Otra vez y con poco aire en los pulmones daba pasos erráticos en la penumbra, rogaba por la salida, sabía que estaba a metros y parecían kilómetros. La luz seguía apagada, nadie salió pues era madrugada, dormían plácidamente  ignorando mi desesperación; dejaba atrás, en el departamento de dos ambientes que de golpe se volvió una caja diminuta,  a mis dos hijos que también dormían.

Otra cosa es que en el fondo de nuestra vanidad y nuestra miseria deseemos y empaticemos con dioses que nos recuerden a lo peor de nosotros mismos. Dioses populares que compartan nuestras debilidades. Que no sean ejemplares. A los que les baste su genialidad. A los que les gane su arte pero les pierda su vida. Nos resultan más fáciles de asimilar porque apaciguan nuestras flaquezas. Dioses humanos, demasiado humanos. Firmaría por ver a Nietzsche y a Galeano platicando sobre el tema.

Los diarios que relatan nuestra vida están escritos con letras, imágenes y notas de música. Un beso. Un baile. Aquel poema que escribimos a nuestro primer amor. Esa película que nos dejó sentados en la butaca a pesar de las miradas del acomodador. El libro que desearíamos haber escrito. Nuestro viaje al portal de tus padres. El Muro de Berlín que construyó a su alrededor cuando todo terminó. Y, cómo no, las canciones que se adhieren a cada momento y del que ya nunca se despegan.