“Cuchulain se sacudió,
clavó la mirada en los caballitos de mar, oyó
los carros de combate y gritar su propio nombre;
y luchó contra el oleaje invulnerable.”
W. B. Yeats
“Enhorabuena. Caballeros, son ustedes muy afortunados de poder servir a su país con el ejército de los Estados Unidos, la fuerza bélica mejor adiestrada, mejor equipada y más motivada de todo el mundo en la actualidad.”
Compasión por el diablo es un libro sobre la guerra de Vietnam escrito por Kent Anderson (Carolina del Norte, 1945), veterano de la guerra de Vietnam. Los personajes de Compasión por el diablo son de las Fuerzas Especiales del ejército americano. Kent Anderson fue miembro de las Fuerzas Especiales A-101 Mai Loc de ese ejército. Compasión por el diablo es una novela. Kent Anderson es real. ¿Será esta una novela basada en hechos reales? Creo que los altos mandos del ejército de entonces y los políticos del momento preferirían que no. Pero me temo que sí. Por ficcionados que estén los hechos la profusión de microdetalles hacen de Compasión por el diablo un relato absolutamente verosímil cuando no verídico. ¿Incluye Compasión por el diablo compasión por el diablo? Sí, la incluye.
“¿Alguna vez has pensado en el diablo?, porque yo sí. ¿En lo duro que es su oficio? Él lo hace todo y Dios se limita a quedarse ahí sentado y se lleva el mérito. El diablo tiene que saltar de aquí para allá, amenazar, burlarse, como un puto gilipollas, porque es lo que le ha tocado. Tiene que salir ahí fuera cada día e infligir dolor. Infligir dolor para ese payaso hipócrita de Dios. Y todo el mundo lo odia por eso. Pues a tomar por saco, ¿no?. Sí. A tomar por saco.”
Hay muchas novelas sobre la guerra de Vietnam (1955-1975), la contienda más larga en la que participó Estados Unidos hasta la guerra de Afganistán, y cuando puede parecer que ya está todo dicho el ruido del helicóptero de la portada de este libro comienza a atronar en mis oídos para negar la mayor. Desde las primeras páginas la experiencia de lectura es altamente sensorial. Los soldados pasan las horas en los cuarteles bebiendo cervezas (“Las anillas y los bordes de las latas rojinegras estaban oxidados después de pasarse años y años almacenadas en los muelles de Da Nang. Años de monzones implacables y calores estivales habían vuelto amarga la cerveza estadounidense”), tomando anfetaminas (“Hanson cogió un frasco color carne de la estantería superior del frigorífico, desenroscó la tapa y sacó dos anfetaminas verdiblancas. Se las tragó con la cerveza helada”) y escuchando música (“Abrió con esfuerzo la puerta corredera blindada y entró en la sala común iluminada. La canción, “Under mu thumb”, atronaba en los enormes altavoces japoneses”). Mientras “por el oeste disparaba una ametralladora pesada, el matraqueo lejano sonaba tan monótono como la máquina de una cadena de montaje. La artillería estaba penetrando en el norte. Tres ametralladoras a la vez. Iban bien, los proyectiles uno sobre otro, cada explosión como una ráfaga brusca de viento, el ruido que haces al acercar una llama a la barbacoa en el jardín. Los sonidos normales de la noche”. La sinrazón de la guerra se mastica en apenas cuatro páginas. Después el catálogo de “normalidades” irá creciendo y al estupor por lo hecho le sucederá una cierta compasión y empatía con los protagonistas (¿pobres diablos?, creo que sí).

Hanson, alter ego de Anderson (“soy un hijo de puta infantiloide”), es un universitario reclutado que, una vez en el ejército, decide alistarse para presentarse voluntario a las Fuerzas Especiales, (“cargaba las balas como quien mete monedas en una cabina telefónica”). Quinn (“los ojos azul lechoso parecía que se los hubiesen puesto ahí solo para que pudiese buscar a alguien a quien matar. Esos ojos con los que tienen pesadillas los turistas en los callejones”) trabajaba sus músculos como granjero y entró en la universidad gracias a sus aptitudes para el deporte pero nada le satisfacía (“Odiaba la granja, odiaba aquellos putos libros, odiaba el fútbol americano… Yo no quería placar a aquellos hijos de puta, yo quería cargármelos”) y el ejército, con su reclutamiento también forzoso, le dio un hogar donde desatar su violencia. Hanson y Quinn forman en seguida un tándem perfecto: “Quinn era duro, de buena pasta y mezquino, pero no habría pasado de ser medio competente en reconocimiento si no lo hubiese emparejado con Hanson. Quinn catalizaba parte de la locura de Hanson y por eso formaban un buen equipo”. El tercer vértice del grupo es Silver, el especialista en comunicaciones (“tenía un aspecto demoníaco con aquellas gafas destelleantes (…), un color de muerto en la cara mientras corcovaba con la cabeza y los hombros al ritmo de alguna frase suelta de código que solo él oía”). Hanson, Quinn y Silver: la santísima trinidad de la violencia de su destacamento.
Anderson los acompaña por una impagable galería de secundarios: un sargento mayor degradado por “conducta inapropiada con un suboficial mayor”; Kittridge un suboficial mayor de abastecimiento corrupto (“con cuentas corrientes en varios estados americanos y una en las Bermudas”) y con una hermosa secretaria vietnamita; Riley, un recluta (“en cierto modo era la persona más importante allí. Igual que un héroe tiene que encarnar los sueños de victoria de otros hombres, Riley encarnaba sus fracasos”); el cínico oficial técnico Grieson (“aquí la guerra es como los negocios. Gasto versus beneficio. Solo que yo tengo más poder que el director de cualquier empresa”); y el señor Minh, el montagnard (“es una especie de chamán, un sacerdote, para ellos -los yards-. A veces es capaz de predecir cosas”), entre otros.
Hasta aquí, ellos. Los héroes (o no). Los asesinos (o no). Las víctimas (o no). Los pobres diablos (de nuevo, creo que sí).
“Costaba creer que Vietnam existiese realmente. Sería como atravesar el espejo y entrar en una película conocida, convertirse en actores, directores y tramoyistas de una serie televisiva de larga duración en la que encarnas los personajes con los que llevas años familiarizándote y sintiéndote a gusto. Papeles que te estaban esperando, con frases que ya te sabías”

La novela se sitúa en tres momentos cronológicos distintos: la acción en Vietnam y el regreso a casa de un Hanson traumatizado por la guerra (“notó soplar un viento débil e insistente que aulló levemente en sus oídos serenándolo. Recordándole que se suponía que debía estar muerto, que en Vietnam había habido un error. El espacio que se suponía que debía ocupar su cuerpo en el mundo se había cerrado mientras él seguía con vida y se había quedado fuera”); el sórdido periodo de su instrucción (“La sala olía a sudor, pedos y miedo. Bajo la áspera luz los reclutas, exhaustos y aterrorizados, parecían psicóticos en el salón de un manicomio”); y el regreso a Vietnam tras constatar su incapacidad para reintegrarse en la sociedad (“qué gusto volver con Quinn y Silver a un sitio donde las cosas cobraban sentido. Estaba de nuevo en casa. Ahora que estaba en casa podía hacer lo que le diese la gana”), y convertido en un soldado descreído que necesita la contienda para canalizar su agresividad in crescendo (“No se lo diga a nadie, pero no creo que vayamos a ganar. Es simplemente que me ha acabado gustando el trabajo”).
En Vietnam, además de las escenas de batalla, Anderson remarca los momentos de violencia gratuita, de esa violencia que una vez anclada en los protagonistas erupciona una vez y otra sea el momento adecuado o no (peleas en bares, amplio catálogo de humillaciones, explosiones innecesarias, crueldad con los animales). Hanson y sus dos compañeros han encontrado en la guerra el lugar en el que su agresividad y violencia es bienvenida, el lugar en el que, sin cortapisas ni reglas (que las hay, pero no se cumplen), su instinto asesino es autoprotección y (pretendida) supervivencia. En la diabólica espiral en que se mueven la violencia no estalla solo contra los vietcongs y los charlies, sino también contra sus propios compañeros si no dan la talla en valentía y ferocidad.
“La atmósfera olía al máximo a terror y lujuria, rabia adolescente, al hedor de almendra quemada del sudor, a combustible para aviones, sala de pescado, cigarrillos vietnamitas, aceite de motor, humo de leña, orina, cerveza rancia, explosivos, tierra removida, a la dulzura salada de la sangre y la carne, al almizcle de las violaciones en grupo omnipresentes en Vietnam, un olor que, más tarde, se colaría en los sueños de Hanson para advertirle de cuando comenzaba una pesadilla.”
Anderson retrata la guerra como el escenario de la despersonalización más absoluta (un ejemplo es el expolio a los cadáveres de souvenirs vendibles a la manera de los piel roja y bautizada por Hanson como “una nueva escuela de antropología social agresiva”: “un salacot de oficial con una estrella roja de esmalte estaba valorado en cincuenta dólares. Una correa de oficial con hebilla de aluminio reciclado a partir de latas de napalm estadounidense con la estrella roja de esmalte llegaba a setenta y cinco dólares. Una hebilla sin estrella valía como la mitad…”), como un lugar de divertimentos macabros a la manera de Calígula en el atropello de un ciervo al que empalan y extraen el feto (ciervo vs Drúsila), y destaca la perversión semántica y el efecto propagandístico (“Las batidas a través de zonas controladas por el enemigo (…) se llamaban “buscar y destruir” pero cuando el público estadounidense comenzó a ver cada noche secuencias de asiáticos u y estadounidenses muertos en las noticias de las seis y media (…) el ejército cambió el nombre de las operaciones por “buscar y despejar”).

Paradójicamente la guerra es también un entorno seguro, un lugar en el que anidar, una nueva membrana uterina (“Se estaba más fresco para dormir en el polvorín que abajo en el búnker. A veces corría una brisa. Y a Hanson le gustaba dormir rodeado de explosivos. Allí se sentía seguro”), un refugio para los inadaptados (“El mundo era simple de nuevo, y el éxito auténtico, la posibilidad de permanecer con vida, estaba en sus manos, controlaba su vida”) en el que el vínculo con la realidad, épaté enfants, son los poemas de un poeta del siglo XIX (“en el bolsillo del muslo, envuelto en plástico, guardaba un ejemplar manchado y doblado de las obras completas de W. B. Yeats que había adoptado ya la curvatura de su pierna”). Las descripciones cruentas de las escenas de violencia (“de las alambradas colaban zapadores desnudos como peces muertos”) no están exentas de lírica (“El bicho se irguió y se retorció como una cobra en la llama incolora, con un tenue nimbo azafranado alrededor de su cuerpo”, “La amplia playa aparecía tachonada de medusas arrastradas por la marea. Palpitaban débilmente y parecían cerebros azul transparente, o pensamientos, pedazos aleatorios de memoria arrastrados en la arena”) en una demostración literaria sorprendente en una primera novela y en un autor que, antes que escritor, fue marino mercante, soldado y policía, a la manera de Harry Crews o Mark Richard (ambos publicados por Dirty Works).
La lucha por la vida (la suya), el ser justiciero con el enemigo (aunque a veces esté en las propias filas), la frustración por una realidad desasosegante, el difícil equilibrio entre individualismo y solidaridad con los compañeros (no todos, solo los que están a la altura), la supervivencia vs la sinrazón, el abuso de sustancias como válvula de escape… Todo ello está en Hanson, el antihéroe, el pobre diablo, que comparte trazos con Mick Hardin, Agente Especial de la División de Investigación Criminal del ejército, el protagonista de la cuadrilogía de los cerros escrita por Chris Offutt (Los cerros de la muerte y Los hijos de Shifty, ambas publicadas por Sajalín que publicará todo el cuatríptico).
No siempre doy crédito a las contracubiertas de un libro, pero en esta ocasión, no puede ser más acertada: “un aterrador y embriagante periplo por la violencia, la locura y la enfermiza belleza de la batalla”. Retendré el nombre de Ken Anderson en mi memoria. Quiero seguir leyéndole, quiero seguir la sombra de Hanson, quiero seguir teniendo compasión por el diablo.
“El juego era la guerra, y si te acercas demasiado a la guerra, si la miras a los ojos, se apodera de ti, de tus músculos, tu cerebro y tu sangre; se los guarda en su corazón y no vuelves a encontrar alegría en ninguna otra parte. Fuera de ahí, el amor, el trabajo y la amistad son decepciones.”

Coda. Una peculiar letanía olfativa acompaña a Hanson a lo largo de todo el libro: “olía a sudor, perfume y ceniceros”, “el avión olía a sudor, electricidad y pedos”, “Hanson olió moho, lona húmeda y tierra, cresota y alcohol de friegas”. Compasión también por los sentidos.

Una reseña estupenda y equilibrada de un libro que en mi opinión es una de las mejores novelas que se han escrito sobre la guerra de Vietnam. Cruda, violenta y macabra, despierta en el lector decenas de reflexiones conforme acompaña a Hanson en su particular viaje a la barbarie más absoluta. Tras su lectura, me recordó otro clásico libro sobre la guerra de Vietnam: “Despachos de Guerra” de Michael Herr.
Saludos
Gracias por la sugerencia, Gluntz, nos alegra que te gustara. Salud y literatura, sobre todo en tiempos irracionalmente convulsos