fausto, de Aguirre. Un cocktail de amenazas no visibles en el ambiente. El horror implícito en todas sus vertientes, especialmente en la más peligrosa: la aquiescencia.

Coda 1: no hace falta estar muerto para resucitar. Cambiar o envilecer los principios es otra forma de devenir Lázaro, levantarse y andar.
Coda 2: Cigarrillos Azor (polisemia de nuevo), y el estilo casi aristocrático y exquisito con el que fuman los verdaderamente ricos en esta película. Fíjense.