«Entonces vino uno de los siete Ángeles que llevaban las siete copas y me habló: «Ven, que te voy a mostrar el juicio de la célebre Ramera, que se sienta sobre grandes aguas,
con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los habitantes de la tierra se embriagaron con el vino de su prostitución.»
(Apocalipsis, 17:1-2)
Había visitado la ciudad
en días de calor y alta humedad,
deambulado por sus calles en solitario,
abrazado a mi amada cuando todo empezaba.
Había hecho una presentación
treinta y cinco plantas por encima
del horrible agujero
de las almas perdidas
y me había sentido estúpidamente
triste y orgulloso.
Había imaginado la vida de
los transeúntes en el parque,
sentado en un banco de hierro y madera
lejos de las miradas,
observando desde la sombra.
Había pasado días sin apenas salir
de una habitación de hotel recurrente
junto a los teatros y el bullicio.
Había pasado noches de luna de miel
en una habitación de hotel
con nombre de presidente,
que acabaría cerrando
con ladrillos tapiando sus vidrieras
y un mendigo a manera de botones
en una puerta oscura.
La vida transcurría en aquella vertiginosa ciudad
veintidós años después.
Sus alegres cenas con compañeros de viaje,
las miradas de ella en aquel restaurante giratorio sobre la isla,
el desfile del orgullo tantos años
casualmente visitado
y el de Halloween en el que
un negro enmascarado blandía una sierra eléctrica
y un tipo canoso sostenía una serpiente blanca y un loro
aferrados a cuello y hombros.
La ciudad había sido el vacío de Bowery Street y Canal Street
al no encontrar los santuarios de vidas pasadas
y el gozo de ver a mi artista preferido
levitar en el Madison.
Lo había sido todo y nada,
el viento peligroso en el observatorio
de una torre nueva junto al río,
el paseo con ella sobre el otro río,
los chinos vendiendo rolex
en carritos de la compra
y comiendo espacio a Little Italy,
la silueta tenebrosa del Toledo del Greco
en el Metropolitan
y el descubrimiento de Rotschild
más allá de las espirales de subida
en el Guggenheim,
pero nunca un zumo y una granola
de yogur, fresas y avena antes de
resguardarme del infierno
y descubrir las señoritas de Avignon
y la noche estrellada
y más bofetadas perfectas de color de Rothko
y los tres músicos
y un sinfín de amigos pintores
de la infancia,
cuando los curas me mostraban láminas de colores,
cromos de cuadros que siempre admiré
y que nunca esperé encontrar por el camino
en una mañana calurosa y húmeda
de inicio de verano
en la que huir para encontrarme por un rato.





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Buenísimo, tan evocador.
Gracias, solo escribo por estímulos. Ojalá tuviera un enfoque metódico y profesional pero necesito la iluminación intermitente 🙂