Ana escapó a la terraza del ático, desplomándose agotada en la silla situada en el centro del rectángulo adosado. El vacío de la almohada avanzaba inexorable por todo el piso, devorando el oxígeno, contaminando el ambiente. Y los ruidos que no cesaban. Aún podía escuchar el eco de los ronquidos o la lenta respiración a su derecha. Encendió el cigarrillo que, de nuevo, prometió ser el último, mientras fijaba la mirada en la ciudad que se recogía. Una ciudad, antaño amante y confidente, que se había convertido en incómoda presencia. Lo que la conquistó era justo lo que la ahogaba. El alboroto, la gente y cada una de las fotografías pintadas en cada esquina de su memoria. Buscó lágrimas, pero sólo afloró una risa nerviosa. Su cuerpo estaba asolado por la sequía que precedió a la tormenta. El ecosistema que la habitaba se marchitaba y los pequeños animales fallecían deshidratados.
̶ Demasiados días sin lluvia ̶ escupió al cielo ̶ Te hace gracia, ¿verdad?
Porque esa noche llovió. Como nunca habían visto. Sólo faltaron las ranas, recuerdo de aquella película que tanto les gustaba y que fue inicio de tantas cosas. Él sugirió parar en el arcén.
̶ Ya casi estamos. Mejor seguir, no se vaya a despertar ̶ dijo ella, observando al asiento de atrás, mientras cruzaba los dedos rogando a los espíritus libres la concesión del deseo.
En la radio, el locutor de voz rota dio paso a Mi gran noche de Raphael. Y Ana sintió algo cercano a lo que debía significar la felicidad completa. Sus pies, libres de la dictadura del tacón, bailaban al ritmo de las alegres notas que luchaban contra el sonido tribal que producía la lluvia torrencial al chocar con el techo.
¿Qué pasará, qué misterio habrá?,
Entrevieron las luces delanteras de un coche, codificadas por la lluvia, en el carril contrario.
Puede ser mi gran noche.
Juan, cantando en voz baja, aminoró la velocidad.
Y al despertar, ya mi vida sabrá,
Y lo que debería haber sido recta pasajera se convirtió, metros antes de cruzarse, en un zigzag luminoso fuera de control.
Algo que no conoce.
Ni siquiera tuvo tiempo de girarse y buscar sus ojitos cerrados. Cerrados. Al menos que le hubieran concedido aquello. Tenían que estar cerrados. Cerrados.
Y el impacto trajo la oscuridad que daría paso a la soledad, la culpa y la tristeza.
Aplastó el cigarrillo con violencia en el cenicero, cementerio de colillas hundidas en aguas turbias. Volvió a repasar su vida buscando porqués. Un ejercicio vacuo cuyos resultados nada aportaban, pero del que no podía escapar. Y allí estaba el día que humilló al vecino de abajo, aquel niño callado que estaba colado por ella. El momento que rompió la muñeca favorita de su hermana, repartiendo cada parte desmembrada del pequeño cuerpo de plástico por la habitación. Cuando robó a sus abuelos el dinero que necesitaba para asistir a un concierto de Nick Cave. O la noche que le engañó y no supo encontrar el valor para buscar el perdón y, aun así, se sintió perdonada. Y tantas otras piedras mohosas que fue acumulando en una torre sin cimentar destinada a derrumbarse bajo su propio peso.
̶ No seas idiota ̶ murmuró encendiendo un nuevo cigarrillo.
El ruido de un avión quebró sus pensamientos. Alzó la mirada hacia la estela de condensación que dibujaba en la noche un efímero graffiti de línea gruesa. ¿Dónde irán?, pensó, imaginando a cientos de pasajeros de sonrisa estúpida camino a de un paraíso de aguas cristalinas y cocoteros donde beber y follar a todas horas y olvidarse del mundo. ¿Y si cogiera ese avión? ¿Por qué no? ¿Quién se lo podía impedir? Una locura podría ser la solución. El despertar.
Escaló al borde del muro, puerta de embarque de emergencia. Para este viaje no necesitaba equipaje.
Y voló en su busca. Sin cristales, esta vez, que le marcaran el rostro, sólo un aire frío que fue anestesiándola metro a metro hasta perder el conocimiento unos segundos antes de fundirse con el alquitrán sin peces de colores ni coral.
Abrió los ojos. El despertador marcaba las 11:11 pm. Siempre igual. Oprimida por el neón azul de los números se sentó al borde de la cama. Inspiró profundamente para detener los temblores. No encontrar el aire con que llenar los pulmones ya no resultó una sorpresa. Se obligó a permanecer allí. Rígida. No mover un músculo esta vez y dejarse llevar. Cruzó los dedos y esperó. Esperó a pesar de conocer de antemano su fracaso.
Ana escapó a la terraza del ático, desplomándose agotada en la silla situada en el centro del rectángulo adosado… y todo volvió a empezar. Sin descanso. Sin paz. Sin fin.
Wow, me encanta ese final en forma de círculo. Órale.
Gracias Teresa. Eres una inspiración para todos.Órale