Solo soy tímido, por Carlos Aymí

El curso se impartía en uno de los salones del Hotel Ritz. Ramón entró de los primeros, con la mirada deslumbrada por el lujo y la pregunta de cuánto habrían pagado los organizadores. Fue a sentarse en primera fila. Lo había decidido de antemano, era el primer reto personal que se había propuesto; se pondría donde todos pudieran verlo, no iba a esconderse en un rincón como había hecho toda su vida. Al tomar asiento miró al techo, colgaban tres enormes arañas con múltiples bombillas que parpadearon de manera casi imperceptible, luego se estabilizaron.  

El salón de actos se dividía en dos lados separados por un pasillo. Cada lado contaba con diez filas, cada fila, con ocho sillas de madera a la izquierda y ocho a la derecha. Todas estaban tapizadas de azul marino. Ramón, con las piernas juntas y la espalda muy recta, deseó que una mujer atractiva se sentase a su lado. La gente comenzó a llenar los asientos.

Un chico joven y con el pelo largo se sentó en la misma fila y a dos sillas de separación de Ramón. Este miró hacia atrás, los participantes se terminaban de acomodar con cierta prisa. Había personas de todas las edades y más o menos la misma cantidad de hombres y mujeres. Cuando todo el mundo tomó asiento, tan solo quedaron las sillas vacías entre Ramón y el chico de pelo largo. Entonces, apareció por el pasillo un hombre trajeado, sonriente, con paso vivo, que saludaba a izquierda y derecha. Era el instructor.

Al llegar a la altura de Ramón, el instructor lo saludó y le preguntó qué tal se encontraba. Ramón balbuceó «bien» y sintió el rubor apoderándose de su cara. Acto seguido y, sin poder contenerse, dijo que se mostraba escéptico con el posible resultado del curso y, ante la sonrisa impoluta del instructor, añadió incrédulo consigo mismo, «soy demasiado gafe para el pensamiento positivo». Ramón deseó que la tierra se lo tragara, pero había vivido infinidad de situaciones similares como para saber que no iba a tener esa suerte.

La sonrisa del instructor se alargó hasta que finalmente contestó a Ramón diciéndole que le gustaban los casos difíciles, que no existían personas gafes y que le iba a regalar un primer consejo: «amigo, debes generar el circuito adecuado; usar palabras positivas construye frases positivas, que provocan pensamientos positivos, que generan acciones positivas». Tras el consejo, el instructor ofreció un firme apretón de manos a Ramón, que fue devuelto por este con una mano flácida. El instructor sonrió entonces al joven de pelo largo y subió a la tarima para empezar con el curso.

Eran las nueve y cinco de la mañana cuando el instructor se acercó a la pizarra de color blanco que había en la tarima. Tomó un rotulador negro que estaba en su base y escribió con letra elegante y segura: una meta sin fecha es una quimera. Al darse la vuelta se desabrochó con parsimonia el botón superior de la americana, encendió un pequeño  micrófono inalámbrico que había sacado de un bolsillo, oteó el salón a rebosar y con su mirada impuso atención y silencio.

«Bien, hora de empezar», dijo, e hizo un gesto con la mano dirigido a la mujer que había tomado algunos datos de los participantes antes de la entrada. La mujer se encontraba de pie en mitad del pasillo y de inmediato fue a cerrar la enorme puerta del salón. Mientras ella se encaminaba hacia la puerta, el instructor dijo: «antes de nada, antes incluso de mi nombre, apagad por favor los móviles, olvidémonos de ellos por un rato y será el primer paso para ser un poco más felices».

Justo en el momento en el que la mujer iba a cerrar las hojas batientes y, mientras la gente apagaba sus teléfonos, apareció una señora de mediana edad que se mostró apurada por llegar tarde. Musitó un «lo siento», que por alguna extraña razón se escuchó con claridad por toda la sala. Todos los ojos se volvieron hacia ella, incluidos los de Ramón, a la espera de que la señora se sentara a su lado. Por falta de asientos libres, a ella no le quedaba más opción que ponerse junto a él o junto al chico de pelo largo, y eligió a Ramón mientras dejaba el bolso y el abrigo en la otra. No es la mujer más guapa ni joven del mundo, comenzó a pensar mientras se avergonzaba por pensarlo, pero es mucho mejor que ser el único que no tiene a nadie a su lado. La puerta se cerró con un chirrido.

El instructor señaló con el rotulador la frase que había escrito en la pizarra, dio un par de golpecitos sobre su superficie y se dispuso a decir su nombre, pero un móvil sonó una, dos, tres veces. Era el ruido típico que anuncia un mensaje. Al principio Ramón pensó que era el suyo y la mera idea hizo que se volviese a ruborizar. Al momento comprobó con cierto alivio que estaba libre de culpa, no así era la señora que se había sentado a su lado. Esta se apresuró a detener el sonido y volvió a soltar un perdón generalizado mientras rebuscaba nerviosa el teléfono en el bolso. El instructor no perdió la sonrisa con esta segunda interrupción que parecía confirmar lo que había dicho hacía poco sobre la felicidad. Al cesar el ruido, el instructor quiso presentarse por fin, pero la mujer soltó un gemido.

Fue un gemido que solo llamó la atención de las primeras filas y del instructor. Pero al momento le siguió otro, más fuerte, y todavía un tercero que centró las miradas de todos. El teléfono móvil traqueteaba entre sus manos temblorosas. «No me lo puedo creer, mi padre acaba de morir», dijo sollozante. Nada más dar la noticia a ese grupo de gente a la que no conocía de nada, rompió la contención que aún tenía y comenzó a llorar desconsoladamente.

Ante las lágrimas y los temblores de la señora, Ramón se preguntó qué debía hacer y se contestó que abrazarla era la respuesta. Sin embargo, no se atrevió y fue el instructor quien bajó de la tarima y lo hizo. La señora se recostó en su hombro y, tras un minuto de silencio por parte de los asistentes, y de lloro por parte de la señora, el instructor la acompañó por el pasillo para que pudiera salir del salón. Al llegar a la puerta, esta se había atrancado, pero la ayudante consiguió abrirla tras un empujón.

Todos los asistentes estaban abrumados ante la escena. Ramón no era menos y, cuando observó el abrigo y el bolso de la señora sobre la silla, se dijo que lo mejor era llevárselos afuera. Se atrevió y no le resultó un recorrido tan difícil, sintió que hacía lo correcto y que ninguno de los presentes podría juzgarlo mal. Fuera del salón se encontró al instructor y a la mujer que le tomara los datos, ambos consolaban a la señora. Ramón le entregó a esta última, compungido, sus pertenencias.

Sin saber bien por qué, Ramón rehuyó cruzar la mirada con el instructor. Sin saber cuál debía ser su siguiente paso, se enteró de que la ayudante se llamaba Alicia. Plantado sin saber qué hacer, terminó por escabullirse bajo una sensación de malestar por no haber estado a la altura. Cuánto necesito este curso, pensó, mientras regresaba cabizbajo por el pasillo. Al llegar a su asiento, el joven del pelo largo le hizo una mueca que no supo interpretar.

Tres minutos de reloj más tarde regresaron el instructor y Alicia. Mientras el primero subía a la tarima, la segunda cerraba la puerta. El instructor abarcó con su mirada a todos los asistentes y micrófono en mano dijo: «Por más que queramos evitarlo, el invierno llega siempre, por eso este curso es tan necesario, porque ayuda a no dejarse devorar por la angustia y la depresión». Dicho eso, apuntó que la señora, como era lógico, se había tenido que marchar, pero que podría realizar el curso sin tener que pagar un céntimo más, el siguiente fin de semana o cuando ella quisiera. Luego siguió insistiendo en reflexiones sobre cómo afrontar los malos y los peores momentos de la vida. Ramón pensó que el instructor sabía moverse bien entre la metáfora y el marketing, y sintió mucha envidia.

Tras unas cuantas frases hábiles pronunciadas desde la tarima, la desgracia de la señora dejó de sobrecoger a los asistentes y, con la idea de la muerte diluida, indicó que había llegado el momento definitivo de empezar el curso. En cambio, antes de que el instructor dijera su nombre, las hojas batientes de la puerta volvieron a abrirse para dejar paso a otra rezagada, que de nuevo, tras atravesar todo el pasillo y no encontrar más que dos opciones, fue a sentarse al lado de Ramón. Esta vez, el chirrido de la puerta cuando se cerró fue muy desagradable. Para algunos también lo fue, que la veinteañera que llegaba tarde no mostrara apuro ninguno por su tardanza. La sonrisa que dedicó a Ramón y al instructor encandiló al primero y fue devuelta por el segundo con otra de igual calibre.

Ahora sí estoy de suerte, pensó Ramón, al borde de un nuevo sonrojo. Mientras, el instructor, todavía con paciencia, dijo: «Bien, ahora sí que ha llegado la hora de presentarme y de dar comienzo a este curso de crecimiento personal que tantos beneficios os traerá». Sin embargo, tampoco llegó a decir su nombre esta vez, porque  volvió a sonar un móvil que le interrumpió. En esta ocasión la cara del instructor no presentó sonrisa alguna, aunque tampoco enfado, simplemente traslucía cierta resignación y esperó impertérrito a que el dueño apagase el teléfono.

El móvil resultó ser de la veinteañera segura de sí misma que se había sentado al lado de Ramón. Esto levantó entre algunos asistentes un ligero murmullo, nubló un tanto el gesto del instructor, provocó que el joven de pelo largo observara con curiosidad a un lado y a otro, e hizo que Ramón se encogiera en la silla como si tuviese la culpa de algo. La veinteañera por su parte y para asombro de todos no se ciñó a apagar el móvil, sino que descolgó y preguntó quién era. La respuesta recibida al otro lado de la línea desarmó por completo el aplomo y, para muchos, la desvergüenza, que presentara un momento antes.

Se levantó temblorosa de la silla tapizada color azul marino y dijo en alto, sin importarle estar rodeada de gente desconocida: «¡No puede ser! Pero si mamá estaba bien esta mañana. ¡Puta vida!» Recogió su bolso y enfiló el pasillo ante el absoluto silencio que sobrecogía la sala. Mientras se marchaba no miró a nadie, sus ojos se habían vidriado. Al llegar ante la puerta tuvo que pararse, Alicia no conseguía abrirla, lo intentaba muy azorada.

La mayoría de los asistentes no sabían qué pensar ni qué sentir. Unos pocos creyeron estar ante una broma de mal gusto y que el instructor diría de un momento a otro que había cámaras ocultas, o que habían formado parte de un experimento. En cambio, el instructor estaba muy lejos de esas conjeturas. Tenía el rostro congelado, por dentro bullía. Era un tipo inteligente, optimista, que creía en lo que hacía, pero empezaba a tener miedo de tanta casualidad inexplicable. No estaba acostumbrado a sentirse inseguro y notó que el oxígeno circulaba por su cuerpo con dificultad.

Fue en ese momento cuando la mirada del instructor se cruzó con la de Ramón. El intercambio fugaz produjo una energía negativa, con una carga incluso violenta. Si la mirada se hubiese mantenido, tal vez la energía habría derivado hacia otros derroteros más racionales, pero el instante se cortó por otro acontecimiento que dejó un poso de certidumbre malsana entre ambos.

La veinteañera gritó: «¡Jodida puerta!». Alicia movía el pomo y empujaba con fuerza las hojas, pero no conseguía abrirla. A esas alturas ya había mucha gente de pie, el murmullo entre los asistentes, que en su mayor parte no se conocían, eran comentarios preocupados, y el desorden comenzaba a imperar. Sin embargo, y a pesar de la algarabía, el sonido de otro móvil se escuchó a la perfección.  

Un sonido que impuso el silencio por toda la sala, solo roto con cada tono del teléfono, que tenía por sintonía una canción de salsa. El móvil se encontraba en la mitad del salón de actos, para ser precisos en la fila nueve, segunda butaca de la izquierda. Su dueño resultó ser un hombre robusto de unos cuarenta años, que no se atrevía a coger el teléfono y que miraba alternativamente al móvil y a una mujer sentada a su lado, a la que se parecía mucho físicamente. ¿Estarán casados o serán hermanos? Se preguntó Ramón, antes de que el pánico se desatara.

Dos frases necesitó el hombre robusto para generar ese pánico. La primera, la hizo antes de descolgar. «Estoy seguro de haber apagado el móvil», dijo, sin querer mirar a nadie, aunque al final se giró hacia la mujer que tenía a su lado. La segunda, llegó una vez que se atrevió a deslizar el botón verde. La pronunció mientras incrédulo barría con su cabeza a derecha y a izquierda. «Mi hermano ha muerto». Eso es lo que dijo.

El intento de estampida por parte de la mayoría de los asistentes al curso de crecimiento personal fue inmediato. Sin embargo, se toparon con la puerta que seguía sin abrirse a pesar de los intentos de la veinteañera y de Alicia. Un hombre que rondaba la tercera edad apartó de un empujón a Alicia y trató de solucionar el problema. Al no logarlo comenzó a golpear la puerta. Los primeros gritos de socorro llegaron en ese momento.

Mientras se producía el apelotonamiento en la salida y, las llamadas de auxilio se entonaban por si pudieran ser oídas al otro lado de la puerta, unos pocos permanecieron en sus asientos, en calma aparente, tratando de no sofocarse con el misterio. Entre ellos se encontraba el hombre robusto a quien se le había comunicado la muerte de su hermano y la mujer que le había acompañado al taller y que levantara la duda de Ramón. A ellos se les unió la veinteañera, que expulsada de la marabunta que trataba sin éxito de abrir la puerta, decidió recogerse en silencio junto a sus semejantes.

Tan solo una persona, de entre las ciento sesenta que se encontraban allí recluidas, elaboró una teoría, o más bien el esbozo de una teoría, o para ser más exactos aún, encontró un culpable. El teórico fue el instructor que todavía se encontraba en la tarima. Su culpable era Ramón, que agazapado y encogido en la silla parecía disponerse para el sacrificio.

«¡Él es el responsable!», gritó el instructor desde el micrófono, al tiempo que señalaba a Ramón con su dedo índice. «De alguna manera, él tiene la culpa», insistió mientras su voz retumbaba por toda la sala. Después de recuperar la atención del auditorio, en especial de la masa frustrada que no conseguía abrir la puerta, continuó seguro con su teoría: «ese hombre de ahí se sentó junto a las dos mujeres que recibieron las primeras llamadas, ese hombre de ahí me confesó que es gafe, me dijo que odiaba este tipo de cursos… en cierta manera me retó, y ha estado nervioso como si ocultara algo desde el primer momento».

Unos pocos creyeron que el instructor se había vuelto loco. Entre ellos, el joven de pelo largo que formaba parte de los que no habían intentado huir todavía. Sin embargo, con este nuevo giro de los hechos, se levantó de su asiento, pasó por delante del recién acusado y lo abandonó a su suerte dirigiéndose paso a paso hacia la puerta. Movimiento que contrastó con el de al menos una treintena de asistentes, que poco a poco se acercaron a las primeras filas donde Ramón era señalado todavía con el dedo acusador del instructor.

La mayoría se mostró escéptico ante la única teoría esbozada, pero no la descartaron como posibilidad. Además, a los que sí la creyeron posible, había que sumar la corriente favorable que apuntaba que era mejor tener una explicación, por descabellada que resultase, que no tener ninguna. Después de las palabras acusatorias, se generó un silencio denso a la espera de la defensa de Ramón.

Ramón sabía que debía decir algo, que tenía que explicarse y que podría demostrar su inocencia en cuanto comenzase a hablar, pero al sentirse observado de manera tan abrumadora, solo pudo emitir unos gorjeos ininteligibles que le retreparon todavía más en la silla. Por si fuera poco, su cara estaba tan roja, que algunos pensaron que estaba a punto de explotar, y otros lo tomaron como un argumento incriminatorio.

Pronto se generó un cerco en torno a Ramón, cada vez más estrecho y amenazante. Lo comandaba el instructor, que había bajado de la tarima y estaba de pie a su lado. Miraba a la víctima expiatoria con total desprecio e incluso con trazas de odio. Se había olvidado de generar un circuito positivo y optimista a través de sus palabras.

Ramón permanecía bloqueado, hundido y temeroso en la silla. Tan solo era capaz de arrepentirse por haber escogido la primera fila para enfrentarse a sus demonios de la timidez. Fue entonces cuando el joven de pelo largo llegó hasta la puerta donde ya tan solo quedaba Alicia, puesto que todos los demás asistentes se habían acercado en mayor o menor medida hasta donde se celebraba el juicio sumarísimo.

«Yo no he hecho nada», logró balbucear por fin Ramón, y consiguió añadir: «solo soy tímido». Era difícil imaginar una defensa más ridícula. Sin embargo, ganó tiempo cuando sonó otro teléfono y el movimiento envolvente hacia Ramón se paralizó. Todos comenzaron a mirarse angustiosamente en busca del origen de la llamada. Incluso se llegó a pensar que el tono, el Himno de la Alegría, provenía de Ramón. Pronto se identificó al dueño del móvil: era el instructor.

Una adolescente, la persona más joven que sin duda había asistido al curso, le dijo al instructor que no se le ocurriera atender la llamada, que colgara sin preguntar, que incluso tirara el teléfono lo más lejos posible. El instructor en cambio no quiso, no supo, o no pudo seguir el consejo que le daba la chica. Casi todos los asistentes pudieron escuchar cómo una voz llorosa le anunciaba algo al instructor desde el otro lado de la línea. El móvil de última generación se le cayó al suelo desde la altura de su oreja.

«Era mi mujer, mi hijo…», dijo informando a todos y a nadie en concreto, con la mirada perdida. Un momento después, y de manera mecánica, como si tuviese que terminar lo que había empezado, levantó el puño contra Ramón, que acorralado en su silla observaba preso del terror las caras desencajadas que acechaban sobre él.

En ese momento un ruido resonó por toda la sala. Alicia y el joven de pelo largo acababan de conseguir desatrancar la puerta y aunque todo el mundo se percató, ellos decidieron dejarlo claro, «¡Podemos irnos!», gritaron al unísono. Alicia miró al instructor, a quien podía considerar su jefe entre otras cosas, agachó la cabeza y se perdió tras la puerta abierta. El joven de pelo largo por su parte miró a Ramón, pensó que si se iba lo abandonaría a su suerte en manos de aquellos lunáticos, pero también agachó la cabeza y cruzó el umbral hacia la salida.

Su ejemplo lo seguirían en estampida, esta vez lograda, casi todos los asistentes al curso de crecimiento personal. En apenas un minuto tan solo quedaban en la sala la veinteañera, el hombre robusto, la mujer que le acompañaba, Ramón y el instructor. Los primeros se levantaron finalmente y se marcharon en silencio. Los dos últimos, mientras tanto, se miraban cara a cara. Ramón todavía conservaba su miedo, el instructor, que se había sentado, su odio. Ambos comenzaron a llorar.


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3 Comentarios Agrega el tuyo

  1. dovalpage dice:

    ¡Tremendo! Qué cuentazo. Me mantuvo en vilo todo el tiempo. Me encantaron los detalles, la atmósfera de esa tipo de conferencias (a las que me encanta asistir, jiji), el reflejo de los sentimientos de Ramón y los demás protagonistas. ¡Órale! Lo comparto.

  2. JascNet dice:

    Enhorabuena, Carlos.
    Un relato intenso e intrigante que te lleva en volandas hasta el final.
    Este, abierto e impactante, permite darle rienda suelta a la imaginación.
    La mía, loca y perversa, se atreve a imaginar que el chico ni es gafe, ni tímido. En realidad, es un desmantelador de cursos y montajes de autoayuda y es un activista que desenmascara a los farsantes sacacuartos del ramo. En breves instantes, se levantará de su silla y prorrumpirá en una risa perversa y burlona. Le dirigirá al instructor una mirada desafiante y abandonará satisfecho el salón.
    😅😂😂😂
    Consecuencias de no dormir bien. 😝
    Un abrazo.

    1. gran final alternativo, a la altura del original

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