Llevo ya más de cuatro años viniendo aquí, desde que decidiste saltar desde lo más alto del trampolín, desnuda, realizando un salto mortal hacia lo más profundo del mar. Buscándote. Esperando verte aunque sólo sea un segundo. Aunque sólo sea el eco de tu sombra. O tus burbujas. Sería suficiente. Sentirte una vez más.
Si éste fuera mi cuento supongo que no habrías saltado. Si éste fuera mi cuento me habrías querido infinito, sin líneas cerradas. Amor de los que hay que envolver en papel de regalo. Pero no es mi cuento y sí, saltaste como en una película de Esther Williams, con la sonrisa tragándose las últimas lágrimas de la despedida. Porque un poco lloraste. Al menos concédeme esa pequeña mentira, esta licencia artística.
Y aquí estoy, frente a la orilla, viendo las olas partirse en mil pedazos contra las rocas. Recordándote. Degustando tus mejores momentos, sonriendo con los peores, los del puñal entre los dientes. Con la caña de pescar medio rota lanzando el sedal con cero estilo. Te reirías si me vieras, tan torpe, tan no saber qué demonios estoy haciendo aquí. A los lados, el verde donde alguna vez jugué a soñar que acabaríamos. Como un cromo codiciado, el último de una colección sin fin. Ya sé, tonterías de bala perdida, pero así y todo, mereció la pena.
Sé que estás ahí. En algún lugar de esta inmensidad. ¿No me echas de menos? Siempre te lo preguntaba… ¿recuerdas? Y tú contestabas a veces más y otras menos. Y luego te tocaba a ti preguntar y yo quería decirte lo mismo. Pero no podía y acababa diciendo algo parecido a yo a ti una barbaridad, cada día más. Siempre conseguías hacerme jaque mate, ya podías jugar con blancas o con negras, a la defensiva o al ataque, la partida acababa igual, conmigo derribando al rey. Y, todo hay que decirlo, con mucho orgullo. Porque perder contigo fue siempre una victoria contundente en cualquier otro campo de batalla. Porque cada cicatriz es un tatuaje de tu memoria. Y eso, sirena, no tiene precio. Al menos no para mí.
Mañana volveré. Con la misma caña. Con el mismo deseo. Sentirte una vez más. Y, sobre todo, darte las gracias. Las gracias por haberme querido una vez.