De cualquier forma viene Belcebú
El macho cabrío se apareció una mañana por aquella calle en la que nunca había transitado un animal. Ni siquiera un perro. Los vecinos, desde sus mansiones, lo vieron caminar en cuatro patas, primero, y levantarse sobre sus cuartos traseros, después. Una mujer desnuda, al otro extremo de la calle, caminó hacia él. Por su aspecto putrefacto, el rostro «como del exorcista», según dijeron, parecía estar muerta. Un zombi. Una vez que estuvieron frente a frente, el macho cabrío, que de pie era más alto que ella, sus enormes cuernos parecían alcanzar el cielo límpido que se cernía sobre ellos, la derribó con sus pezuñas delanteras y la mujer quedó abierta de piernas sobre el asfalto quemante. El macho cabrío, que era blanco, la embistió dieciocho veces. Eso dijeron. La mujer balbuceaba; no era un grito de placer el suyo, no; no era una voz, sino un balbuceo. Los vecinos miraron detrás de sus enormes ventanales, horrorizados, asqueados tal vez, aquella fornicación maldita. Fue que llamaron a la policía y al sacerdote de la iglesia más próxima, que además estaba muy cerca, y que era muy lujosa, pero ni uno ni otro llegó. El macho cabrío se corrió dentro de ella sin emitir sonido alguno; se corrió tanto que cuando los cuerpos se despegaron el líquido viscoso y negro aún le escurría del miembro al animal; un miembro tan enrojecido como sus ojos. La mujer se levantó despacio. Y así, desnuda y despellejada, de piel verdosa y venas oscuras, se fue por donde llegó. Lo mismo que él, quien volvió a ponerse en cuatro patas y sus pasos se escucharon, como se escuchan los de un caballo que avanza plácido sobre el pavimento, hasta que desapareció por el corredor.
Entrar de lleno en la tormenta
Esta mañana no tendí la cama y permanecí
dentro
de las cobijas; pasé
horas esperando
por fin
a que el mundo explotara ahí mismo
y nosotros con él.
No ocurrió, desde luego, y sin embargo ahí estuve
un par de horas
más,
debatiéndome a muerte
entre las sábanas, el sol abarcando
la ventana, lentamente
un reloj sonaba, un instante, cada sesenta
minutos y el dolor
al fondo de mi estómago
no se detuvo con la llamada
que me interrumpió.
Eras tú, como si nada,
como siempre,
como nunca;
llamabas
para saber
cómo estaba, yo
no supe responderte, pretendí
no hacerlo, pero lo hice
bien, te dije, no
lo estaba, tú
dijiste estoy
bien, y entonces comenzaste
a llorar.
Intuyo que no hay modo de querer
a nadie, o a algo, si no se quiere
del todo, si no se entrega una gran parte
de uno mismo
a eso
a esa
persona o cosa
actividad o tarea, lo que sea
que hagamos; si no estamos
dispuestos
a entrar de lleno en la tormenta:
será inútil o no será.
Oí tus lágrimas
al otro lado del teléfono, quise
abrazarte y decirte que dejaras
de llorar, que todo
estaría bien, pero
no lo hice porque sé
que conmigo
nunca lo estará.
Las estrellas de rock no mueren
Las estrellas de rock no mueren:
se queman en el ácido de sus recuerdos
–marchitos.
O en una cruda mortal que los devuelva
a la placenta –podrida;
la fosa del lugar
común: el infierno de sus éxitos.
Samuel Segura en Profesor Jonk
(Ecatepec, México. 1987)
Ha publicado las novelas Metal (Fondo de Cultura Económica/UNAM, 2018), El sufrimiento de un hombre calvo (Vodevil Ediciones, 2017), el libro de relatos Cada monstruo tiene su debilidad (Narrativa, 2018) y ahora, por entregas, la novela gráfica Pandemonio (ilustrada por Israel Campos Caleón).
Cursó la licenciatura en ciencias de la comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y el diplomado en guion cinematográfico del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC). Becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) en la categoría de Letras, especialidad en Novela, de la generación 2019-2020.
Es baterista de Asedio, banda de metal que recientemente publicó el Ep Ángeles derrotados.
En 2018 fundó el despacho de contadores de historias Narrativa, donde se desempeña como fotógrafo y realizador.