Era viernes santo

Escuchaba a Sydney Basset por la calle, llamé dos veces al portero automático, en ambas marcando dos veces de un modo seco y reconocible, en esta ocasión ni siquiera contestó. Abrió directamente.

Ya en el pasillo de entrada preferí quedarme mirando el altar que tiene en un taquillón frente a la puerta, con los retratos de sus cinco hijos pequeños en marcos plateados, hechos hace unos cuarenta años. El menor en un marco más pequeño y distinto, ya que llegó precisamente entonces sin ser previsto.

Ella está haciendo ruido en su habitación, creo que estaba dormida y son las 8:30 de la tarde de un día de abril nublado. De un día más viviendo y dejándose vivir. Sin él y con toda la carga del tiempo y la familia, la carga de los que imponen la alegría a quien ya no la necesita, de los que miran adelante.

El altar me produjo cierta conmoción, qué fútil es todo y dónde irán nuestros marcos, quién nos recordará, cuándo seremos retratos descoloridos de antepasados que nadie conoció ni de los que oyeron hablar. Que no dejaron nada, ni huellas en el camino.

La casa en silencio salvo un pequeño zumbido como el de los silenciosos pasillos de los hospitales, ésos que nos esperan si somos capaces de llegar antes de morir. Los zumbidos del aire y la calefacción, del agua y el gas, los ruidos lejanos del montacargas que aquí es un ascensor remedado para dar entrada a las sillas de ruedas de los vecinos.

Mi madre sigue sin hablar, anda trasteando en su cuarto, la lámpara del taquillón hace que el pasillo sea especialmente acogedor pero opto por avanzar en la oscuridad del cuarto de estar, apenas con los últimos rayos de luz azulada del atardecer entrando por la ventana, hasta sentarme en el sofá y esperar chequeando el Instagram.

-Ah, ¿pero eres tú?, pensaba que era Carlos.

-No debes abrir sin preguntar quién es.

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2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. JDiazdeCerioJackson dice:

    Gran relato. Un placer leer literatura que sale del corazón, sin tiritas. A cuerpo abierto.

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