Nueve de agosto de 1945. Lleva ya tres días de viaje, la mayor parte a pie. Sólo ha comido un cuenco de arroz que alguien le ofreció. El cansancio y las imágenes que ha visto le pesan como fardos de arena en las espaldas. Le duelen los pies, y sobre todo los oídos. Pero no le importa. Cada paso que da le acerca a su hogar. De repente, siente algo. Al principio no lo distingue bien, hasta que un escalofrío le eriza la piel. Es el ruido ronco de los motores de un B-29 acercándose. Apenas le quedan unos kilómetros desde donde le ha dejado la camioneta que le recogió en la carretera el día anterior. Se encuentra en un meandro del Urakami, muy cercano a su ciudad: Nagasaki. Casi puede tocarla. No tiene más que seguir el curso del río. Pero entonces, por segunda vez en tres días, escucha ese estruendo.
Se detiene. Deja de respirar. Sabe lo que vendrá después. Piensa en Hayami y en la pequeña Naoko, asustadas, solas. Quiere correr para estar junto a ellas, pero las rodillas no le responden. Vencido, sintiendo ya el vacío que se le expande por dentro, se arrodilla en el suelo. Sin dejar de mirar a lo lejos cómo se suceden los últimos momentos de todo su mundo, saca del bolsillo la última carta de Hayami. Tembloroso, comienza a plegar el papel para hacer una de sus figuritas preferidas. Y mientras lo hace dobla también los besos de su mujer, las risas infantiles de la niña y las mañanas familiares de domingo. Desesperado, se pliega también a sí mismo hasta esconderse en una doblez. Así, agazapado dentro de la grulla de papel se eleva hasta dejarse transportar por la estela que deja el avión.
Fotografía : Miguel A. Madriñán
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