He rogado una y otra vez a la mar que me sacudiera de dentro a fuera, -aún más de profundo, allí donde nazco- y que entre los cuerpos que arrastraba la marea estuvieras tú. Y te lo dije, te lo dije, te lo dije: “bésame cuando tus pulmones se llenen de agua y naden peces. Hazlo como si tu boca fuera una pecera y estuviera llenita de vida, llenita hasta que la vacían.”
mar
Ajeno a todos estos pensamientos y emociones, el cuento de Cenicienta se bate contra las olas en una lucha feroz y desigual. Intenta mantenerse a flote apretando firmemente sus páginas, cada vez más húmedas, en un intento desesperado de mostrar resistencia al tempestuoso líquido que le azota el lomo y se cuela ora por el flanco de su cubierta, ora por el de la contraportada, como un ejército de gotas infinitas pertrechadas con balas de espuma y sal.
Resulta sorprendente cómo maneja moralmente a los demás, cómo aniquila todo atisbo de esperanza, cómo conduce la conversación y los chistes -siempre tendentes a la necrofilia-, cómo cuando has escuchado y has asumido tus culpas y miserias, la mercancía que permanece en stock, él se siente fortalecido y al cabo sonríe inconscientemente con malicia.
Entonces, un rato después eres capaz de odiarlo por el fardo de tristeza que carga sobre tus hombros, pero cuando duerme y lo miras, comprendes que tiene la madurez y la mente de un niño que se rechaza a sí mismo.
Y eso, amigos míos, constituye una mezcla peligrosa.
Mi padre siempre contó, a quien quiso escucharle, que un faro no es nada sin su noche y que es menos que nada sin la mar. Me pregunto si ahora, después de su muerte y tras la visita que he recibido, por fin comprendo lo que quería decirme exactamente.