Gema Monlleó nos deja desde Barcelona su último artículo de cine independiente, “Costa Brava, Líbano”, sobre la premiada cinta de Mounia Akl
Residuos
Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis…, ojos cerrados, y así hasta cuarenta y cuato. Porque llegar a cuarenta y cuatro es conseguir que las cosas no pasen, que lo que ha sido no sea, que el mundo vuelva al estadio anterior al del estallido indeseado. Contar como letanía infantil exorcizante. Contar como salvación. Contar como súplica.
En Costa Brava, Líbano (ópera prima de Mounia Akl, 2021) Rim cuenta. Rim, la hija pequeña. Rim, el ojito derecho de papá. Rim, la de las capacidades sensitivas redobladas. Rim, todavía en su mundo infantil pero gladiadora contra los problemas del mundo adulto.
La familia Badri vive, desde que se fue de Beirut hace 10 años, en las montañas de Costa Brava (Líbano). No sabemos por qué marcharon, intuimos problemas de índole político, represión, tortura, humillación. El pater familias, Wallid (Saleh Bakri), era activista. La madre Souraya (Ladine Labaki), era cantante de éxito y activista también. Se conocieron en una manifestación abortada por la policía. En algún momento (se menciona una explosión) abandonaron la ciudad y se instalaron en su casa en el campo. Una casa-fortaleza para la familia. Una casa en la que viven, aislados de la realidad inmediata del país, el matrimonio, sus dos hijas (Rim, 9 años, y Tala, adolescente -Ciana Reston y Nadia Charbel respectivamente-) y la madre de Wallid, Zeina (Liliane Chacar Khoury), gravemente enferma pero que resiste cual roca a su salud y a su edad. Una casa-exilio, casa-sin-nombre, en la que la familia vive feliz bajo el autoritarismo cariñoso y protector (ciertamente sobreprotector) del padre.
La casa como saco amniótico, la casa como paréntesis, la casa como refugio de un exterior percibido como agresión. La casa con su huerto. La casa con su piscina. La casa con su cielo sin sombra de contaminación. Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis… en el paraíso no hace falta contar.
Mientras la familia Badri disfruta de su micro mundo, su casa, sus montañas, en Beirut estalla la crisis de las basuras. Vertederos ilegales hacen que la población se lance a las calles y que el gobierno se vea cada vez más impelido a buscar una solución. En la era del “comunica bien” una expropiación del terreno colindante al de la familia se plantea como la solución gubernamental ideal. Bulldozers mediante, se convertirá en un macro vertedero legal (supuestamente), ecológico (supuestamente) y moderno (supuestamente). Las primeras escenas muestran el viaje libanés de una gran estatua a imagen y semejanza del presidente del país y su instalación en lo alto del terreno (reminiscencias de otras estatuas out of context, como las de Lenin en La mirada de Ulises -Theo Angelopoulos, 1995- o en Good Bye Lenin -Wolfgang Becker, 2003-). Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis…, ojos cerrados, y así hasta cuarenta y cuatro. Pero ni el vertedero ni la estatua desaparecen.
La película, a medida que el metraje avanza, se abre como un abanico y a la lucha global de la familia por mantener su entorno, su lugar, su calma, su casa-fortaleza incólume a la basura que se acumula en su puerta, se sumarán el resto de temas que, sin necesidad de un gran desarrollo explícito, nos permitirán ver la compleja poliedria de la familia. La adolescente y su primer despertar sexual; la abuela, que tras los últimos coletazos de sus propias rebeliones aspira (deseosa) a la muerte; la madre, que empieza a percibir la casa como un encierro dorado (acá verde, por los paisajes); el padre, obcecado al que le regresan todos sus miedos del pasado; y Rim, soldadito fiel de papá, que en ningún momento perderá la esperanza: ella, pequeña, puede vencer en su lucha contra los gigantes. -). Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis…, ojos cerrados, y así hasta cuarenta y cuatro. La basura de fuera como espejo de la toma de conciencia de la basura interior (¿qué familia no tiene, en realidad, algo de vertedero?).
Película de utopías y realidades, de tensiones y grietas, de construcción y derrumbe. Película-díptico de ecologismo casi distópico vs capitalismo depredador. Película de silencios, de música y mutismo, de decisiones tomadas ayer que, pese a mantenerse en la incógnita, determinan el hoy familiar. Película de equilibrios frágiles (la misma Akl reconoce la fantasía escapista de la familia) que propone la reconstrucción desde la verdad y la compasión. Película de matices ante la que sonreír con delicadeza y dolor. Película drama-doméstico y película denuncia-social. Película de personajes magnéticos y película de mundos confrontados ante los que es imposible no sentirse interpelado y tomar partido. Película en la que la resistencia íntima es el último bastión contra el sinsentido del mercantilismo exacerbado.
Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis…, ojos cerrados, y así hasta cuarenta y cuatro.
Costa Brava, Lebanon. Mounia Akl, 2021. Ganadora de diversos premios en los festivales de cine de Sevilla, Londres y Toronto.
Coda 1: Sí, Wallid es un personaje muy cercano al doctor Allie Fox (Harrison Ford) de La costa de los mosquitos (Peter Weir, 1986), aquel que arrastró a su familia a la jungla para evitar la contaminación consumista.
Coda 2: Sí, Wallid también recuerda al Ben (Viggo Montersen) de Captain fantastic (Matt Ross, 2016), con su familia instalada, previa voluntad aislacionista, en una utopía boscosa lejos del mundanal mundo.
Coda 3: Y sí, Costa Brava, Líbano (con la participación de la catalana Clara Roquet en el guión) tiene también nexos de unión con Alcarràs (Carla Simón, 2022) en el modo en que tratan la pérdida de un modelo de mundo y el deseo irreductible (del protagonista) de recuperarlo.