Desde el sofá del salón, cuando se ponía el sol, veíamos la ciudad iluminarse poco a poco a través de la ventana. Dependiendo de la ocasión y los humores, acompañábamos la mutación con Dylan, Miles Davis o Camarón. Nos sabíamos de memoria el orden en el cual los diferentes edificios iluminaban sus fachadas creando un festín de luciérnagas de piedra que hacían del conjunto un espectáculo sobrecogedor y mitigador de lo acumulado a lo largo del día. Se olvidaban las colas en la carnicería, las manchas de café en el periódico y las disputas laborales. Y nos olvidábamos, por unos breves instantes, de la brevedad de los sentimientos y sus cambios de dirección tan drásticos e inesperados. De nuestra postura en el sofá, guardando distancias como si fuéramos países vecinos a punto de estallar, con las fronteras respectivas atestadas de guardias que cortaban el paso a cualquier intento de apaciguar la situación.
– Es una vista espectacular ¿verdad?
– Sí, la misma vista espectacular de los últimos dos años.
Cerré la persiana y me fui a limpiar los platos mientras tú veías una película francesa de las que tanto te gustaban (tristes, pero con un final aún más triste).