Belcebú, tormentas y rockeros, por el mexicano Samuel Segura

De cualquier forma viene Belcebú

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El macho cabrío se apareció una mañana por aquella calle en la que nunca había transitado un animal. Ni siquiera un perro. Los vecinos, desde sus mansiones, lo vieron caminar en cuatro patas, primero, y levantarse sobre sus cuartos traseros, después. Una mujer desnuda, al otro extremo de la calle, caminó hacia él. Por su aspecto putrefacto, el rostro «como del exorcista», según dijeron, parecía estar muerta. Un zombi. Una vez que estuvieron frente a frente, el macho cabrío, que de pie era más alto que ella, sus enormes cuernos parecían alcanzar el cielo límpido que se cernía sobre ellos, la derribó con sus pezuñas delanteras y la mujer quedó abierta de piernas sobre el asfalto quemante. El macho cabrío, que era blanco, la embistió dieciocho veces. Eso dijeron. La mujer balbuceaba; no era un grito de placer el suyo, no; no era una voz, sino un balbuceo. Los vecinos miraron detrás de sus enormes ventanales, horrorizados, asqueados tal vez, aquella fornicación maldita. Fue que llamaron a la policía y al sacerdote de la iglesia más próxima, que además estaba muy cerca, y que era muy lujosa, pero ni uno ni otro llegó. El macho cabrío se corrió dentro de ella sin emitir sonido alguno; se corrió tanto que cuando los cuerpos se despegaron el líquido viscoso y negro aún le escurría del miembro al animal; un miembro tan enrojecido como sus ojos. La mujer se levantó despacio. Y así, desnuda y despellejada, de piel verdosa y venas oscuras, se fue por donde llegó. Lo mismo que él, quien volvió a ponerse en cuatro patas y sus pasos se escucharon, como se escuchan los de un caballo que avanza plácido sobre el pavimento, hasta que desapareció por el corredor.


Entrar de lleno en la tormenta

Esta mañana no tendí la cama y permanecí

dentro

de las cobijas; pasé

horas esperando

por fin

a que el mundo explotara ahí mismo

y nosotros con él.

No ocurrió, desde luego, y sin embargo ahí estuve

un par de horas

más,

debatiéndome a muerte

entre las sábanas, el sol abarcando

la ventana, lentamente

un reloj sonaba, un instante, cada sesenta

minutos y el dolor

al fondo de mi estómago

no se detuvo con la llamada

que me interrumpió.

Eras tú, como si nada,

como siempre,

como nunca;

llamabas

para saber

cómo estaba, yo

no supe responderte, pretendí

no hacerlo, pero lo hice

bien, te dije, no

lo estaba, tú

dijiste estoy

bien, y entonces comenzaste

a llorar.

Intuyo que no hay modo de querer

a nadie, o a algo, si no se quiere

del todo, si no se entrega una gran parte

de uno mismo

a eso

a esa

persona o cosa

actividad o tarea, lo que sea

que hagamos; si no estamos

dispuestos

a entrar de lleno en la tormenta:

será inútil o no será.

Oí tus lágrimas

al otro lado del teléfono, quise

abrazarte y decirte que dejaras

de llorar, que todo

estaría bien, pero

no lo hice porque sé

que conmigo

nunca lo estará.


Las estrellas de rock no mueren

Las estrellas de rock no mueren:

se queman en el ácido de sus recuerdos

–marchitos.

O en una cruda mortal que los devuelva

a la placenta –podrida;

la fosa del lugar

común: el infierno de sus éxitos.


Samuel Segura en Profesor Jonk

(Ecatepec, México. 1987)

Ha publicado las novelas Metal (Fondo de Cultura Económica/UNAM, 2018), El sufrimiento de un hombre calvo (Vodevil Ediciones, 2017), el libro de relatos Cada monstruo tiene su debilidad (Narrativa, 2018) y ahora, por entregas, la novela gráfica Pandemonio (ilustrada por Israel Campos Caleón).

Cursó la licenciatura en ciencias de la comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y el diplomado en guion cinematográfico del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC). Becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) en la categoría de Letras, especialidad en Novela, de la generación 2019-2020.

Es baterista de Asedio, banda de metal que recientemente publicó el Ep Ángeles derrotados.

En 2018 fundó el despacho de contadores de historias Narrativa, donde se desempeña como fotógrafo y realizador.

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