Que soy mala estudiante y, encima, descarada. Eso dice don Eusebio. También que nunca llegaré a nada con mi actitud. Se pasa el día poniéndome notitas para que las firmen mis padres y hoy, además, ha decidido ponernos un examen de lengua mañana a primera hora, así, sin más preámbulos. Entran todos los temas que hemos dado hasta ahora y los del año pasado y los del anterior. Para que no los echemos en el maloliente saco del olvido, dice con su voz desafinada arrugando la nariz como si, efectivamente, el saco del olvido estuviera lleno de conocimientos putrefactos. Y luego añade eso de que tenemos memoria de pez, su frase favorita, y se ríe para dentro, tan para dentro que parece que se va a descoyuntar. Cuando se ríe, le tiembla la papada y “se le perla la frente de sudor”, como diría él, por el esfuerzo. Don Eusebio es el único que se preocupa de que nos convirtamos en hombres y mujeres de provecho. Si no fuese por él, estaríamos todos “boqueando en el proceloso mar de la incultura que baña las costas de nuestra sociedad actual”. Eso no lo digo yo, lo dice él. Dice muchas cosas don Eusebio. Todas igual de metafóricas, incomprensibles y poco interesantes. Pero él tiene la caña por el mango para sacarnos de este lodazal instituto en el que “nadeamos” y no queda otra que morder el anzuelo y obedecer. Y aquí estoy, encerrada en mi cuarto, con un inmenso montón de folios, libros y libretas que no caben en la mesa pensando la mejor manera de acomodarlos en mi rutilante memoria de pez.
Y tanto pensar, tanto pensar, he llegado a un punto que ya no sé si es seguido o final.
Lo golpeo suavemente con la punta del pie y no se mueve. Parece que no respira. Tiemblo sólo de imaginar que sea un punto muerto.
Me agacho lentamente para observarlo mejor desde todos los ángulos, pero no veo ninguna señal que despeje mis dudas. ¡Claro, qué tontería, si los puntos no tienen ángulos!, pienso perspicaz. Alargo entonces el brazo derecho con la intención de tomarle el pulso y el muy filipino echa a rodar precipitadamente y a toda velocidad entre las frases.
Como si fuera una jugadora de rugby profesional, me lanzo tras él apartando con los hombros las palabras que se interponen en mi camino hasta tenerlo de nuevo en el punto de mira.
Lo veo subir y bajar con agilidad las crestas de una M mayúscula y atravesar de un certero brinco el cuerpo hueco de una O para después aterrizar con pasmosa precisión sobre el punto medio de la virgulilla de una ñ vestida de faralaes.
Apenas le queda resuello suficiente para girarse ligeramente y comprobar su ventaja.
Me relamo de gusto al ver que lo tengo a punto de caramelo. Sólo tres palabras se interponen entre nosotros. Pero en cuanto me dispongo a cruzar los espacios que las separan, las muy ladinas se apiñan y forman una muralla infranqueable que me impide el paso. ¡Maldición!
Agarro el primer acento que encuentro y junto con un signo de interrogación los utilizo a modo de ganzúa. Tardo un buen rato en encontrar su punto débil y romper la defensa sintáctica, pero finalmente lo consigo.
Lo malo es que, recuperado ya del esfuerzo, en cuanto me ve aparecer, el punto continúa su camino con renovada energía y, emulando el grito de Tarzán, se descuelga hasta el final de la página utilizando las astas que sobresalen del cuerpo de las letras a modo de lianas. ¡Menuda jugarreta!
Nerviosa miro una y otra vez aquí y allá; necesito encontrar una solución, y deprisa. ¡Ya está! Agarro la línea del margen con ambas manos, de un salto la rodeo con mis piernas y me dejo caer como un bombero en estado de alerta a lo largo de la cucaña.
Llego a punto de ver cómo se camufla sobre una ï, que ahora parece que tiene ojos y me lanza miradas entre vacilonas y melindrosas aprovechando que ve doble.
Me lanzo de cabeza hacia la flacucha vocal con los brazos bien estirados para hacerme más grande, y, cuando a punto estoy de apresarlo entre mis dedos, el pie de página me pone la zancadilla y caigo de bruces al suelo.
Se me clava en la nariz el número 1 de la página 17 y empiezo a sangrar a borbotones.
Me encuentro en un punto crítico: si no se detiene pronto la hemorragia, tendré que desistir y retirarme porque si no mancharé el papel y no podré estudiar esta parte y, seguro que entra en el examen, y suspenderé.
No he terminado todavía de enunciar mi pensamiento cuando percibo movimientos extraños en varias palabras: «Ambulancia» es la primera en ponerse en marcha, enciende la sirena y abre el paso de la comitiva; detrás de ella salen «algodón», «agua», seguida muy de cerca por «oxigenada», y «paracetamol» algo más atrasada.
Llegan rápidamente hasta el lugar del suceso y, tras un exhaustivo triaje, me taponan la nariz con una destreza profesional que está fuera de toda duda. Dejo de sangrar. «Ambulancia» avisa por radio para que no vengan más efectivos, no será necesario aplicar puntos de sutura, le oigo decir con un acento muy sanitario.
Instantes después observo a lo lejos cómo «vendas», «aguja» e «hilo», que comparten vehículo, «camilla» e «internista» reducen la velocidad y dan la vuelta en el primer párrafo que encuentran para regresar a su ubicación de origen.
Mientras se retiran los servicios de urgencia, constato aliviada que lo único que hay que lamentar es el susto, dos tallas más de nariz y una mancha viscosa y brillante en mi camisa.
Me pongo de pie algo aturdida todavía e intento orientarme entre los puntos cardinales para reincorporarme a la persecución.
El punto ya no está sobre la i, que intenta aparentar indiferencia silbando una melodía llena de corcheas y fusas para despistar. Además, disimula mirando con su ahora único ojo hacia algún lugar cercano al cielo mientras realiza bamboleos sin gracia con su cuerpo raquítico.
No me dejo engatusar. Lo busco justo en la dirección contraria y ¡bingo!, lo encuentro entre las cifras de un año de nacimiento disfrazado de punto decimal. Se nota a la legua que es un punto de letras porque ¡¿a quién se le ocurre colocarse detrás de un millar?!
Me lanzo a una carrera desenfrenada convencida de que esta vez no podrá escapar; sin embargo, sin venir a cuento, porque nada hacía presagiarlo un minuto antes, comienza a caer una aparatosa lluvia de puntos suspensivos que golpean oraciones, párrafos enteros y todo lo que encuentran a su paso, yo incluida.
Algunas letras no pueden evitar perder su punto de apoyo y se precipitan al vacío entre gritos de terror y alaridos lastimeros. Con la tormenta, apenas puedo distinguir lo que veo. Varias grafías se resquebrajan dejando de ese modo en libertad la tinta de su interior, que se expande a lo largo y ancho de la página como un virus silencioso y corrosivo que la tiñe de negro.
Cubro mis ojos con las manos para que no se vea afectado mi punto de vista y me repliego sobre mí misma como una oruga asustada tratando de evitar las sacudidas de este brutal e inesperado temporal.
Espero impaciente a que remita y, en cuanto cesan el ruido y el viento, me atrevo a sentarme sobre la página empapada y miro muy lentamente a mi alrededor.
Lo que veo es demencial.
Apenas quedan algunas palabras reconocibles, aunque en estos momentos su aspecto es lo de menos porque carecen totalmente de significado.

Las mentes clarividentes de los adverbios, que bien podrían ayudar en estos angustiosos momentos, están atrapadas en los puntos negros del discurso y no hay margen de maniobra para sacarlas de allí.
Debido a su lamentable estado, resulta imposible distinguir preposiciones y conjunciones y ni siquiera ellas mismas se reconocen unas a otras y mucho menos aún recuerdan su función gramatical.
Los sustantivos, más enojados que deteriorados, no permiten que se les nombre.
De todas partes llegan las exclamaciones de los adjetivos que no cesan de calificar la situación como insostenible, aberrante y vergonzosa.
Versos con las rimas rotas.
Diálogos sin raya.
Faltas de ortografía que imploran la presencia de un corrector.
Me incorporo lentamente y me palpo los puntos vitales de mi cuerpo para comprobar que siguen funcionando. Sí, están bien, algo acelerados y bastante sucios, pero bien. Resoplo aliviada y sólo entonces me rasco la parte alta de la sien, como hacen los personajes de los tebeos cuando piensan, mientras me pregunto hasta qué punto ha merecido la pena meterme en este lío. Ni siquiera recuerdo cómo ha empezado. Igual tiene razón don Eusebio y tengo memoria de pez.
Mi madre entra en la habitación. Sin llamar. Tiene pegado en la chaqueta un trozo de hilo rojo. Verla llena de hilos de colores es normal. Mi madre hace punto de cruz a cualquier hora del día y de la noche. Que así se relaja, dice.
—¡¿Pero qué es todo este alboroto?! —a mi madre, cuando se enfada, se le ponen los ojos como a un besugo en una nasa, parece que se le van a salir de la cara y da mucho susto.
—Estaba estudiando y…
—¿Estudiando?, ¿así estudias tú? —se frota los ojos para colocarlos en su sitio y con el roce de las manos, le lagrimean—. Marinita, hija, me vas a matar a disgustos.
—No sé bien cómo ha pasado, mamá. He abierto los apuntes de la Generación del 98 por la página 17 y …
—Y nada, tú te lo has buscado: ¡castigada!
—Pero mamá…
—Ni pero ni pera. Castigada sin salir el fin de semana. Y punto.
Recojo todo y, resignada, me pongo a estudiar. Quizá algún día llegue a ser una mujer de provecho, aunque, pensándolo bien, a mí lo que me gustaría es ser un pez.